La primera vez que escuché el álbum Sound and silence de John Paynter y Peter Aston fue hace casi diez años. Lo había bajado en .mp3 de un blog increíble que ya no está activo y que de tanto en tanto visito (me gusta mucho esa sensación agridulce de leer blogs abandonados). Después de algún tiempo de búsqueda, pude encontrar una copia del vinilo en buen estado para mi colección. Sound and silence es un disco curioso: se trata de una serie de grabaciones de ejercicios y experimentos con el sonido realizados por alumnos de educación primaria en Inglaterra. Hay obras corales, improvisaciones con objetos, pequeñas piezas para piano, manipulación de grabadores de cinta abierta, música para címbalos y percusión. Editado por Cambridge University Press en 1969 con el fin de acompañar un libro de actividades, cada pieza de Sound and silence es un verdadero viaje –a veces oscuro, a veces luminoso– al paraíso de la infancia. Un tiempo más antiguo, circular, parecido al del sueño, se abre al escuchar esta música.
Sí, recuerdo muy bien aquella primera escucha: viajando en tren desde el conurbano, entredormido, con los auriculares puestos. Por aquel entonces, vivía en Buenos Aires y viajaba todos los días a mi trabajo en la provincia. De regreso a casa, muchas veces me quedaba dormido, perdido en algún lugar entre lo que veía cuando abría los ojos, la música y el traqueteo en las vías. Escuchar música en duermevela es, quizás, una de las experiencias estéticas más intensas que conozco. En ese estado liminar –ni dormido, ni despierto– la música trae imágenes olvidadas en algún rincón de nosotros. Y aquel día en el tren, acompañado por esa música rústica y extraña, fue especial.
Este último mes pasé por varios días de fiebre, una gripe que me costó mucho curar. Durante las tardes de reposo, volví a poner mi copia de Sound and silence. Fue una escucha enriquecida por la fiebre, de imágenes y recuerdos: casas abandonadas y jardines tomados por las plantas, plazas junto a las vías del tren, cercos de alambre cubiertos de ipomeas, recuerdos de una mercería en Bella Vista y su exhibidor de botones de nácar. Es cierto que los discos guardan historias; en este caso, la del pedagogo y músico Paynter, de sus anhelos de libertad. Adormecido, lo imaginé en un aula de techos altos enseñando que a la música hay que experimentarla, que se parece a la arcilla, que “feo” y “bello” son y no son conceptos relativos. Que hacer música es como cuidar un jardín. Imaginé a los niños cazando sonidos con redes, como si fueran luciérnagas.
Una mezcla de actos escolares, cacharros y música electroacústica, obras que podrían ambientar cuevas con pinturas rupestres.
Ahora, para terminar este pequeño texto, escribiré sobre mi pieza favorita. Por supuesto, favorita entre muchas otras. En realidad, de Sound and silence elegiré dos, ya que de algún modo, para mí, están ligadas: juntas forman una pieza mayor. La primera, “Music For Cymbals”, es una grabación de chapas y platillos de bronce, una ola abstracta de sonido metálico e intervalos de silencio que recuerdan por su armonía a los patrones de la cerámica Karatsu. Los niños hacen sonar el metal con palos, frotándolo con arcos de violín y tiras de felpa, creando una agitación flotante. El ruido propio del vinilo, las pequeñas explosiones magnéticas y frituras, dan un marco de irrealidad a la escucha: aquí no hay mímesis, no se habla de nada; aquí sólo hay sonido, musicalidad. Al terminar esta pieza, le sigue “The Lyke-Wake Dirge”, más narrativa. Según leí está basada en un leyenda de la zona lacustre de Inglaterra. Bajo un fondo de grabaciones en cinta abierta, sonido de agua en un cuenco –nunca el agua sonó más misteriosa–, címbalos y un loop de piano, una voz –¿de quién o de qué?– silba, tiembla de frío y cuenta lo suyo, una historia que viene de lejos y nos lleva al tiempo en que nuestros antepasados se reunían de noche junto al fuego: un poco por miedo, un poco para cantar y escuchar. Para ellos el mundo era grande y misterioso. Pienso en las ilustraciones folklóricas de Theodor Kittelsen. Hacia el fin de la música, se escuchan voces de niños. Hay que oír muy detenidamente para percibirlas. Casi no son.
Federico Durand crea espacios de introspección con su música a través de melodías mínimas, repetitivas, cuyo carácter cíclico remite al ensueño y la vida secreta de los jardines. Sus presentaciones en vivo son un proceso orgánico basado en improvisaciones con una lira, cajitas de música, cassettes, sintetizadores, pequeños objetos y pedales. Durand ha realizado conciertos y grabaciones en Argentina, Brasil, Alemania, Luxemburgo, Bélgica, Colombia, Francia, Suiza y Japón. Ha editado álbumes en CD, vinilo y cassette a través de destacados sellos como Spekk (Japón), Home Normal (UK/Japón), Dauw (Bélgica), White Paddy Mountain (Japón), IIKKI (Francia) y 12k (USA), entre otros. Además, realiza pequeñas y cuidadas ediciones en cassette, como souvenir para sus giras de conciertos mediante su propio pequeño sello Pudú.