Taylor Sheridan se ha convertido, gracias al inesperado éxito del universo Yellowstone –la serie emblema de Paramount+ y sus epígonos sobre la genealogía de la familia Dutton en Montana-, en uno de los guionistas y directores más poderosos del presente. No solo escribe, dirige y produce sus series sobre el Oeste moderno reinventando los límites del western, sino que ha conseguido también revitalizar otros géneros tradicionales de la narrativa de Hollywood como el relato de gángsters. Este diciembre, junto con el estreno de 1923, un nuevo capítulo en la historia del rancho Yellowstone ahora en plena Prohibición –protagonizado nada menos que por Harrison Ford y Helen Mirren-, llega Tulsa King, el esperado desembarco de Sylvester Stallone en la pantalla chica. Escrita en colaboración con Terence Winter, guionista de Los Soprano y discípulo de la factoría televisiva de Martin Scorsese luego de sus trabajos en Boardwalk Empire y Vinyl, Tulsa King supone la expansión definitiva del nombre Sheridan como amo y señor de las nuevas fronteras contemporáneas.
Desde sus tiempos como actor secundario en la televisión de los 90, Sheridan evocó sus raíces en un rancho de Waco, Texas, como parte de su propia mitología como vaquero. Pese a que su padre era cardiólogo y aquel enclave rural fue apenas la casa de fin de semana de su familia, en su adolescencia se reveló como hábil jinete y excelso competidor ecuestre. Tras abandonar la Universidad de Texas y deambular por Austin un tiempo, trabajando como pintor y jardinero, el encuentro con un cazatalentos en un shopping lo condujo a la televisión. A los 25 años concretó una audición en Chicago para participar en la serie Walker, Texas Ranger. Era 1994 y la entrada al espectáculo fue con las reservas que ofrecía una ciudad como Los Ángeles, regada con más frustraciones que triunfos. Así pasaron los primeros años frente a cámara, en papeles menores, decepciones recurrentes y el único personaje importante como jefe de policía en Sons of Anarchy (2008), de la cadena FX. Las constantes disputas salariales lo alejaron de la actuación y lo impulsaron a encontrar un camino alternativo. Se sentó frente a una computadora y empezó a modelar aquel territorio imaginario, de caballos y jinetes, que tantas veces había soñado. Yellowstone recién asomaba en el lejano horizonte.
“Dejé el guion en un escritorio durante 10 años hasta que pude hacerlo a mí manera”, revelaba en una reciente entrevista con The Atlantic a propósito de los inicios de la saga que lo tiene como creador. Hacerlo a su manera suponía no ceder ante los ajustes y concesiones que exigía la industria a un guionista desconocido, para lo cual era imprescindible forjarse un nombre. El primer paso fue la escritura de un thriller para Denis Villeneuve que terminó siendo un éxito: Sicario (2015). La idea de frontera quedaba al descubierto en esa zona caliente que separa México de Estados Unidos y en la línea difusa que combina las políticas migratorias con la guerra contra el narcotráfico. La mirada de Sheridan buscaba recrear en la incómoda posición de la agente del FBI Kate Macer (Emily Blunt) la situación regional frente a un tema que no parecía ofrecer una salida sin violencia y muerte. El éxito de Sicario –que luego tuvo una secuela- consignó a Sheridan como una voz atendible y su lugar como guionista quedó confirmado.
Lo que siguió fue el salto definitivo al mundo del western de la mano de Sin nada que perder (2016), cuyo guion le valió una nominación al Oscar. En plena antesala del gobierno de Donald Trump y las consignas del “Made America Great Again”, Sheridan recrea los costos de la crisis de las hipotecas y la recesión del gobierno de Obama en la historia de dos hermanos que se convierten en ladrones de bancos para salvar la casa familiar. Ambientada en Texas, territorio que el autor conoce desde su juventud –y donde su madre también había perdido el rancho familiar por deudas-, la película utilizaba el paisaje como eco de la desesperación de sus personajes, aquellos vaqueros venidos a menos refugiados en las montañas, enfrentados a punta de pistola a su propio destino. Filmado por David Mackenzie sobre la herencia de Raoul Walsh y sus historias de marginales como Altas sierras (1941), ese universo es dolorosamente contemporáneo, incluso en la aparición de Jeff Bridges como un sheriff que intenta cumplir la ley en una agónica batalla contra la fatalidad. Oscura y violenta, sentó el prestigio de Sheridan para aventurarse a la dirección.
