Hace unos cuantos años que los medios estadounidenses dedicados a Hollywood hablan de las “Streaming Wars” en referencia a las estrategias agresivas que adoptan las plataformas tanto para ampliar su cartera de clientes como para establecer modelos de producción y lanzamiento acordes a sus necesidades comerciales. Al igual que con casi todas las guerras, al principio la Argentina fue testigo lejano, en este caso de cómo cambiaba la relación de fuerzas entre las plataformas, a la vez que entre ellas y las salas. Pero ésta no es una guerra situada, de esas que se disputan en un teatro de operaciones limitado en su geografía, sino una que se desparrama por el mundo sin que nadie pueda detenerla. Este 2022 que termina será recordado, entre otras cosas, como el año en que la Argentina vio de primera mano cómo la lógica del streaming pone patas para arriba los mecanismos de producción, distribución y exhibición tradicionales, lo que obliga al cine –en tanto industria y expresión cultural– a buscar un nuevo lugar en un ecosistema del que fue amo y señor durante larguísimas décadas. El cine, como la vieja mula de Los Simpson, ya no es lo que era.

Argentina, 2022

Las primeras noticias de Argentina, 1985 llegaron mucho antes de su estreno: la película de Santiago Mitre sobre el Juicio a las Juntas Militares, con Ricardo Darín en la piel del fiscal Julio César Strassera, iba a tener una pata de su producción sostenida por los brazos musculosos de Prime Video, uno de los servicios de streaming que, junto a Netflix, más fuerte jugó en la generación de series y largometrajes nacionales. El estreno en salas sería el 29 de septiembre; en la plataforma, el 21 de octubre: poco más de tres semanas de diferencia. Las salas querían 45 días, Prime Video no cedió, y las fichas cayeron como dominó: la empresa Sony decidió que no se haría cargo de la distribución, que recaería en la nacional Digicine, y las principales cadenas de salas del país –pertenecientes a empresas extranjeras– no tendrían en sus pantallas a la que, era sabido, sería la película argentina más convocante de la pandemia. Fue, cuentan los exhibidores, una manera de no aceptar condiciones que consideraban perjudiciales.

¿Por qué se peleaban? Por lo mismo que distribuidoras y exhibidoras vienen peleándose con las plataformas en Estados Unidos y Europa hace no menos de un lustro: la duración de la famosa ventana, el periodo de exclusividad de una película en cines antes de pasar al streaming. Ante el estancamiento de las posiciones, Argentina, 1985 terminó estrenándose en 234 salas (poco más un cuarto del parque total), todas independientes. Si bien incluso ellas sostenían que el reclamo era justo, no tenían la espalda económica para perderse la oportunidad de engordar sus arcas tras los cachetazos que significaron las restricciones sanitarias de 2020 y 2021. La película, finalmente, vendió casi 1,1 millones de entradas.

El arponero, de Mirko Stopar.

El caso Argentina, 1985 es la muestra más cabal de que las Streaming Wars ya se disputan también en tierra de campeones, con la particularidad de que el peso económico de las plataformas en industria local es imposible de igualar para las productoras nacionales. Así se explica la migración de series o largometrajes al streaming, un fenómeno que empezó a tomar forma durante la pandemia y terminó de afirmarse en 2022. Lo mismo pasó con los nombres más importantes de cine y la TV, tanto actores y actrices (Guillermo Francella, Luisana Lopilato, Diego Peretti, Lali Espósito) como directores (Ariel Winograd estrenó El gerente en Paramount+, Israel Adrián Caetano filmó Togo para Netflix, Ana Katz hizo lo propio con la miniserie Supernova, Daniel Burman profundizó su faceta de productor con la notable Iosi, el espía arrepentido), quienes encuentran en las empresas trasnacionales la oportunidad de filmar con presupuestos acordes y, detalle no menor, de que sus trabajos se vean en todo el mundo.

El cine invisible

La situación es problemática en múltiples sentidos. En términos culturales, porque los “dueños” de esas series y películas son extranjeros, lo que implica una pérdida de “soberanía audiovisual”, y un menor control sobre el producto final y su posterior circulación. En términos comerciales, porque varias de esas películas –desde el thriller La ira de Dios hasta la comedia romántica Matrimillas, pasando por el policial Pipa y la comedia El gerente– tenían armas suficientes para batallar en la cartelera comercial e incrementar los alicaídos números de una taquilla cada más dependiente del CPR que cada un par de meses le practican los superhéroes. Y en términos estructurales, porque fragmenta aquello que solía llamarse cine argentino hasta volverlo un conjunto de subgrupos con cada vez menos vasos comunicantes.

