El cuento por su autor
Cuando era chica me fascinaba escuchar la conversación de las mujeres de la familia: levantarme de la cama y dejarme llevar por el murmullo hasta la mesa de la cocina para encontrarme con mi abuela, mi mamá y mis tías sentadas y pasándose el mate. La conversación era continua, un tema llevaba a otro y parecía que no pararían nunca. Hablaban sin remilgos, criticaban a la gente, contaban historias de personas que yo no conocía.
Una noche hablaron de alguien que había tenido unas anginas muy fuertes. Un rato después tosí y salió de mi boca un grano del tamaño de uno de arroz, producto de una infección que de pronto se había manifestado en mis amígdalas.
Fue un momento extraño. Supe que algo había hecho que esas palabras me atravesaran y provocaran una enfermedad similar a la de la persona de la que hablaban. Tal vez en ese momento vislumbré por primera vez el poder y la magia que las palabras y, mejor aun, una buena conversación, pueden tener.
Algo de todo eso se me presentó un día en que viajaba en colectivo y oí cuchichear a dos señoras que visiblemente se conocían muy bien. Me las imaginé amigas. Estaban en la edad de la impunidad, eran capaces de decir en público cosas que otras personas piensan pero jamás pronuncian. La decadencia, la decrepitud, las desigualdades, el país incendiado circulaban en su cuchicheo honesto y cruel. Gracias a esas mujeres escribí esta historia, con la que intenté visitar ese otro gran poder que tienen las conversaciones: hacer la vida más vivible.
BURBUJAS EN LA BOCA
Carmen se despertó de mal humor. Hacía quince días que la temperatura en la ciudad no bajaba de los treinta y cinco grados. El día anterior había caminado toda la tarde con el aire caliente golpeándole el cuerpo. La pollera se le pegaba a las piernas y no soportaba tener esa película de transpiración grasosa en la unión de los pechos (ella le decía pechos, no lolas, que le parecía ridículo, y jamás tetas). Andaba todo el día con pañuelos de papel dándose golpecitos en los rincones de su cuerpo. Cómo mantener el maquillaje y una camisa impecable con semejante clima. Antes no le pasaba eso, estaba segura. Hacía unos años no transpiraba tanto, ni se cansaba por caminar unas pocas cuadras o barrer el comedor.
Encendió el televisor desde la cama y se enteró de que en algunos barrios de la ciudad la luz se había cortado y no se sabía cuándo volvería. Se apuró a ir su compu antes de que el apagón la alcanzara. Hacía semanas que no veía a sus hijos porque siempre estaban con exámenes y cierres de proyectos. Ahora le mandaban emails.
Abrió su casilla de correo y borró unas cuantas tarjetas de felices fiestas. No habían escrito. Apagó la máquina.
Tomó un vaso de agua tibia con mucho limón, los festejos adelantados de fin de año no le caían bien. Y encima tenía que salir a hacer las compras. Conseguir plata iba a ser una peregrinación, los bancos estuvieron varios días cerrados y los cajeros seguro estaban sin plata. De fondo, la televisión decía que en los barrios de la periferia habían saqueado un supermercado y había amenazas en otros. Siempre lo mismo este país. También tenía que ir al médico para control. Primero haría eso. Se miró las uñas, eran un desastre. Mientras desayunaba se las pintó de color durazno suave. Tenía un color para cada temporada del año. Se pasó el secador de pelo para que se fijaran rápido y después de un tiempo prudencial se puso los guantes para lavar los cacharros del desayuno. El agua jabonosa le chorreó una manga hacia el codo, como siempre, y como cada vez, la irritó, pero prefería eso a estropear sus manos. Eligió ropa de tonos claros para ahuyentar el calor: una pollera de lino beige y una blusa de algodón blanco.
A las once se encontró con Susana para tomar el colectivo hasta Barrio Norte. Se conocían desde la secundaria, habían cursado juntas en una escuela de monjas de Caballito. El tiempo las había separado. Cada una había hecho su vida, después de una discusión que había derivado en otra cosa y que ahora que se habían amigado nadie recordaba exactamente cómo se había iniciado. O eso les gustaba decir.
Se sentaron en el primer asiento del colectivo, de espaldas al chofer. Carmen se quejó porque en esa posición solía descomponerse, pero Susana le dijo que era mejor porque no veían cuándo se subía algún viejo y no tendrían que dar el asiento. Las dos se rieron. Los viejos siempre eran los otros.
