Llegó a la hora acordada al lugar del encuentro. Había recibido las coordenadas del sitio por medio de un mensaje en el teléfono celular. Tenemos que adaptarnos a la tecnología, pensó, mientras recorría los últimos metros hasta la esquina de Sarmiento y Mendoza. La portada de la sala Lavardén se elevaba imponente, con haces de luz que brotaban del techo y de las paredes y le daban a la fachada un aspecto singular.

Nadie esperaba en la esquina. Volvió a mirar el mapa en la pantalla y entendió que debía entrar y subir las escaleras. Un piso, dos, tres… la terraza. La ciudad se desplegaba a sus pies. La noche no era fría pero una brisa leve erizaba la piel. Revisó el espacio abierto y buscó a quien debía estar esperándolo. Lo vio en un costado: miraba el cielo estrellado.

Se acercó caminando despacio: un paso, dos, tres, se reconocieron y se encontraron en un abrazo breve.

-¿Por qué pensaste en este lugar para encontrarnos? Pasaron muchos años.

-Precisamente por eso. El escenario debía estar a la altura.

Observó al sujeto que tenía en frente, apoyado en la balaustrada, como si esperara que la piedra sostuviera sus huesos. Aparentaba más edad de la que tenía. Se lo veía cansado. Un cigarrillo se adivinaba en una de sus manos, mientras la otra se sumergía en el bolsillo de un pantalón demasiado grande.

Cerró los ojos. La mirada que surgía de la penumbra era opresiva. Evocó otra imagen, cuarenta años atrás: era verano, la piel bronceada, los músculos firmes, la espalda erguida, la sonrisa amplia. El tiempo suele hacer estragos en las cosas y en la gente.

-No creí que fuera a encontrarte en Rosario. Desde que te fuiste no tuve más noticias.

-Yo tampoco pensaba volver pero, ya ves, no somos dueños del destino.

-Por lo que supe viajaste a España. ¿Barcelona?

-Sí. Primero Madrid, durante unos meses, parando con familia y amigos. Después llegué a Catalunya. Y ahí me quedé.

-¿Nunca volviste?

-No.

-¿En todos estos años?

-Nadie me reclamó por acá. Mi madre había muerto y con mi viejo nunca tuvimos mucho en común. Pero contame de vos. ¿Te recibiste?

-Tardé bastante en terminar la carrera. Eran épocas complicadas aquellas.

-Sí, claro. En España las cosas eran difíciles también: el país, la gente, las costumbres, todo fue cambiando durante los primeros años después de Franco. ¿Tenés pareja, hijos?

-Me casé con la flaca, ¿te acordás? Nos conocíamos del club, del barrio, y tenemos tres hijos. El mayor toca el saxo, igual que vos.

Se habían apoyado en la pared; mantenían la distancia y los dos miraban hacia la ciudad que seguía su derrotero nocturno habitual. Durante unos minutos no pronunciaron palabras ni atinaron a mirarse. El aire estaba suspendido y rodeaba las dos figuras inmóviles.

-¿Hacía falta poner el océano entre nosotros?

-Tampoco me buscaste. Entendí el mensaje.

-Podríamos haberlo hablado.

-Nunca voy a olvidar tu expresión, el último día que nos vimos. No supe si fue desconcierto, desprecio o repulsión, pero nada bueno era. Lo único que se me ocurrió fue irme tan lejos que fuera difícil volver.

-¿Tenías que esperar tanto tiempo?

-Fueron pasando los días, los meses, los años. Cada vez costaba más decidirme a venir. Tenía terror de tu posible reacción.

-¿Por qué ahora?

-Porque creo que lo que pasó entre nosotros ya prescribió. Y porque el primer amor nunca se olvida.

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