La civilización modera, educa, reprime los afectos, y así debe ser, es necesario aprender a convivir con los otros, cuidarse y cuidarlos. Pero a veces a la cultura se le va la mano y nos encontramos constreñidos y limitados en manifestar alegrías y tristezas. Pero todo que se reprime, retorna, busca la manera de expresarse, a veces en síntomas y otras veces encuentra caminos más creativos para sortear la censura. La alegría desbordante por haber ganado el campeonato mundial de fútbol, la desesperación previa, despertó curiosidad y preguntas: ¿se justifica tanta pasión por el rodar de una pelota? Pero no somos seres sólo racionales sino simbólicos, el amor por el fútbol, la representación de la patria puesta en juego en la competencia se nutre de nuestros primeros amores a la madre, al padre, a los hermanos; toda psicología es psicología social, decía Freud, somos parte de un grupo. Que se transforma en masa cuando colocamos nuestra expectativa en un mismo ideal y la comunión despierta y permite la liberación de pasiones y una sensación de triunfo cuando en nuestro Yo algo coincide con ese ideal. Quiero ser campeón mundial... ¡y lo soy!
Si hay algo que puede llamar tanto la atención como esta alegría argentina mundialista es el típico descreimiento en los valores nacionales: “en este país no se puede vivir” es un clásico. La admiración secular por lo extranjero, la Europa tradicional, la modernidad de EE.UU., el respeto, la seguridad, la confiabilidad que supuestamente existe allí y falta acá, la queja por la desventaja de haber nacido aquí y no allá. Pero la Argentina brilla en el deporte, la medicina, el psicoanálisis, la química, la música, el pontificado. Con la libertad envidiable que brinda la lejanía para poder tener la amplitud y la independencia de criterio que permite entender, juzgar y analizar desde afuera. Con los recursos que da la falta, con el coraje y la reivindicación que nos lleva a aprovechar lo que se heredó y se aprendió. Y nos sorprendemos de que toda la humanidad haya llorado la muerte de un argentino como el Diego, argentino como otros ídolos, como Gardel y el Che. Entonces reparamos que se esté valorando algo que negamos: esa mezcla rara de perspicacia, simpatía, amistad y canchereada.
Este Mundial comenzó devolviéndole la letra a nuestro himno, canto patrio de un país del lejano sur al cual, por extenso y para adecuarse a los límites de tiempo, se lo había silenciado interpretándose solo la introducción musical (que la hinchada aprendió heroicamente a entonar con el “o, o, o, o”). Desde estas páginas se realizó un “Pedido” que tal vez fue escuchado o la casualidad hizo que coincidiera con una decisión anterior, pero pudimos ver que reapareció la letra en la ejecución del coro, cantada por los que serían futuros campeones: ”Sean eternos”.
¿Será verdad que estamos “acostumbrados al sufrimiento”? ¿Es que acaso y, por ejemplo, Francia no ha sido un país que ha sufrido a lo largo de su historia en general? ¿Y más que nosotros en este partido en particular? Es verdad que estamos atravesando una situación económica difícil y cruel, pero ¿no hay muestras de una tendencia a la recuperación? ¿Y no hemos llenado estadios en Qatar?, con el viaje desde nuestro país y desde todos los lugares del globo, con argentinos que vibran y recuperan el orgullo por un pueblo que despierta admiración por su forma de ser y del que se busca contagiarse de su entusiasmo, su extroversión. Y descubrimos que hemos sido favoritos en gran parte del mundo. El discurso que realiza una censura creciente sobre el aprecio por la argentinidad está en consonancia con el ataque a nuestra industria, nuestros recursos naturales, nuestra línea de bandera. Pero esa argentinidad “retorna” multiplicada, mostrando jocosamente que “la alegría no es solo brasilera” y que a través de la válvula que abrió la unidad mundialista, hoy desborda las calles y nuestros pechos.
Diana Litvinoff es psicoanalista, Asociación Psicoanalítica Argentina.