Como si fuera una pirámide, arriba de todo quedan las producciones de las plataformas, con su parafernalia de marketing y el monopolio de una atención mediática magnetizada por las figuras. En el medio, las películas que recurren al Fondo de Fomento del INCAA y reciben mucho menos dinero del necesario, lo que se traduce, en el caso de las ficciones, en menos semanas de rodaje e historias encapsuladas en pocas locaciones, filmadas a una o dos cámaras y con pocos actores. Ni hablar de usar extras, un lujo que pueden darse pocas películas. En el caso de los documentales, son comunes los casos de producciones que se prolongan por años. Debajo de todo se ubican las producciones hechas por fuera de los esquemas habituales y que, con suerte, podrán exhibirse en algún festival para luego desaparecer de la faz de la Tierra.

Punto rojo, de Nicanor Loreti.

El quiebre del esquema tradicional de producción trae consecuencias en la exhibición y la distribución, los eslabones de por sí más débiles de la cadena del cine argentino. La dupla atraviesa un estado de anomia absoluta. Durante 2022 hubo innumerables jueves con media docena de lanzamientos –la mayoría medio pelo, con formas y relatos que abrazan los modelos televisivos– que debieron conformarse con un par de pasadas diarias en el Cine Gaumont como todo recorrido comercial. Hubo, también, decenas de estrenos sin ninguna difusión, como si las películas fueran ánimas en pena limitadas a funcionar como vehículo para que sus responsables cobren los subsidios correspondientes.

Según datos del INCAA, durante 2022 hubo 228 estrenos nacionales, 150 de los cuales cortaron menos de mil entradas. Es cierto ninguna expresión artística mide su valía por la envergadura de su recepción, así como que una porción importante de ese total no aspiraba a la masividad. El problema no es que a una película la vean 500 personas; es que la vean 500 personas cuando, con un circuito de exhibición y distribución más virtuoso y articulado con el volumen de la producción que debe atender, podrían haber sido muchas más. Imposible que las producciones locales puedan encontrar un público sin repensar una macro estructura cuyos cimientos fueron carcomidos por las olas intempestivas del siglo XXI.

¿Vientos de cambio?

El presente del cine argentino no puede escindirse de un contexto atravesado por las consecuencias de la pandemia. Así se entiende que este año las salas nacionales hayan cortado 33,9 millones de entradas, según estadísticas del INCAA, una cantidad lejana a las 48,8 millones de 2019, pero en franco ascenso si se compara con las 14,3 millones de 2021, cuando se mantenían los protocolos de seguridad en las salas y, durante el primer semestre, las restricciones sociales. Se entiende también gran parte del fracaso de la gestión de Luis Puenzo al frente del Instituto. Acusado de una quietud extrema a la hora de reactivar el sector tras los confinamientos, y con la relación con el mismo sector audiovisual que había celebrado su nombramiento a fines de 2019 quebrada, el director de La historia oficial quiso atornillarse al sillón de Presidente del INCAA, hasta que fue echado a través de un decreto de Alberto Fernández publicado el 13 de abril. En su lugar asumió el hasta entonces vicepresidente, el productor Nicolás Batlle, quien enfrenta el menudo desafío de gestionar en tiempos de vacas flacas.

Zoofobia, de Pablo Chehebar y Nicolas Iacouzzi.

Pero la situación económica podría revertirse o, al menos, no empeorar. En junio y octubre, respectivamente, las cámaras de Diputados y Senadores aprobaron la ley que prorroga por cincuenta años la asignación de fondos específicos para el financiamiento de las industrias culturales, entre ellas el cine. Además, la semana pasada ingresó a la cámara baja –donde ya cuenta con el apoyo de 23 parlamentarios– el proyecto de la Ley Federal para la producción y la industria audiovisual.

Elaborado por el Espacio Audiovisual Nacional, un colectivo integrado por distintas asociaciones del sector, su objetivo es actualizar el articulado de la Ley de Cine sancionada en 1994, cuando ni siquiera existía la palabra streaming y recién llegaba Internet a la Argentina, y desde entonces emparchada mil veces. La principal modificación es el aporte de un porcentaje del IVA que recaudan las plataformas al Fondo de Fomento Audiovisual, principal fuente de financiamiento de casi todas las producciones nacionales y cuya composición mayoritaria es, hasta ahora, el 10 por ciento de cada entrada de cine y un porcentaje de lo recaudado por el Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM).

