Cuando yo era chica, en los 80, en Casilda le decíamos así: zanjón. Ahí estaba, una cicatriz verdosa de barrancas empinadas que atravesaba la ciudad, canalizada. En general tenía olor a podrido, producto del vertido de desechos frigoríficos de un pionero local.

Sabido es que aquello que empieza por perder su nombre pierde entidad. “Aquello que no se nombra, no existe”, enunció el filósofo George Steiner. En este caso, el nombre arroyo Candelaria quizás era parte de la representación cartográfica de la ciudad, pero el sintagma “zanjón” era el santo y seña que los locales usaban para referirlo.

Ocurría que, desde la perspectiva de habitantes de Casilda, ciudad cabecera departamental, metrópoli del Pago de los Arroyos, el Candelaria surgía como una especie de hachazo bárbaro que parecía interrumpir el esfuerzo civilizador del cemento. No era el Carcarañá, que trotaba al norte de la ciudad, ni el Paraná ampuloso. Ni siquiera el Saladillo, adonde iba a donar su caudal. Aunque cada tanto los temporales le despertaran la sangre, aquella agüita parecía carecer de vocación propia.

El asunto es que el aspecto encajonado que adquiere el arroyo en buena parte de su recorrido responde a la humana necesidad de contener desbordes, pero no a su naturaleza. Pienso que, en ese acomodamiento, sobre todo en el trazado urbano, el agua y el lenguaje se enlodaron, hicieron fruncir la cara a los pronunciantes, dejaron de ser imaginadas como líquido capaz de correr y fueron disfrazadas de estancamiento. Una palabra fue capaz de arrinconar 42 km de extensión y 910 km2 de cuenca.

Las maestras, sin embargo, sabían. En cuarto o quinto grado nos enseñaron un término que, al principio, sonó raro, y poco a poco, entendimos. La palabra era “ecosistema”, y como no quedaba mucho en Casilda que no fuera sembradío, patio, plaza o superficie dibujada por la mano de sus ciudadanos, nos llevaron allí, al zanjón, para que veamos un ecosistema en el que la naturaleza resistía.

Por primera vez vi racimos de huevos rosados de caracol prendidos en ramas, bailes de renacuajos y larvas de mosquito. No me eran ajenos, solo que no sabía, a esa edad, que ese simple coexistir no era tan simple, y que esa agua amarronada que algunos consideraban un vertedero, era, junto a sus bichitos mínimos y su olor a barro, un pequeño edén.

Por mucho tiempo, al lado del arroyo hubo solamente un parque. También tenía nombre: Sarmiento, pero para los locales era solamente “el parque”, porque no había otro. Para nosotros, los chicos, no tenía demasiado atractivo: pocos juegos, árboles, mucho verde. Nos gustaba más la plaza del centro, llena de hamacas, y calesita bullanguera con sortija. Otra vez intervinieron las maestras: ese silencio verde en realidad estaba lleno de murmullos que había que aprender a oír: el paso de un escarabajo entre la gramilla, la diferencia idiomática de los pajaritos, el compás de las ranas. Aún con su componente de intervención humana, el parque y el arroyo trataban (tratan, aun hoy) de mantener el diálogo secreto de la pampa, ese mismo que tan bello dijo Borges: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible, como una música”.

Allá por los 90, en la margen opuesta al parque, se inauguró el nuevo edificio del Museo. Antes de eso, los circos y los parques de diversiones usaban ese lote para clavar su fiesta pasajera. Al piso del Museo le brotaba salitre rebelde, quizás como protesta ecosistémica al reemplazo del pasto por baldosas, pero no hubo que lamentar pérdida de árboles. Uno solo, ya muerto, se convirtió en escultura.

Hoy, el Parque Sarmiento y el humedal del arroyo Candelaria corren peligro debido a un proyecto que prevé instalar allí el nuevo edificio de Tribunales. Y se ve que aprendimos: el pueblo rechaza. ¿El nuevo edificio hace falta? Seguro que sí. ¿Es innegociable que se necesiten talar 20 árboles añosos y construir 5500 m2 encima del humedal? Seguro que no.

El título de este texto retoma el de una novela de la gran Selva Almada, No es un río. El énfasis está puesto en la palabra “un”, síntoma de generalización, de ninguneo.

 

Me permito no ser original (Claudia Piñeiro también recaló en esta obra para hablar de las quemas en el delta del Paraná) y decir: “No es un zanjón, no es un parque”. Son el arroyo Candelaria y su humedal, 20 árboles de más de 60 años que son irreemplazables y una comunidad entera que sabe cuánto valen.