El cuento por su autor

Era julio del 2020 y había una imagen que no se me iba de la cabeza: la tapa de un horno rota, toda la fibra de vidrio desparramada en la cocina. Escribí a tientas, sin saber muy bien hacia dónde iba, hasta que una atmósfera que se repetía en las escenas me trajo el cuento. O, mejor dicho, los materiales que podían formar un cuento.

Primero, una especie de reflexión: una cosa es buscar la soledad, y otra muy distinta es sostenerla. Después, un quiebre: ¿qué pasa cuando se rompe el dique que construimos ante los demás y el agua empieza a entrar a borbotones? Y, por último, una duda: ¿se puede querer estar solo y a la vez no soportarlo?

Entonces fue volver para atrás, con una idea más clara, y reescribir todo. El disco de Bon Iver que ponía una y otra vez mientras escribía ahora no lo puedo ni ver. Su voz, grabada en una cabaña apartada de Wisconsin, repetía “algún día mi dolor te va a marcar”.


Parque Chacabuco

El horno está roto. Pompones de lana de vidrio al aire, la puerta de acero en el piso y la milanesa a medio hacer en la fuente. No piensa llamar a su padre otra vez. Puede vivir sin horno. Corta un poco de manteca, la calienta en la sartén y pone una milanesa. Cierra la ventanita que da al pasillo del PH, deja de escuchar el murmullo de la radio del vecino. Se apoya en la mesada y siente el cansancio de un jueves por la noche. El celular vibra en su bolsillo. Da vuelta la milanesa.

Lleva un vaso con agua al comedor. Tiene ocho mensajes en el celular; seis son del grupo de la oficina. ¿Quién escribe un jueves a las nueve de la noche en el grupo del trabajo? También hay un mensaje de su padre –¿Cómo anda todo?– y uno de Tomás. Hace meses que León no habla con él, desde su cumpleaños de veinte. Siente olor a quemado. Corre a la cocina, rasquetea la sartén y se sirve en un plato. La figura que dejó el pan rallado en la sartén, negro sobre negro, parece la cabeza de un toro vista de frente. Un toro con un solo cuerno.

Se sienta a la computadora, elige una serie. Lee la vista previa del mensaje de Tomás. Lo invita a zapar el viernes a la noche, en su casa, con amigos del conservatorio. Deja el mensaje sin abrir y cena.

Antes de dormir, se pone la campera y sale a dar una vuelta. La iglesia que está frente al parque parece recibir toda la luz de la luna. León trata de acordarse cuándo fue la última vez que tocó el piano eléctrico. Hace medio año, su padre descubrió que el transformador no funcionaba. Había venido a traerle los últimos papeles y abrigos que quedaban en el armario de su habitación.

–Tenés el transfo quemado –escuchó León desde la cocina mientras calentaba agua.

Odia que su padre le revise las cosas. ¿Para qué había encendido el piano?

–Mirá –dijo León–. Voy a tener que comprar otro.

Nunca lo compró. Ahora el piano sirve para dejar los abrigos y las bolsas, como una silla más. Sin la banda, suele decirse a sí mismo, no tiene sentido tocar. Las zapadas que hace Tomás con sus amigos no le gustan; León no sabe improvisar.

Termina la vuelta y entra a su casa. Hace más frío que afuera. Ve el horno desarmado en la cocina, bosteza. Sube la temperatura de la estufa y se acuesta.

Sueña que pasea a un perro por una calle angosta. Teme encontrarse a alguien cada vez que toman una nueva calle. Avanzan cuadras y cuadras y no se encuentran a nadie.

Lo despierta el celular. Tiene dos mensajes de la inmobiliaria. Le piden disculpas por la hora, quieren saber si pueden mostrar el PH el sábado a la mañana.

El horno desarmado a metros de la puerta de entrada.

León le responde que sí, que no hay problema. Es un poco temprano, pero se mete en la ducha. Sabe que si el PH de la amiga de su madre se vende va a tener que buscar otro lugar, mucho más caro y chico. Igual, cada vez que vienen, León trata de dejar todo lo más presentable posible; hasta prende un sahumerio.

Se imagina desparramado en la cocina, a la vuelta del trabajo, tratando de entender los mecanismos de la bisagra y la puerta del horno, y siente un gran cansancio.

