Recuerdo que, joven reportero, me dieron una misión rara: ir a un partido del Santos de Pelé y acompañar el juego pero sin verlo. 

La misión era contar como era la vida de quienes vivían en el estadio, y en un juego con Pelé, pero no veían el partido.

El vendedor de entradas, el ascensorista, el tipo que vendía papas fritas, refrescos y cervezas en las gradas, los hombres de seguridad y de las porterías, en fin, los que estaban pero no estaban.

No recuerdo quien era el adversario –hablamos de 1968, quizá 1969– pero recuerdo perfectamente que estaba hablando con el ascensorista cuando oímos, a puertas cerradas, una gritería lejana, y él me dijo: “Gol de Pelé”.

Antes de ir a conferir, pregunté cómo lo sabía. La respuesta fue fulminante: “Sólo cuando él hace un golazo escuchamos el griterío aquí, dentro del ascensor”.

Soy de la generación que vio Pelé surgir y crecer. Tenía yo nueve años cuando mis padres se mudaron con la familia para Europa, y en el vuelo estaba el Seleccionado Brasileño que disputaría la clasificación para el Mundial de 1958.

Recuerdo a un muchachito negro y flaquito, con una sonrisa luminosa, que al ver que yo lo miraba precisamente por ser tan niño y flaco entre tantos grandotes, miró a mi madre y preguntó: "¿Cómo se llama él? Yo me llamo Pelé".

Fue la única vez en que nos vimos.

En vivo, he visto Pelé jugar pocas veces, y eso que desde niño soy futbolero irremediable. Por la tele, lo he visto tantas veces cuantas pude. Nunca lo vi jugando dos veces de la misma forma. Era un inventor.

En la cancha, Pelé ha sido –para mi generación y todas las que vinieron después: mi hijo Felipe, por ejemplo, solo ha visto grabaciones de sus partidos– una especie única de dios.

Jamás he visto nada siquiera parecido antes, jamás he visto nada parecido después. Que me desfilen todos los nombres, y nada de nada.

En mi opinión, Pelé ha sido en la cancha como una mezcla de Pablo Picasso y Joan Miró en la pintura. Como Pelé en la cancha, dividieron el arte en dos, cambiaron la manera de ver el mundo.

No recuerdo ninguna otra imagen de belleza absoluta que resultó en un fracaso: la frustrada jugada de Pelé frente al arquero de Uruguay en el Mundial de 1970.

Jugada divina, absoluta, y la pelota pasó hacia afuera, a milímetros del arco. A mis 22 años de entonces, quedó claro, para mí y para siempre, que un fracaso podía tener luz y dignidad. Dignidad suprema.

Reitero: en el fútbol Pelé era lumbre pura y única.

Ha sido, en mi opinión, el mejor de los mejores de todos los tiempos.

Sin embargo, y como lamentablemente suele ocurrir había, entre la figura pública y el ciudadano, un abismo sin fondo. 

Porque si Pelé ha sido una estrella única, el ciudadano Edson Arantes do Nascimento ha sido un ciudadano con actitudes abominables.

A su primera hija, de un casamiento con una mujer de piel clara, la registró como “blanca” en el certificado de nacimiento. Otra hija vio cómo Pelé rehusó aceptar la paternidad. Los exámenes legales comprobaron que sí, lo era, pero ella murió antes de ver los resultados.

A sus dos hijos, nietos de Pelé, el dios de la pelota que no nadaba, flotaba en dinero, regalaba una pensión mensual de unos 650 dólares. Eso: 325 para cada nieto.

Leí, entre muchísimos textos sobre la muerte de Pelé, uno especialmente certero, escrito por el más que reconocido periodista deportivo brasileño, Juca Kfouri.

Dijo él que Pelé, inmortal, no ha muerto.

Que quien murió ha sido Edson Arantes do Nascimento.

Que así sea.

Que nadie mezcle la imagen y la memoria de un ciudadano degradado con el mayor dios, el mayor genio, el más grande de los más grandes el deporte más amado del Planeta, el fútbol.

Que Pelé descanse en paz. Y que Edson Arantes sea olvidado.