Si bien su debut en la dirección fue Vile (2011), un ejercicio de terror con guion ajeno filmado con amigos, la experiencia profesional de Viento salvaje (2017) confirmó la adherencia definitiva de su nombre a ese territorio fronterizo entre la historia nativa y la violencia de la colonización. Situado en una reserva indígena en Wyoming, con temperaturas heladas y cubierta de nieve, el crimen de una adolescente nativa es el hilo conductor de esa compleja convivencia del pasado y el presente en aquellas tierras. Sheridan elige la perspectiva de Cory Lambert (Jeremy Renner), un cazador local que trabaja en el departamento de Fauna y Vida Silvestre y ha perdido una hija allí en la misma reserva, para exponer la difícil supervivencia en ese territorio hostil. La lucha no solo es contra el clima y la desidia del Estado por los crímenes que se pierden en la nieve, sino también contra la violencia circundante en esas múltiples fronteras que atraviesan una nación nunca integrada.
Tres guiones le bastaron a Sheridan para configurar sus intereses, aquellos en los que la tierra y sus demandas, la disputa por la frontera entre originarios y apropiadores, la constante lucha por prevalecer y la violencia como forma de intercambio establecen los contornos de la ficción. Pero la llegada de Yellowstone permitió amalgamar esas coordenadas en una épica familiar, heredera tanto del revisionismo del western que el director no se cansa de elogiar en Los imperdonables (1992) de Clint Eastwood, como de la saga mafiosa de Los Sopranos (1999), con sus disputas entre padres e hijos por la herencia y el liderazgo. “Los imperdonables destrozó el mito del Oeste americano y permitió que el sheriff sea un matón y el héroe un asesino, borracho y despiadado”. En esa línea de deconstrucción del género, que comenzó con Nicholas Ray y su Johnny Guitar echando bajo tierra la división del blanco y el negro asociados a la pureza y la oscuridad, Sheridan asumió sus riesgos y miró hacia adelante.
El proyecto de Yellowstone vio la luz a comienzos de 2017 en las oficinas de Viacom en Los Ángeles. La cadena estaba por lanzar Paramount Network y necesitaba series originales, aunque Sheridan no estaba dispuesto a cambiar una coma de su historia para conseguir filmar el piloto, como ya lo había demostrado en el cese de negociaciones con HBO. “Yo voy a escribir y dirigir todos los episodios de la serie, no habrá sala de guionistas ni notas de los ejecutivos”, les dejó en claro en ese encuentro luego de un largo viaje desde su nuevo rancho familiar en Park City, Utah. Y así finalmente consiguió uno de los mejores acuerdos de la industria, asegurándose el control absoluto de la producción y el aval de Kevin Costner, quien había aceptado interpretar al patriarca John Dutton tras leer el guion. La historia de los Dutton en Montana no solo era la de una familia ganadera cuyo dominio se veía amenazado por las disputas con la reserva indígena y con los desarrolladores inmobiliarios del Este, sino la historia de la misma fundación de Estados Unidos y sus continuadores hasta el presente, las disputas por ese poder y ese legado.
Más allá de los pergaminos que traía Sheridan bajo su brazo, lo atractivo del universo de Yellowstone radicaba en la recuperación de una forma narrativa tradicional en la televisión, vigente desde los tiempos de Valle de pasiones en los 60 con Barbara Stanwyck defendiendo su reinado frente a la rapiña de su propia prole, hasta las novelescas Dallas y Dinastía, en la euforia conservadora de la era Reagan. La raigambre genérica se remontaba tanto al western como al melodrama, y con ello la figura de Douglas Sirk y su mirada reflexiva sobre los opacos contornos de la familia y su moral cobran nueva actualidad. Basta ver a los Dutton batallar puertas adentro sobre la trágica muerte de la madre, la lealtad marcada a sangre y la construcción de poder a fuerza de secretos y manipulaciones, para recordar las intrigas de Escrito sobre el viento (1956), una de las obras maestras de Sirk sobre una familia de petroleros en Texas corroída por traiciones, mezquindad y amores no correspondidos. Los paisajes se intercambian pero las pasiones perduran en un legado que Sheridan hace propio sin aspirar a mayor brillo que su propia autoría.