Termina de ducharse, se pone el pantalón de todos los días y una remera limpia. Antes de salir mira la puerta de acero en el piso, la lana de vidrio. Se da cuenta de que no tiene guantes. Tampoco tiene herramientas. Va a tener que pasar por una ferretería. Agarra la mochila y sale a la calle; todavía es de noche.

Mientras espera el colectivo en la avenida, una lluvia fina empieza a caer. León se abraza a la mochila para que no se moje el libro que lleva adentro.

Si el PH se vende, y no encuentra un lugar acorde a su sueldo, va a tener que volver con sus padres. No. No hubo ninguna oferta, nunca. El colectivo aparece doblando la esquina. Cruzar la ciudad, a las seis de la mañana, lleva menos tiempo que a la tarde. Cuando pasa la General Paz toca el timbre.

El estacionamiento del laboratorio está prácticamente vacío. La puerta automática se abre y junto con el calor de la calefacción le vienen a la mente las tareas del día. Cargar datos de neutrófilos y leucocitos hasta el horario del almuerzo; después, escribir y presentar el informe mensual a Asesoría Médica. Entremedio, como lluvias aisladas, soportar a los visitadores médicos con sus perfumes y sus chistes sin remate.

En el piso de oficinas no hay nadie. En los escritorios de Atención al cliente ve, casi en penumbras, los monitores plagados de Post-it, las agendas abiertas, los mates sin vaciar. Las sillas quedaron orientadas hacia donde cada cuerpo disparó a las seis en punto de la tarde.

Ve un papel sobre la barra espaciadora de su teclado. Limpie un poco el escritorio, señorito. Es la letra de Mariana. León mira hacia los costados, su escritorio es un juntadero de cosas. Siente vergüenza.

Tira los envoltorios de galletitas, los vasos de plástico, varios papeles. Deja solo el teclado, su termo y la larga pila de informes con los resultados del antipsicótico del laboratorio que debe cargar en el sistema.

Cerca de las diez, su padre llama por teléfono. León pone la pantalla boca abajo y silencia el celular. Mariana le deja un nuevo pilón de informes en el escritorio.

–¿Cómo le va al señorito? –pregunta.

Él dice que llegó más temprano que nunca y entonces se acuerda de la lluvia y del libro en la mochila. Lo saca. Está un poco húmedo, uno de los bordes de la tapa se levantó. Pone el pilón de informes encima para que haga presión.

–Pibe, ¿qué andás leyendo? –León escucha la voz del director de Marketing desde su oficina–. Traé, traé.

Mariana le dice buena suerte. León suspira, agarra el libro y entra en la oficina. Siente una mezcla de olor a café y a perfume. Por el ventanal se ve la lluvia y la rotonda que hay frente al laboratorio.

–Venga –el director estira la mano. León le pasa el libro–. Qué título. El corazón es un cazador solitario. ¿Quién es este Carson?

–Es una mujer.

–Una mujer. Vos ya sabés, pibe –el director saca un cigarrillo, golpea el filtro varias veces contra la mesa–, a vos te ponemos un traje, un auto, te cortás un poco el pelo, y cuando te sentás con el doctor apoyás el libro como si nada en la mesa y decís ¿Lo leyó? Y ya está.

Le tiende el libro, León lo agarra.

–Haceme el curso, dale –dice el director.

León vuelve a su computadora. Ve un mensaje de Mariana en el chat: Cobran muy bien los visitadores. Él se asoma por sobre el separador de sus escritorios. Se pone dos dedos en la sien, como si la mano fuera un arma, y aprieta el gatillo. Mariana se ríe.

León decide pasar la hora del almuerzo en su escritorio y compra una tarta. Abre Facebook y le vienen a la cabeza las palabras Nico Tron.

Ayer, cuando volvía del trabajo, se bajó en la parada de la Medalla Milagrosa y escuchó que alguien decía a sus espaldas: ¿León? Se dio media vuelta y vio a Nicolás. Tenía puesto unos shorts y botines azules.

–¿Qué hacés por acá? –Nicolás le dio la mano.

–Voy a lo de un amigo.

Nicolás acomodó su bolso y se tocó un arito. León vio un tatuaje fino, vertical, como ideogramas chinos, que bajaba de la oreja hasta la clavícula. Salvo por eso, estaba igual que en tercer año.

