Hoy que la segregación, el aislamiento y el recelo respecto al semejante amenazan la buena fe que sostiene al lazo social, vale preguntarse acerca de la condición que define al vínculo de la amistad. De manera tradicional se ha tratado a la amistad como correlativa de la práctica de la filosofía, esto es: la puesta en escena de una dialéctica que –en base a la confianza, el deseo de saber y la pasión por la crítica–, reunía a un par de interlocutores en torno a un tema o pregunta. Sin embargo, la reflexión contemporánea pareciera haber desplazado la función de la persona amigo hacia una instancia u objeto en la subjetividad, por ejemplo Gilles Deleuze y Félix Guattari afirman que el amigo conforma “una presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo”1. Ahora bien, si el consultorio testimonia que los varones suelen hablar a partir de los dichos de su mujer, en tanto que las damas hacen lo propio con los hijos (reales o posibles): ¿qué distingue al amigo –como presencia intrínseca del pensamiento– respecto de cualquier otra relación afectiva?
Esa complicidad teñida de ternura
En sintonía con los diálogos platónicos –esa vertiente que articula la amistad con la filosofía– podríamos señalar al deseo de saber como rasgo distintivo de la amistad. De ser así, deberíamos concluir que el analista, en tanto objeto privilegiado que causa el trabajo del analizante, coincide con la función del amigo. No en vano, según Jacques Alain Miller, “hay que llegar a la consistencia lógica del objeto para que se perciba que el psicoanalista en el acto psicoanalítico es equivalente al objeto”2. Sucede que, contra todo lo que la filosofía clásica reivindica, años de práctica y experiencia clínica llevaron a descreer del deseo de saber en el sujeto. Dice Lacan: “Insisto: es el amor el que se dirige al saber. No el deseo: porque en lo que concierne al Wiesstrieb [deseo de saber], aunque tenga el cuño de Freud, está claro que no lo hay en lo más mínimo”3. Bien: ¿qué es lo que distingue entonces al vínculo amical respecto de cualquier otra ligazón amorosa?
Sin pretensión de agotar el tema, quizás el juego constituya un factor, muy propio de esa complicidad teñida de ternura que suele dar el tono a la amistad. De hecho, al expresar que el hombre piensa con su objeto, Lacan se sirve del episodio del Fort Da: ese nieto de Freud que, para elaborar una ausencia primordial, arrojaba y recogía durante horas un objeto con el que así tramitaba “algo impresionante”4 en su psiquismo. El carretel –dice–: “es como un trocito del sujeto que se desprende pero sin dejar de ser bien suyo, pues sigue reteniéndolo. Esto da lugar para decir, a imitación de Aristóteles, que el hombre piensa con su objeto”5. Entonces, hoy que estamos obligados a que no falte nada, ¿por qué no llamamos amistad a ese comprometido juego amoroso que –por brindar al semejante lugar al vacío de la singularidad– alivia el superyó, cualquiera sea la instancia, la escena o el partenaire que de él se trate?
La identificación en la construcción del semblante
Tomemos por caso la adolescencia, período especialmente favorable para la formación de vínculos entrañables entre pares en virtud de la mutua necesidad de reconocimiento que esa etapa impone. El sujeto que ha dejado de ser niño y el adulto que todavía no lo es precisa compartir la dura tarea de construir semblantes con que ordenar el vértigo de impulsos que impone el cuerpo. Ahora bien, un semblante no es lo mismo que una imagen. El semblante supone modos de ubicar el cuerpo que, para bien o mal, determinan cuándo y dónde hablar, qué lugar ocupar en una reunión, la postura corporal, qué decir y qué callar, el uso de la voz, es decir: una construcción que va más allá del reflejo que, con trágico desenlace, fascinó a Narciso.
Tengo la impresión de que en los últimos tiempos, ciberespacio mediante, el semblante se ha degradado al nivel del espejo. Hoy que el más arcaico gesto de reconocimiento –mirarse al rostro– corre peligro a manos de la atención puesta en el celular, vale preguntarse qué lugar para la amistad o por dónde transitan los hilos de eso que hoy llamamos amistad. La respuesta va de la mano de un operador psíquico por excelencia: la identificación. No en vano: el filósofo Giorgo Agamben observa que: “El amigo no es un otro yo, sino una alteridad inmanente en la mismidad, un devenir otro de lo mismo”6. Aquí es donde, según mi perspectiva, aparece la función amical: lejos de reducirse a la mirada que refuerza los estereotipos sociales, el gesto ético (y político) que distingue a la amistad consiste en facilitar la inclusión de la diferencia en el grupo de pares. Esto es: servirse de los emblemas para hacerse un lugar.
Así, hoy que la segregación pone el tono en los distintos y variados escenarios que horadan el lazo social (el bullying, para citar tan solo un ejemplo), un amigo es quien alivia, relativiza o despeja los crueles imperativos que El Ojo absoluto de la mirada impone en la subjetividad. Probablemente por eso, en el único texto que destinó al tema de la adolescencia7, Lacan pone el énfasis en la figura de El Enmascarado, ese enigmático personaje que en “El Despertar de la Primavera” de Wedekind rescata al protagonista de quien pretendía llevarlo a la tumba. “No sé dónde me lleva este hombre ¡Pero es un hombre!”8. Toda una frase que ilustra la diferencia entre el mero amontonarse en torno a un emblema o a una moda y la identificación que permite hacer diferencia respecto a espejos, mandatos o exclusiones.
* Psicoanalista.
- Gilles Deleuze, Félix Guattari, “Qué es la filosofía”, Barcelona, Anagrama, 1993, página 9.
- Jacques Alain Miller, “Extimidad”, Buenos Aires, Paidós, 2011, p. 257.
- Jacques Lacan, “Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos”, en Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 584.
- Sigmund Freud, “Más allá del principio de placer” en Obras Completas, A. E. tomo XVIII, p. 16
- Jacques Lacan, El Seminario: Libro 11: “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 70.
- Giorgio Agamben, “La Amistad”, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2005, página 10.
- Jacques Lacan, “ El despertar de la primavera” en Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012.
- Frank Wedekind, El Despertar de la Primavera, Argentina, Quetzal, 1954, página 80.