Los hechos aquí descriptos conservan la fidelidad de lo ocurrido. Algunos matices fueron cambiados pero el numen de esta historia es verdadero.

En diciembre de 2022 preparé la excursión. Tuve la fortuna de que todos sus integrantes accedieran. Contaba con una Avant petróleo modelo 99 retocada y limada en su numeración. El primero en subir asistido por dos de sus empleados fue Jorge Lanata. Una silla de ruedas que operaba de jaula y su ubicación en un sitio al fondo, tan cómodo como para infundirle aceptación. 

-Che boludo, ¿esto funciona? Mirá que si me caigo no solo te comés un juicio sino que también me muero, eh. 

-Ese día las banderas van a estar a media asta, Jorge –le contesté oteándolo por el espejito.

-Sí, las banderas de tu orto –replicó, encendiendo otro cigarrillo. 

El siguiente muñeco que esperaba en la esquina convenida era Eduardo Feimann, con su impoluta vestimenta blanca y quien al subir no dijo ni buen día. 

-Estoy muy cansado, tuve una hora de tenis y apenas pude dormir.

Se sentó al lado del Gordo y se desmayó. Luego subieron Majul, quien le dio un besito de despedida a una mujer brumosa, quien llevaba a modo de mascota con una cadenita un monito tití de dos cabezas; los Leuco, papá e hijito, y el siguiente fue el rubicundo Joni Viale, quien terminando un biberón que descartó en la vereda, se agarró del pescante y entró. Nos faltaba el Baby Echecopar, quien hizo su aparición cinematográfica cruzándome el coche y descendiendo. 

-¿Se iban sin mí? –saludó con camaradería–. Che, ¿no hay facturas, un matecito, algo? 

Respondí abriendo desde mi comando un cubículo con agua lista y farináceas al por mayor. Cargaba un bolso enorme. Tanteé el bulto. 

-Una Merkel 140 para jabalíes.

 -¡Merda como sabés de armas! -se admiró Baby.

-Y vos, Leuco papá, ¿no trajiste ni una mísera escopeta de fósforo blanco, de esas para copamientos como el de La Tablada?

El cordobés se sonrió como quien recibe un elogio. No vale la pena a los efectos de este relato deducir quién soy o a quién ellos creían conocer: mi pasado estará ilegible y solo pretendo dejar escrita esta excursión por gusto, la que denominé Los tesoros de Sierra Madre y que involucraba el lugar secreto donde Cristina habría escondido todo el dinero robado, las barras de oro, la cripta con alhajas y verdes, las cajas fuertes enterradas.

-Vamos hacia el tesoro de los Patoruzek –alargó Majul para regodeo de mis invitados.

Repito: mi nombre no quedará en escrito alguno y así como relato esto, así desaparecerá, como me han enseñado mis maestros del escape y la ilusión. Me movía el estupor de convencer a estos fulanos, y diez dígitos en mi cuenta, a ellos la primicia y de algún modo la venganza también. Intuirán que yo conocía al dedillo enjuagues inenarrables de todos ellos y que nada podían hacerme. Están en lo cierto: no se puede matar un fantasma que sabe demasiado. Entonces sucede sin aviso el atardecer. Una estación de servicio donde mear y tomar café.

-¿Falta mucho, pa? -inquiere Leucocito.

-Ayuden al que viene.

Es Nelson Castro quien se trepa al coche. Lleva gorra cazadora. Tiene la cara más picada sin maquillaje. 

–Hola, hola, hola -saluda a un grupo de extenuados. Me extiende una mano blanca y fría; es como tocar un animal que viviera entre las piedras heladas-. No me lo quería perder.
De atrás murmura el Gordo mientras se ventosea: -Sí, pero yo subí primero y la primicia es toda mía, ¿Se entiende? 

Nadie le responde: son un grupo que viene mal entrazado de origen. Malhumor, colonias que huelen mal, desconfianza, poca charla y avidez por lo que está ahí nomás cruzando el puente y la alambrada. Hay en el ambiente un aire entre perdulario y traicionero. Entonces anuncio: 

-Detrás de esos postes está lo que vinieron a buscar. O lo ven ahora casi en la noche o en la mañana con buena luz, donde puedan revolver, filmar, sacar fotos -ofrezco-. Decidan ustedes caballeros. Es ese montículo de portland entre los yuyales que se alcanza a ver: ahí está todo. 

En lo que dura menos de un segundo mi piel me advirtió del peligro: soy un combatiente de guerras feroces y llevo el instinto aguzado como si se tratara de una herida reciente. Opté entonces por salir apresuradamente de mi Avant como si al pronunciar mi última frase hubiese abierto el sello de una maldición. Un olor nauseabundo que me precede físicamente ante el peligro me lo anunció. Salté a tierra y dando unos saltos me guarecí detrás de un tanque de agua. Cabeza en tierra, el pecho protegido y en cuclillas como tantas otras veces lo había hecho en mi vida de soldado de fortuna. Estuve en las sabanas del África y lo escuchado allí me hizo recordar una riña entre perros salvajes o hienas cuando se disputan restos de cadáveres. O algo peor e indefinible que no parecía ser de este mundo. Saben que pienso poco y rápido pero en aquellos momentos mi mente estaba aletargada: aún no podía creer lo que escuchaba. No eran ruidos humanos: superaban el sonido común de gente peleando por una presa. Era otra cosa. Ni yo lo pude creer cuando me miré el brazo y tenía la piel de gallina. Ni me asomé siquiera. No quise ver nada de aquello para luego no tener que narrármelo buscando un entendimiento. Eso estaba pasando a unos metros pero sonaba como en otra dimensión. En medio del campo aquel ruido debió haber espantado a las criaturas del lugar. Y si no fuera por mi orgullo de combatiente diría que daba miedo. Pasé parte de mi vida enseñando a matar, escabullir la verdad, acechando por un jornal fabuloso todo lo que tendría que salir a la luz solo; colaboré en la patraña y el crimen a cambio del que más ceros depositara. Ahora no quería ni asomarme a lo que ayudé a generar. Nunca he oído tamaña refriega, tanto chillido inhumano, tanta víscera que adivino debería estar derramándose a unos metros. “La gente se come a la gente”, pensé en aquella frase anónima.

Solo sé que tomando por el otro camino y oteando de reojo esa masa de salpicones en que estaba convertido mi Avant, corrí la alambrada y me acerqué al túmulo aquel: resultó ser un modesto santuario para honrar al Gauchito Gil. Hasta allí los había llevado engañados para comprobar de lo que eran capaces. Dejé sobre el cemento irregular una moneda de cinco pesos y sin mirar atrás me dirigí a la ruta, a la única que conocía. La de las sombras, el anonimato y el silencio. Empezó a garuar muy suavemente y un camión de la YPF me levantó. Ya era casi fin de año y me esperaban en algún lugar del Índico. Extrañamente me sentía muy bien así, por lo que dormí hasta el atardecer.

 

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