La resistencia

El combo “pandemia + streaming” tiene contra las cuerdas al cine argentino. Pero, como un boxeador peso pesado, los creadores resisten y siguen entregando películas que vale la pena ver. Especialmente el ámbito documental, grupo al que pertenecen Camuflaje, El Nacional y Julia no te cases. Vista en la Competencia Argentina del Bafici, al igual que las otras dos, Camuflaje es una nueva aproximación de Jonathan Perel (El predio, Responsabilidad empresarial) a las consecuencias de la dictadura, en este caso a través del escritor hijo de desaparecidos Félix Bruzzone, quien día tras día hace ejercicio alrededor de Campo de Mayo.

En El nacional, Alejandro Hartmann se propone, a la manera de un Frederick Wiseman argento, registrar los múltiples engranajes del colegio del título en vísperas de la elección de un nuevo rector. A través de una mirada atenta para el recorte y la construcción de sentido, la película hace de las cosmovisiones muchas veces contrapuestas de los alumnxs y profesores una caja de resonancia de las tensiones que atraviesan gran parte del país. En la última, Diego Levy utiliza imágenes y grabaciones caseras para narrar la vida de su madre, que se casó sin ganas y desde entonces no hizo más sumirse en la infelicidad de una vida triste y apagada, alejada de sus deseos y voluntades.

Zoofobia, por su parte, tiene compartiendo la silla plegable a Pablo Chehebar y Nicolas Iacouzzi (El Crazy Che), quienes, tomando como punto de partida la muerte del oso polar del zoo porteño, viajan hasta los confines del tiempo para recorrer la historia de los zoológicos, encontrándose en el medio con uno de los juicios más desternillantes que se hayan visto en mucho tiempo. El arponero fue programada, como Zoofobia, en una de las secciones paralelas del Bafici. Una lástima. El realizador Mirko Stopar aborda la figura del marinero noruego Lars Andersen, que entre 1920 y 1950 encabezaba una excursión anual hasta el Atlántico Sur para cazar ballenas. En esos 30 años pasó de todo y la película da cuenta de ello con una proverbial claridad, contando además la vida de su protagonista con un espíritu decimonónico acorde a un itinerario cargado de aventuras.

Camuflaje, de Jonathan Perel.

En el terreno de la ficción, dos títulos invisibles se destacaron de la medianía generalizada. Una es Carrero, el ejemplo más fiel de una película que se exhibe en un festival y luego se evapora. Estrenada en la Competencia Internacional del Bafici, la de Fiona Lena Brown y Germán Basso es una de esas óperas primas que no lo parecen. Por su pulido acabado técnico, su pulso firme y el notable uso de un barrio periférico de la ciudad de La Plata como locación, pero sobre todo por la conciencia ética para evitar el miserabilismo a la hora de acompañar el camino de un chico de 17 años que trabaja como repositor en un supermercado mientras intenta terminar el colegio, hasta que conoce un chico que vive de la recolección de chatarra. Es, pues, un regreso a la urgencia de Pizza, Birra, Faso, aunque aggiornado a las coordenadas socioculturales de esta época.

Punto rojo se estrenó en el Festival de Mar del Plata de 2021 y tuvo un estreno fugaz por la cartelera comercial durante el verano pasado. Otra lástima, porque el opus ocho de Nicanor Loreti –que presentó la muy recomendable Búfalo en la edición de este año– es inusitadamente desaforado y excesivo, puro placer cinético y anárquico plagado de un humor negro que penetra en la piel como una crema pos solar después de un día al aire libre. ¿Más cine de género? Dirigida por Nicolás Goldbart (Fase 7), El sistema K.E.OP/S es el jugo obtenido luego de cortar y exprimir unas rodajas de la violencia seca y absurda de Tarantino, otras tantas de la nocturnidad entendida a la manera de Martín Scorsese (Después de hora es una referencia ineludible), las infaltables dosis del Hitchcock más voyeur y hasta algo de aquellos thrillers paranoides de los ’70 en los que la aparente quietud citadina esconde conspiraciones, organizaciones secretas, espías y negocios oscuros. El sistema… llegó en mayo al circuito comercial, donde cortó poco más de tres mil entradas. Otro síntoma inquietante de un tiempo ídem.