Esta crítica ya se escribió. Ese podría ser el escueto texto dedicado a Transformers, el último caballero, quinta película en 10 años que realiza el director y productor Michael Bay explotando a los robots gigantes capaces de convertirse a sí mismos en diferentes vehículos, surgidos como populares juguetes en la ultra pop década de 1980, y que hoy son una multimillonaria franquicia global. Con esa sola frase alcanzaría para contar de qué se trata la cosa (porque más que película es una cosa) y podría dejarse el resto de la página en blanco. Pero aunque el recurso sería interesante, con la potencia suficiente para establecer con claridad un concepto crítico que define bien a esta película –la idea de vacío–, el pacto entre el lector y el periodista exige ser respetado, extendiéndose, no mucho pero sí al menos un poco más, y no será este cronista quien lo rompa.
Transformers 5 vuelve a tener el porte excedido de sus protagonistas, con una duración de dos horas y media que representan un abuso cuando no se tiene nada para decir. En su afán para encontrarle una rosca más a la tuerca, esta vez los guionistas le inventan a la historia de los robots gigantes un vínculo con la leyenda del Rey Arturo, haciendo que la “magia” de Merlín tenga su origen en la aparición anacrónica de un gadget tecnológico que uno de los autobots (la facción buena de estos personajes mecánicos) le cede al mítico mago para que la civilización pueda derrotar a la barbarie. Pero si ese punto de partida suena descabellado, y lo es, al menos se le debe reconocer el atractivo de mostrar algo distinto, ciertamente inesperado. Un modesto dulce que sin embargo no servirá para aligerar ni un poco el mal trago de los 140 minutos que la película aún tiene por delante.
Todo es mecánico en la quinta entrega de una saga que ya tiene en carpeta dos nuevos episodios, a estrenarse en 2018 y 2019. Como si todo hubiera sido pensado con lógica robótica, Transformers 5 funciona como un muñeco a cuerda que a pesar de su desmesura sólo puede repetir una y otra vez el mismo patrón de acción. Bay apuesta por la fórmula y así el humor, herramienta fundamental en una producción ATP de probada masividad, nunca logra superar el límite de la sonrisa a desgano. Lo mismo ocurre con el uso de la música y las escenas de acción: todo es obvio, molesto, ruidoso. A tal punto llega la pereza que sus guionistas no tuvieron empacho en robarse la idea de la pandilla de chicos en bicicleta deslumbrados por una nena freak, que es el centro de la serie Stranger Things, gran éxito de 2016. Bay recae en su obsesión de usar a los personajes femeninos como poster desplegable de revista erótica. Pero también es cierto que la incorporación de Mark Wahlberg a la saga en el episodio anterior le permite al director representar lo masculino con igual chatura. Un igualitarismo hacia abajo, se diría. De ahí a una serie de chistes dignos de los hermanos Sofovich hay un paso y Bay lo da sin ningún problema.