Qué macanuda la palabra Ojalá, a la hora de los augurios. Nos viene del árabe y significa “y quiera Dios”. En este rato la utilizaré para proponer brindis reflexivos. En nuestro caso “ojalá” quiere significar no sólo lo que soñamos sino lo que haremos con nuestros sueños. Cuidado con transferir responsabilidades a nuestros dioses y diosas. Algunos ojalá quedaron en el camino, desteñidos; otros persisten, agudizados. Como siempre, se recomienda tener cerca un malbec. El vino es la única patria que tiene mástiles para todas las banderas. Ahí vienen, ahí van nuestros brindis:
Ojalá el canto de los gallos nos avise el día de mañana. Será señal de que hay gallo. Y día de mañana. ¡Y que sigue sucediendo la canción!
Ojalá que en nuestros actos deje de prevalecer la hipocresía, la mezquindad, la zancadilla, el chicaneo, la especulación. ¿O será que cada nuevo año sólo significa la actualización del odio?
Ojalá, a la hora de apoyar o condenar la vacunación, dejemos de pensar en el rédito político. Aprendamos que a todos los virus habidos y por haber se los vence convirtiendo a la libertad en sinónimo de solidaridad.
Ojalá dejemos de transformar a la histérica paranoia de cada día en una ideología. Esa ideología --a la vista está-- tiene nido en el obsceno neoliberalismo.
Ojalá nuestra sociedad se indigne y se convoque en multitud y con velitas, también cuando el joven ultimado es marrón de piel. La portación de rostro oscuro delata nuestro racismo, nuestra subcutánea xenofobia.
Ojalá dejemos de usar la democracia como condón. La democracia es como somos. Muchísimo cuidado con los que la pasaron bien en dictadura y siguen pasándola fenómeno en democracia.
Ojalá que la alfabetización sea una absoluta prioridad. Y que la analfabetización que siembran tantos medios deje de naturalizarse.
Ojalá tengamos el coraje crucial de dar un paso más, y superemos la “tolerancia al otro” con el “respeto al otro”. (Si consiguiéramos esto, la famosa condición humana sería, por fin, más humana).
Ojalá en esta patria triunfalista se deje de considerar que quien no es campeón mundial de algo es un fracasado, es decir, un pelotudo.
Ojalá aprendamos que la esperanza no es una comodidad, ni una puerilidad, ni una güevada declamatoria: es un derecho y es un trabajo, es una obligación por lo menos. No nos dejemos afanar la esperanza. Los biencomidos y leídos no nos podemos dar el tremendo lujo del desánimo.
Ojalá no despilfarremos lo que nos vienen enseñando las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Que la memoria es la forma más ardua de la esperanza. Y que la paciencia no es resignación.
Ojalá que nuestros comunicadores, artistas e intelectuales si, por esas casualidades de la vida tienen una “idea”, no pierdan el “conocimiento”.
Ojalá, más allá de la pandemia que no termina de irse, dejemos de besarnos de la boca para afuera/ sin arrojo/ sin riesgo/ sin coraje. Porque es un crimen desbesarse. Ojalá nos arrojemos de cuajo, de cabeza en cada beso/ adentro/ bien adentro/ más adentro.
Ojalá dejemos de confundir el ruido con el sonido, la impunidad con el heroísmo, la indiferencia con la prudencia, la resignación con la paciencia, la chatura con el nivel del mar, el maquillaje con el semblante. Ah, y no confundamos desmemoria con reconciliación.
Ojalá valoremos a los que tienen las manos limpias porque nunca se lavan las manos.
Ojalá que la solidaridad no sea sólo un espasmo y que la digestión no sea nuestra única actividad cívica. No caigamos en la comodidad de andar por la vida sólo siendo intestinos eructantes.
Ojalá escuchemos con la oreja del corazón a los hambrientos: a los que tienen hambre de libros, de justicia, de trabajo, de memoria, hambre de dignidad y de pan. De pan de cada día y de cada noche. Para todos.
Ojalá no perdamos de vista el presentimiento de las uvas, el rubor del durazno, la franqueza de la aceituna, el orgullo de la cebolla, la cordialidad del orégano, la honda emoción de la albahaca, el sincero coraje del ajo.
Ojalá tengamos bien presente que el sol necesita colaboración, no puede hacerlo todo solo: necesita de nuestro tráfico de calores.
Ojalá dejemos de ser ese conato de país que reemplazó la satisfacción de sentirse el mejor del mundo por el patético orgullo de ser el más inexplicable del mundo.
Ojalá miremos lo que el dedo señala y dejemos de mirar la punta del dedo.
Ojalá que las palomas dejen de mandarse la parte: ellas no son más pacifistas que los cordiales gorriones.
Ojalá aprendamos, por fin, que al destino no se lo puede coimear.
Ojalá, cuando afirmemos que “las Malvinas son argentinas”, no olvidemos preguntarnos: “Y la Argentina, ¿de quién es?”
Ojalá advirtamos que ya tenemos cuatro clases sociales: los clase alta, que están vivos de miedo; los clase media, que están furiosos de miedo; los pobres, que no tienen tiempo de tener miedo, y los desgajados, que ni cagarse de miedo pueden, porque para eso algo hay que tener en las tripas.
Ojalá no olvidemos que la ética empieza por casa. Y la ética de la sintaxis, ni hablar.
Ojalá dejemos de echarle la culpa de la pedrada, a la piedra.
Ojala Maradona no tarde en resucitar. Él puede, seguro.
Ojalá salgamos de la crónica comodidad de considerar que la corrupción es cosa de los políticos. La corrupción es lo mejor repartido en estos pagos. Pero ojo, que mal de muchos no sea consuelo de imbéciles.
Ojalá, para el Hamlet argentino, la cuestión deje de ser: “Parecer o no ser”.
Ojalá que cada mañana, al salir de nuestra casa, lo hagamos con el corazón puesto. Y que no extraviemos la vergüenza.
Posdata. Por más abatidos que estemos, no caigamos en el pozo desfondado del desánimo. Los biencomidos y bienleídos y bientechados ¿tenemos acaso derecho a bajar los brazos?
Sigamos descorchando el hondo malbec. Que como el pan, no debe faltar en ninguna mesa. Es decir, que debe estar en todas. Como el pan. Y no nos olvidemos que el vino es la única patria que tiene mástiles para todas las banderas. Y salud. Y aleluya. Y huija.