Cuando aguardamos en la fila de cajas de un supermercado es habitual que haya varios metros de longitud ocupados con estantes o exhibidores que muestran una enorme cantidad de dulces, chocolates y alfajores. Todos ellos indican un valor monetario por unidad, llamado precio. Sin embargo, el precio es sólo una parte en el valor del producto o servicio que se ofrece. Sorprendentemente, no hay información relevante acerca del valor social que acompaña al artículo que estamos considerando adquirir.
Veamos esta cuestión con mayor detalle, porque las consecuencias de semejante ausencia pueden perjudicar gravemente tanto al consumidor final como al trabajador ocupado en etapas específicas del proceso productivo de dicha mercadería.
Cuando a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX se consolida el rol profesional del marketing en los Estados Unidos, el aspecto clave de la tarea consistía en llevar información destacable al consumidor y los comerciantes minoristas acerca de los objetos publicitados.
Con el paso del tiempo, la comercialización de productos enriqueció su desempeño pero fue inevitable que expertos a sueldo de las empresas descubrieran que contribuían a la obtención de beneficios en favor de sus empleadores cuando reducían la información comprobable, opacando las cualidades predicadas, incorporando a su cartera de destrezas la manipulación, el engaño y el fraude. El resultado de esta racionalidad oportunística multiplicaba las ventas, para regocijo de los capitalistas.
La mentira fundacional del neoliberalismo
A lo largo de esta evolución, a la publicidad y el marketing se le agregaron psicólogos y medios masivos de información, de modo que después de la Segunda Guerra Mundial se consolida una asociación estrecha y provechosa, entre empresas y expertos livianos de escrúpulos. Finalmente, cuando el neoliberalismo y la globalización surgen como actores relevantes a partir de los sesenta en el siglo pasado, el valor monetario para la adquisición de mercaderías y servicios (que resume el concepto de precio), se convierte en la única señal para orientar nuestra búsqueda cotidiana.
Por lo tanto, el consumidor queda formateado como un agente económico racional, libre, y maximizador de la utilidad subyacente en sus particulares elecciones e intereses, alienado de toda consideración de valor social, limitando su voluntad sólo al dinero que encuentra en el bolsillo o la capacidad compra que le proporcionan tarjetas de débito y crédito.
A pesar de que todavía se enseña en viejos textos acerca de un precio competitivo que resulta de la negociación entre demandantes y oferentes, mostrando ambos fortaleza para mejorar los términos de cada transacción, sin que ninguna de los actores tenga una influencia superior en el diseño del precio final, todos percibimos que los demandantes sólo aceptamos precios y que los oferentes fijan e imponen valores monetarios con el ultrajante mensaje “tome o deje”.
Ellos son, en general, grupos empresariales oligopolistas que se divorcian completamente del valor social de lo que venden, gracias a un matrimonio basado en la codicia, la obtención de utilidades de corto plazo, con la connivencia de complacientes contadores, abogados, políticos y jueces. En suma, la mentira fundacional y escolar del neoliberalismo se hace pedazos al chocar con el suelo rocoso de la realidad cotidiana.
La adicción de consumir
En este punto, volvamos a la línea de cajas del supermercado, atiborrada de golosinas, chocolates y alfajores, pero en esta oportunidad nos acompañan hallazgos de gran envergadura obtenidos por neurocientistas quienes, en las últimas décadas, establecieron que hay centros de actividad en el sistema nervioso que son estimulados por esa exhibición de cosas dulces, las cuales activan dichas centros para emparejar las necesidades de placer con la obtención de satisfacción, acontecimientos que son, desafortunadamente, adictivos.
Pero también perjudiciales, porque contienen excesiva cantidad de azúcares, grasas, sal y calorías; además, incorporan preservantes, estabilizadores y aditivos industriales (una lectura obligada sobre este tema es la obra del profesor Moss: Sal, Azúcar y Grasas).
Esas mercaderías tan apetecibles, cuya adicción es alegremente estimulada por las empresas del rubro, consiste en un paquete tóxico que con abrumadora evidencia en la mayor parte de los países capitalistas, contribuye a la epidemia de diabetes, hipertensión, obesidad, afecciones renales y nerviosas en el mediano plazo.
