La literatura, que incumbe también, con tensiones, a su crítica (como todo invento del siglo XIX, está compuesta de su momento afirmativo y negativo en estado de pugna interna: su contradicción) se encuentra en la actualidad en una instancia de relajamiento, de abstracción tal que implica tanto la pérdida de su carácter específico como su transformación, al menos, en apariencia, en un mero producto de la moral del presente. O sea, la literatura parecería entregar su componente negativo, su momento crítico, para convertirse en mera afirmación de la cultura. Ese es claramente el trasfondo epocal desde el que emerge el último libro de Maximiliano Crespi, autor de textos como Pasiones terrenas (Taurus, 2019) o Tres realismos (2015, reeditado por Nudista en 2020): en Un poco demasiado: Notas sobre el chantaje del presente, el crítico trata justamente de exhibir el estado actual de la literatura en el marco de la llamada “cultura de la cancelación”, de la preponderancia de las formas de “autoficción” y en la lógica de una ideología de la evaluación que determina qué está bien, qué está mal, qué se puede y no se puede hacer cuando se escribe y, por sobre todo, cómo debe ser leído aquello escrito. O, en el súmmum de esa línea, lo que ya no puede ser leído nunca más, no sólo en el contrafáctico “como si nunca hubiese existido”, sino ya en el estado clínico, patologizante, de una negación constante, neurótica, que recuerda en cada momento de la cultura progresista y biempensante que hay cosas que no se pueden hacer al momento de escribir algo.

Escrito con el estilo aforístico que recala tanto en Nietzsche como en el Adorno de Mínima moralia o la Escritura del desastre de Blanchot, Crespi parte de la tradición materialista en un sentido amplio, esto es, desde Epicuro, pasando por Lucrecio, abrevando en Marx y terminando en Virno, Negri, Gusmán y Viñas, para establecer el marco de su crítica: el modo de leer materialista, en el mismo sentido que el historiador materialista entrevisto por Benjamin en Tesis de filosofía de la historia, tiene que ser capaz de entender la diferencia entre materia y forma para poder saber por qué es necesario poner el acento en la primera por sobre la segunda. Y es que la instancia formal, en su carácter fetichista y transformada en ideología, no hace otra cosa que reproducir los lugares comunes de una época, la nuestra, en donde el valor literario, por momentos, es medido a partir de una instancia moral (en el peor sentido del término). O sea, Crespi critica cómo el relato de la víctima o la victimización del escritor pasan a transformarse en elementos de peso para el análisis y valoración de un trabajo literario. La materia queda así sojuzgada a los lineamientos de las “almas bellas” que claman que la literatura puede servir para algo. La utilidad moral de la literatura queda en el plano, ya no del testimonio (porque sería injusto pensar que Primo Levi o Walsh tendrían algo que ver con esa lógica), sino de la llamada “autoficción”. Una escritura yoica que cuenta la vida y eventos de un escritor, alguien que quiere mostrar la tragedia de su vida y que, en el largo plazo, mirado desde esta perspectiva materialista defendida, no es otra cosa que moral pequeñoburguesa cristalizada. Esto es, vendida como mercancía.

La victimización hace del posible horror algo más que puede venderse en el mercado de la cultura, que puede transformarse en otros productos, como series o películas, que no hacen otra cosa que solazarse en un narcisismo progresista.

¿Cómo salir de la encrucijada? Claramente, no puede haber respuesta programática, sino una mera aspiración, un intento por retomar algo que parece perdido en un ida y vuelta entre moral y literatura. Crespi trata de definir como puede lo que él mismo llama una “filología materialista”, una que entienda justamente que es la materia, el resto, lo que insiste más allá de toda pauta formal, mejor dicho, aquello que empuja a la forma (como deriva de lo material, como proyección de la materia) hacia territorios desconocidos. Y, claro está, por momentos amorales o hasta cínicos. La literatura se opondría así a la letra, una categoría que le permite al autor de este libro distanciarse del lugar común literario del presente para proponer una insistencia material en el plano de lo escrito. Si la literatura deriva en producto de mercado, en moral de las “almas bellas”, en fetichización de la vida burguesa como pequeña tragedia cotidiana, la letra refuerza su carácter enigmático, el hecho de que no hace concesiones a las interpretaciones del ahora y que siempre se presenta en un destiempo: ni del pasado, ni del hoy, ni del futuro, la letra siempre está corriéndose, secretamente, del lugar donde debería estar. Así, en Un poco demasiado podemos leer también la idea de que una literatura que anula el secreto, que trata de poner todo en evidencia, que define claramente la moralidad de sus personajes y busca la empatía (comercial) con un protagonista que es víctima y expresión de lo que hay que hacer, es una literatura de derecha que, como toda derecha, quiere anular el secreto y hacer que todos confiesen. Lo confesional es el testimonio mal entendido, es la apropiación del testimonio por la cultural liberal, que adopta las luchas históricas a su moral de mercado.

Un poco demasiado. Notas sobre el chantaje del presente de Maximiliano Crespi termina siendo un breve ensayo, fragmentario, atrevido tanto por los temas que toma como por el estilo, que presenta un modo de pensar la literatura por fuera del ámbito de lo conocido, en un sentido amplio, por la cultura: su apuesta por la filología, el arte de la lectura lenta que tanto levantó Nietzsche, la concentración en lo material como lo que realmente tiene capacidad de inventar algo nuevo que no se pliegue a las necesidades de comercialización de la escritura, nos recuerdan una tradición crítica que incluye tanto al David Viñas de Literatura argentina y realidad política como Los fulgores del simulacro de Nicolás Rosa o Críticas de Jorge Panesi. Esto es, termina mostrando la vitalidad de una tradición en la crítica literaria que, plegada a un sentido político no necesariamente partidista, se deja impresionar por la letra, como si una novela o un poema tuviese el peso de un sello que rubrica la lectura crítica, y no al revés. La crítica literaria no es una disciplina propia de otro tiempo que nada tiene para decir con respecto a lo que se escribe ahora. Muy por el contrario, las armas, las pasiones, las contradicciones de la crítica literaria local todavía tienen algo para decir y hacer acerca del presente. Sólo basta el intento, tan honesto como riesgoso, de decirlo, de escribirlo, como pasó siempre, para que la crítica vuelva a tener un lugar. Incómodo, porque si no, no es crítica, pero de una incomodidad que habla por amor incondicional a lo verdadero, a lo humano. Solo que no lo dice ni usa como bandera. Va de suyo.