Aunque tal vez ya no, pensó Carmen. Unos días atrás, había salido a cenar con unas vecinas y se había desmayado. El calor, el vino, la comida, no podía definir lo que había sido, pero ahí estaba, tirada en el piso en medio del restaurante comprobando, mientras miraba al camillero de Emergencias, que no solo se había desmayado, sino que se había hecho pis encima. Esa noche se sintió veinte años más vieja.
-Me parece bien que te hagas el chequeo, así te quedás tranquila. A Roxana le pasó algo parecido y le dijeron que tal vez nunca más le volvería… y que no tenía más consecuencias que el susto –dijo Susana a los pocos minutos.
Carmen asintió en silencio. Al principio, el paso del tiempo se había hecho notar en las canas, después en las arrugas. La otra señal fueron los brazos. Qué insoportable sentir que escapaban a su dominio: seguían bamboleándose varios segundos después de terminar el saludo. Pero a todo se fue acostumbrando. Aunque eso no quería decir que había asimilado la decadencia, cada nueva señal era una alerta que no pasaba desapercibida en su humor. Tardaba días enteros en recuperarlo. Sin embargo, este accidente, como le decía, era otra cosa. Nunca había perdido el control de su cuerpo. Al lado de esto lo de los brazos era una pavada. Se sentía como un globo que empezaba a desinflarse y podía salir disparado para cualquier lado.
-Estoy un poco asustada.
-Pero no seas tonta… a una paciente terminaron vaciándola, pero eso es lo máximo que te puede pasar y, a tu edad, qué te importa ya.
-Sí, seguro… -dijo Carmen, la brutalidad de su amiga no dejaba de sorprenderla - ¿y cómo están tus hijos?
-Bien, ellos siempre están bien, en lo único que tienen que pensar es en estudiar. Viste que Fernando se fue, pero el otro día se apareció con una bolsa de ropa. Imaginate mi cara…- Susana sacudió la cabeza y el pelo hizo movimientos ondulantes por unos segundos. Tenía una nariz grande y pómulos marcados. Era una mujer corpulenta que amaba los colores estridentes, los escotes y las telas ajustadas. Sus pulseras hicieron un ruido agradable mientras intentaba acomodarse el pelo detrás de las orejas. Era su marca registrada, casi tanto como los labios pintados de bordó.
-Sí, los hombres son tremendos, quieren que les sigas lavando, cocinando… a mí me cuesta porque como yo estoy en casa -dijo Carmen.
-¿Vos les lavás? No seas tonta.
-Sí, pero es que no me cuesta nada. Pongo mi ropa, la de Rodolfo y ya que estoy pongo la de ellos.
-Entonces no te quejes.
-Pero si sos vos la que se está quejando…
-¿Y qué te vas a poner el 31? Hay que estrenar… ahora capaz que veo algo y me compro.
-Yo no voy a estrenar… bah, no sé. Porque le llevé una pollera a Silvia, la modista, ¿te acordás de ella? Es una pollera con un volado suave en diagonal, había que achicarla un poquito nada más y cuando me la voy a probar en casa, resulta que me subió el volado hasta la mitad de los muslos…
Mientras lo decía se le vino la imagen de Natalia Oreiro y su flequillo chanfleado ¿o era Gilda? No pudo evitar reírse. ¿Qué hacía pensando en bailanteras?
-¡Qué horror! Qué bueno que te lo tomás con humor. ¿Se la devolviste?
- No sé si tiene arreglo. Con las modistas y las peluqueras nunca podés confiarte demasiado.
-Son tremendas… y las chicas también. Sabes lo que me hizo hoy Mary, apenas entró me dijo “casi no vengo, me sentía mal…”. Para qué me dice eso. Le dije que compre en la feria y se ponga a cocinar, chau, me fui. A mí no me agarran más, se piensan que como estoy jubilada me voy a quedar todo el día fregando.
-La mía hoy me dejó plantada porque el marido se operaba a la tarde. Yo sabía que iba a pasar. Pero decime para qué tiene que estar ahí desde tan temprano si además no puede entrar. Se lo voy a descontar.
***
Se quedaron en silencio por un largo rato. Carmen miraba hacia fuera y luego sus manos, con los dedos estirados. Sus uñas brillaban, tan impecables que sintió que eran de otra. La perfección de esas uñas que parecían esculpidas ya no se correspondía con ella, que podía caerse desmayada en cualquier momento y mearse encima. Sentía como si tuviera una falla.