En Argentina, la ley de etiquetado frontal obliga a las empresas a informar al consumidor los excesos de azúcar, sal, calorías y grasas, o sea, contamos con un incipiente reconocimiento del valor social de los alimentos. Va de suyo que el ejemplo elegido se replica universalmente para la mayor parte de la bienes ofrecidos a los clientes en todas las góndolas.
Sería una ingenuidad pensar que estas constataciones solo afligen a los consumidores; por el contrario, en la producción de estos productos los trabajadores involucrados respiran por años los pesticidas que se esparcen en los campos, al tiempo que las plantas y los animales ingieren agua contaminada y sustancias químicas que luego transmiten a las cadenas de producción, como se puede leer con indisimulable horror en los libros escritos por Pollan (El dilema de los omnívoros) y los investigadores Stauber y Rampton (Les recomendamos los detritos tóxicos).
Mercados sociales
Aprovechando este enfoque, compartamos algunas opiniones. De una buena vez, debemos introducir y aplicar en las políticas de gobierno, las plataformas de los partidos políticos, las agendas legislativas, los establecimientos educativos, y los medios de comunicación masivos el concepto de mercados sociales.
Los mercados sociales son, en primer lugar, ámbitos transaccionales (redes de intercambio entre personas y organizaciones, presenciales o virtuales) en los cuales cada mercadería o servicio tiene una caracterización dual: conlleva un valor monetario o precio, pero también es vehículo de valor social.
En segundo lugar, para que un mercado sea social, el Estado debe actuar como árbitro y orientador del mismo en el cumplimiento de roles indelegables: el bien común y la equidad social.
El Estado debe tomar decisiones conducentes a proteger valores sociales de los objetos y servicios transables en los mercados, aplicar correcciones y sanciones correspondientes para los que violan los derechos sociales que deberían garantizar esos valores. Por consiguiente, los productos antisociales tienen que desaparecer del mercado o compensar al público por sus efectos tóxicos tal como se hace con altos impuestos en el caso de los cigarrillos y bebidas alcohólicas.
La Constitución recibió una impronta socialdemócrata en la reforma de 1994. Basta citar los artículos 41 (derecho ambiental, protección, residuos peligrosos y radioactivos), 42 (consumidores y usuarios, derechos, defensa de la competencia y servicios públicos), 43 (amparo judicial), 75 (inciso 18, prosperidad del país y bien común; inciso 19, desarrollo humano).
Debate sobre modelos económicos
Si se contempla el escenario político de Argentina, se percibe que la solución para su gravísima situación no se encuentra en modelos económicos como los que enarbolan los dirigentes de la coalición opositora (principalmente en el Pro), y los promotores mediáticos de alguna institución que estaría preparando un programa “neutral y a disposición de cualquier gobierno futuro”, expresión que resume simultáneamente un disparate político y una obscenidad semántica.
Estos esfuerzos se caracterizan por un desprecio visceral hacia la precariedad social del país, los siete millones de jubilados, así como millones de indigentes y niños en estado de miseria alimenticia. Quieren privatizar, ajustar, mutilar los recursos de la salud y la educación pública, echar trabajadores formales a la calle, eliminar planes sociales, porque de esa manera robustecen los apetitos desenfrenados de grupos empresariales que se preparan a hacer negocios, con el propósito inconfesable de destruir el entramado de la seguridad social y laboral vigentes.
Afortunadamente, la mayor parte de la población está consustanciada con las cuatro dimensiones de acción colectiva que brindan el mejor remedio a nuestro alcance: democracia representativa, mercados sociales, Estado de Bienestar y civismo participativo (esta última dimensión es el punto de encuentro para una concertación estabilizadora a lo largo del tiempo entre gobierno, sindicatos, movimientos sociales y empresarios). O sea, el camino hacia la socialdemocracia, inserta en la genética misma del peronismo. Para el 2023, sólo el Frente de Todos estaría en condiciones de articular esas cuatro avenidas de esperanza con imaginación sociológica y eficacia política.
* Doctor en Administración (UBA, 1998), escritor y analista político.