–¿Vos? –dijo León, después de unos segundos de silencio.

–Los jueves juego en las canchitas de la autopista.

Ahora León sabía que los jueves iba a tener que bajarse una parada más adelante. El semáforo de la avenida se puso en verde y el estruendo de los motores cortó otra vez el silencio que se había armado entre los dos.

–¿Seguís jugando? –dijo Nicolás.

–¿A qué? No, no, ya no.

–¿Y tocando?

–Tampoco.

–Yo hago un dj set mañana a la noche –miró su celular–. Llego tarde al partido. Buscame en Facebook: Nico Tron. Mañana viernes a las nueve.

Se dieron la mano y Nicolás trotó hasta la esquina, dobló hacia la autopista. León sintió que había hecho el ridículo y no sabía por qué.

Ahora termina la tarta y busca Nico Tron. Aparece una foto de Nicolás con unos auriculares gigantes y una consola. La página tiene 5.120 seguidores.

Abre otra pestaña y escribe cómo arreglar puerta del horno. Encuentra varios tutoriales. En todos usan herramientas que él nunca había visto. Trata de recordar a su padre sentado en el piso ajustando la bisagra; está casi seguro de que usó un destornillador.

Termina el horario de almuerzo. León no cierra la pestaña de los tutoriales hasta que apaga la computadora para irse.

***

Un embotellamiento en Rivadavia demora la vuelta a casa. León apoya la cabeza contra el vidrio del colectivo, cierra los ojos. Se despierta con una frenada abrupta. No reconoce los edificios y se sobresalta. Toca el timbre, abre el mapa del celular. Se pasó diez cuadras.

Baja del colectivo en la esquina de una fábrica. Su celular vibra dos veces. Ve los mensajes sin abrir de Tomás, de la oficina, ahora tres mensajes de su hermana y otra llamada perdida del padre. Busca en el mapa si hay alguna ferretería camino a su casa y encuentra una a tres cuadras. Apaga el celular.

La ferretería tiene una reja a medio cerrar. León agacha la cabeza y abre una puerta pesada.

–¿Qué anda necesitando? –dice una señora detrás del mostrador.

Él le pide un par de guantes y un destornillador. Elige los más baratos. Por un pasillo aparece un hombre con una nariz enorme y una caja de clavos en la mano. Lo saluda como si lo conociera.

La señora le da todo en una bolsa con el nombre de la ferretería: Los hermanos.

Sale a la vereda, mira los carteles de los negocios y se da cuenta de que está en pleno barrio coreano. Hay mucho viento. Toma una calle paralela a la avenida. Las casas son bajas, con pequeños patios delanteros. Le hacen acordar a su barrio, a los pasajes que rodeaban la escuela primaria.

Cuando llega a la esquina de su casa se detiene en seco. El auto de su padre está estacionado unos metros más allá, con la puerta del acompañante abierta; su padre, el pelo blanco atado en una larga cola de caballo, toca el timbre y apoya la oreja en el llamador. Lo ve golpear la puerta, negar con la cabeza. León quiere ir corriendo a abrazarlo, pero no puede moverse. Su padre se pone un cigarrillo en la boca. Queda enfrentado a León. Cuando levanta la cabeza para largar el humo de la primera pitada, sus miradas se cruzan. A León se le llenan los ojos de lágrimas. Su padre es un color apagado entre cristales de todos los tamaños.

–¿Por qué no atendés el teléfono? –la mancha gris se acerca dando zancadas–. ¿Por qué no atendés, León?

Él baja la cabeza, siente las manos de su padre tomándolo por los brazos; lo agarra con fuerza, y León se adelanta medio paso y apoya la frente en su pecho.

–Qué pasa –la voz de su padre cambia, le suelta los brazos, lo abraza–, qué pasa, hijo.

Se quedan así un rato. León siente cómo se acompasan las respiraciones.

–Vamos adentro –escucha.

León respira profundo, se limpia la nariz con la manga.

–¿Qué llevás ahí? –el padre señala la bolsa.

Él mira el logo de Los hermanos.

–El horno –dice.

–¿Qué pasó, se rompió otra vez?

León asiente.

–Vení –escucha–, vamos adentro.