En un momento subió al colectivo un hombre de rasgos asiáticos con una remera y pantalones marrones. Miró para varios lados, como buscando algo. Su ropa o su modo de moverse, le hicieron acordar a su papá. Puntualmente, a una noche que lo vio caminar por la cuadra de su casa en la oscuridad y lo confundió con un desconocido. Hacía como treinta años de eso y todavía recordaba el miedo que había sentido. En ese momento había cruzado de vereda para apartarse y recién cuando estuvieron a pocos metros, reconoció la remera de cuello almidonado de su padre.
¿Cómo es que un hombre, que no se parecía a su padre, le recordara a él? Ni siquiera a su padre, en realidad apenas a esa noche estúpida. Tenía tantas cosas buenas que podía traer a la memoria, por qué justo eso. Acordarse así de él, de momentos, la hizo sentir rara. Pensó en los muertos del mundo repartidos en pedazos en las memorias de la gente. Trató de recordar otros trozos de vida con su padre. Se le aparecieron el día en que llegó con un teclado de regalo sorpresa y después sus últimos tiempos, cuando estuvo enfermo y postrado. ¿Y si le pasaba a ella? ¿Quién la cuidaría?
-¿Te das cuenta? -decía Susana mirando al chino. -¡Están por todos lados!
Carmen se sintió incómoda. Miró sus manos de nuevo, tal vez se detuvo más de lo que creía, porque la sacudió un golpecito en el costado de su cabeza.
-Toc toc, hay un ruido adentro. ¿Quién esta acá, Rodolfo? –decía Susana, entre risas.
Carmen sonrió pero al mismo tiempo le dio temor que fuera cierto. Como si, que alguien abriera la tapa de su cabeza y sacara a su marido o su padre de adentro fuera posible. De chica era de las que pensaban que los locutores estaban adentro del aparato de radio y desde allí hablaban.
Faltaban pocas cuadras para llegar al consultorio. Carmen tocó timbre. Al bajar, agradeció en silencio al chofer por haberse acercado al cordón, el escalón le resultó muy alto.
En la consulta médica le fue bien. Se enteró de que era normal para una mujer de su edad tener percances de ese tipo. La doctora le recomendó unos ejercicios para tonificar la zona y unas toallitas que la harían sentirse más segura. Carmen miró espantada el nombre que la médica anotaba en un recetario con total naturalidad.
-No te quiero volver a ver por acá -le dijo la doctora con una sonrisa que le pareció sincera.
Carmen sonrió apenas. Aunque la estaban declarando abiertamente vieja, sintió que el miedo a enfermarse con el que había llegado al consultorio, era infantil.
-Viste que no era nada, cambiá la cara - la sermoneó Susana, ya de vuelta en la calle.
***
Aquella noche Carmen cenó sola, su marido trabajaba otra vez hasta tarde. Después de comer encendió la compu, ningún email de sus hijos. Se sentó en el living y empezó a hacer ejercicios con la pelvis mientras miraba el noticiero de las nueve. Otra vez no la agarraban con la guardia baja. En la tele repetían la nota de un chino que había sacado a los tiros a un grupo de gente que quería saquearle el supermercado. Diciembre siempre parecía el fin del mundo. Le dieron ganas de seguir creyendo que las personas estaban metidas dentro del televisor para entretenerla. Después se acordó del hombre del colectivo, su cuello almidonado la llevó a pensar otra vez en su padre aquella noche absurda. Imaginó los recuerdos de su niñez tirados al aire, como papelitos de colores imposibles de agarrar. Sonrió. Ayer era la nena de papá y hoy ya era una vieja; la vida no tenía ningún sentido. Se levantó del sillón mientras el conductor del noticiero seguía hablando a los gritos, como si lo estuvieran saqueando a él en ese instante. Fue a su pieza y se puso la pollera con el volado chanfleado. Quedaron a la vista sus rodillas arrugadas y huesudas. Volvió a la cocina y destapó un champan. El corcho salió disparado con tal fuerza que la hizo trastabillar y mancharse la pollera. Alegría, alegría, gritó mientras se mojaba los dedos en el champan derramado y se los llevaba a la frente. ¡Hacía tanto calor! Largó una carcajada nerviosa. Tuve tu veneno -empezó a tararear de repente, mientras movía apenas las caderas siguiendo el ritmo- tuve tu vida, ¿cómo era? Nunca se acordaba la letra de las canciones. Volvió a reírse. Fallada, una mierda. Feliz año, se dijo, levantó la copa al cielo y se llenó la boca de burbujas.