Nos encontramos nuevamente en los prolegómenos de un cambio de año, ese momento tan particular en el que el final y el principio se continúan. En la Antigua Roma, el dios Jano, conocido por su bifrontalidad, representaba este doble panorama que se expande longitudinalmente abriendo toda cerrazón inherente al concepto de final o de comienzo. Las dos caras del dios representan la puerta de salida y entrada, de final y principio.
En aquella época, los tiempos de las cosechas y las guerras escandían la temporalidad del imperio. Hoy, cuando hablamos de un año nuevo que comienza el 1° de enero --precisamente el mes de Jano, hecho que las lenguas inglesa y francesa no disimulan-- aunque nos parezca increíble, la referencia inequívoca es la circuncisión de Cristo, nacido una semana antes según el relato evangélico, en lo que hoy llamamos su Navidad --festividad curiosamente similar a la Saturnalia también romana--.
La circuncisión de Jesús, tal como supo analizarlo el psicoanalista argentino Arnaldo Rascovsky en clave de “filicidio”, además de reunirnos en torno de las festividades de salida y entrada del curso de los años, nos hacen afirmar algo que probablemente ni siquiera pensemos. Al sumarnos a la celebración generalizada, aun cuando no lo supongamos ni lo queramos, sin embargo, afirmamos lo siguiente: la Iglesia Católica continúa siendo el amo que escande la temporalidad de Occidente.
No me explayaré aquí sobre el modo en que Gregorio XIII estipuló la universalidad del calendario gregoriano con sus festividades incluidas. Seguramente el lector interesado sabrá encontrar fuentes adecuadas y confiables para estudiar esa parte de la historia. En cambio, señalo lo siguiente: la temporalidad --nótese que digo “temporalidad” y no “tiempo”-- es una construcción y, como tal, mítica. Digo temporalidad como se dice temporalidad de la pulsación interna de una obra musical, distinta del tiempo real que existe fuera de sus dominios.
No solo la temporalidad subjetiva obedece a una construcción mítica --“el mito individual del neurótico”, escribe Lacan-- sino también la social, la de los grandes colectivos con aspiraciones ecuménicas. Sobre este punto me interesa reflexionar a propósito del mundial que nos convirtió todos en campeones y nos hermanó en torno del sentimiento de “lo nacional”, con ese lado B siempre riesgoso y sombrío caracterizado por un inequívoco tufillo chauvinista.
La temporalidad del fútbol
Se me ocurrió escribir este artículo a partir de la siguiente idea, probablemente errónea, a la que solo le supongo un valor heurístico para que nos ayude a pensar, aprovechando la experiencia extática de unanimidad nacional que nos regaló la Selección argentina de fútbol recientemente.
A partir de algunas lecturas --la tesis de Ortega y Gasset a propósito del origen deportivo de los estados nacionales y la bula Inter Gravíssimas de Gregorio XIII-- me planteo la siguiente pregunta: ¿cuál es, luego de la Iglesia Católica con sus años, meses, semanas y días, otra institución con semejante poder de escansión de la temporalidad mundial? En esas lecturas y sumido en esos pensamientos me sorprendí campeón del mundo por tercera vez. Ese fin de semana glorioso escuché también a algún periodista deportivo hablar de “la era Messi” y “la era Maradona”.
Luego, continué yo mismo los enunciados de aquel periodista --que por cierto no era ningún Dante Panzeri-- con el recuerdo de nuestros torneos locales “Apertura” y “Clausura”, que no sé ahora, pero en un tiempo se habían vuelto tan caprichosos y autónomos que contrariaban el almanaque. Luego escuché decir a algún otro periodista que ahora éramos campeones por los próximos cuatro años y eso me llevó a pensar en el interbellum entre mundiales solo en apariencia pacífico. Entonces noté que al calendario gregoriano podíamos oponerle otro futbolero.
Un campeonato mundial cada cuatro años; una copa continental cada dos; dos torneos locales en la A más los correspondientes del ascenso y las semanas partidas por los enfrentamientos intermedios de la Copa Libertadores. Las escansiones del fútbol hilvanan otros calendarios posibles. Algunos locales y particulares, el del club de cada quien. Pero hay otro más importante, internacional e incluso mundial.
Supongo que la misma razón por la que los sentimientos de fraternidad nacional protegieron a los cinco millones o más que festejaron en las calles el martes 20 de diciembre, esos mismos sentimientos que los hermanaban en la alegría y en la bandera, en las canciones entonadas y en el himno, en los cánticos a Messi y al Diego siempre presente, entiendo que esos mismos lazos afectivos urden la trama de algo que podríamos llamar “unidad nacional”.
La sublimación de la guerra y el sentimiento nacional
En los mundiales, antes de cada partido los equipos cantan sus himnos nacionales mientras se exhiben las banderas correspondientes. Luego las legiones de “guerreros”, “gladiadores”, “héroes” --tal las metáforas corrientes-- se enfrentan en el campo. Poco importa si ellos mismos, los jugadores, saben que están protagonizando una alegoría bélica. Este remedo militar transcurre en un circo televisado a todo el mundo en vivo y en directo --no lo digo despectivamente, sino para resaltar lo necesario del lugar del público, como en los estadios antiguos--. Vale decir que, si pan y circo antiguamente era cosa de estadios romanos, hoy el fenómeno se multiplica exponencialmente a través de la tecnología de pantallas que transforman en grada privilegiada o platea vip a cualquier sillón de living.
Tal vez por eso estos “héroes” que ahora consiguieron para nosotros una tercera estrella sean los únicos capaces de poner de manifiesto --en un acontecimiento semejante a la entrada triunfal de los legionarios al territorio de la ciudad luego de una nueva conquista-- un sentimiento de irrealidad como el que ha narrado Sigmund Freud en su recuerdo de la Acrópolis, por ejemplo. Este tipo de sentimiento toca el eje temporal porque el acontecimiento en cuestión afecta ni más ni menos que al corazón de la estabilidad mítica. Del mito individual en el recuerdo freudiano; del mito nacional en el triunfo reciente de los argentinos.
Que todas y todos podamos haber jugado el mundial con nuestros jugadores, a la distancia, implica que esos personajes en la pantalla nos representaban, cantaban nuestro himno, defendían nuestros colores, “aguantaban los trapos” de todos nosotros. Creo que por eso el deporte implica la construcción de estadios desde los primeros Juegos Olímpicos en el siglo VIII a. C. El juego incluye al espectador. En este sentido, tal vez el VAR, más importante aun que una tecnología de apoyo para el equipo arbitral, no haya sido sino la presencia tercera de todos los que jugamos desde nuestras tribunas particulares, donde sea que haya tenido sede nuestro estadio televidente.
Para concluir, al cabo de estas reflexiones mundialistas de final de año comento apenas dos hipótesis en ciernes que todavía requieren ser revisadas y formuladas con mayor precisión: en los países occidentales apasionados por el fútbol, éste constituye la única institución capaz de disputarle el poder de escandir el tiempo a la Iglesia Católica Apostólica Romana; en nuestro país, el fútbol es el factor de cohesión e identificación más importante en torno de un sentimiento nacional.
Martín Alomo es doctor en Psicología y magíster en Psicoanálisis. Profesor de y Licenciado en Psicología (UBA). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).