Es interesante pensar el impacto que generó Yellowstone en los espectadores de una América partida como la del gobierno de Trump, viendo en esa violencia enquistada en la tierra y su dominio la misma pugna que se gestaba en la arena política. Por ello la serie nunca ganó el favor de la crítica, ni fue favorita en las premiaciones o voto obligado en las listas de fin de año, pese a que año a año fue sumando espectadores –sobre todo cuando colonizó el horario de prestigio de los domingos por la noche- y expandiendo sus fronteras en nuevos spin-off como 1883 (2021) y la reciente 1923. Quizás la respuesta se encuentre en su pertenencia a una tradición popular que le torna esquivo el prestigio, o en la cercanía con la experiencia de la tradición y los mandatos originarios en disputa con el pensamiento de las elites culturales. En ese sentido, la entrevista de The Atlantic explora la compleja mirada política que ofrece la serie, en tensión con la agenda de la corrección política de Hollywood y en sintonía con esa zona del país tan incómoda para las ficciones contemporáneas.
“Se refieren a Yellowstone como la serie de los republicanos o el Game of Thrones de bandera roja [por el color asociado a ese partido político] y yo no puedo más que reírme”, reflexiona Sheridan. “La serie habla sobre el desplazamiento de los nativos americanos, la codicia corporativa y la gentrificación y apropiación de tierras en el Oeste. ¿De verdad creen que esas son temáticas conservadoras o republicanas?”. Quizás por ello la comparación frecuente con Succession (2018) de HBO sea apropiada, ambas comandadas por un patriarca envejecido que busca preservar su poder ante el inminente crepúsculo. Sin embargo, como ocurre con el cine de Eastwood, la mirada política de Sheridan es más compleja de lo que se ve a simple vista, con personajes signados por contradicciones, donde conviven el amor filiar y la ambición, mujeres fuertes como Beth Dutton y una misoginia rampante, todos elementos que despiertan fervor en los espectadores del Medio Oeste y reparos en la elite bien pensante de las metrópolis.
Debido a ello Sheridan se ha revelado como uno de los artistas más singulares en un mercado que tiende a la homogeneidad y a la agenda en común. De hecho tiene bajo su órbita un universo creativo en constante expansión, que cuenta con los innumerables desprendimientos de la saga Yellowstone pero también con la decidida exploración de otra de las tradiciones originarias del primer cine como fueron los relatos de gángsters. Primero Mayor of Kingstown (2021), con Jeremy Renner y Dianne Wiest, recupera las narrativas penitenciarias desde la perspectiva de la familia McLusky y su negocio carcelario en el estado de Michigan; y luego, a partir de este mes, Tulsa King sitúa un entramado mafioso en Oklahoma, sitio de retiro de un padrino liberado de la cárcel tras 25 años de encierro y silencio. Su destierro en el desierto se convierte en una puesta a prueba de sus lealtades así como la actualización de las viejas formas de violencia ahora en los conflictos raciales, la venta de drogas y el tráfico de armas en aquel viejo Sur promisorio.
Sheridan ha gestado su definitiva mitología. Nutrido de la tradición del western y el cine de gángsters de los años 30, deudor de esas ficciones ásperas de marginales y falsos héroes, su figura resulta una verdadera anomalía en la televisión de prestigio contemporánea. Desde aquellas tradiciones olvidadas ha podido leer conflictos actuales como el que persiste alrededor de la noción de frontera, ya sea entre las civilizaciones nativas y los pioneros de la colonización, o entre las autoridades legales y el crimen organizado, como entre la libertad pretendida y los múltiples encierros que persisten en la vida social. Su pulso es arisco y de ecos nihilistas, atado a una violencia que sigue definiendo el alma humana. En ese corazón herido germinan sus más sentidas historias, sus personajes más incómodos, sus héroes de barro y sangre. Reinventar la propia historia es una forma de aprender a contarla.