Seguramente al ahora fallecido papa Benedicto XVI se lo recordará más por el gesto de su renuncia que por su gestión al frente de la Iglesia que estuvo marcada por una estela de conservadurismo y restauración. Fue así que la dimisión del alemán Joseph Ratzinger al papado –hecho ocurrido el 11 de febrero del año 2013- motivó las reacciones más encontradas. En primer lugar la sorpresa causada dado que se trataba de un hecho inusitado en la historia reciente de la Iglesia Católica Romana. Habían pasado casi seiscientos años desde la renuncia de Gregorio XV en 1415, en medio del denominado Cisma de Occidente. Cuando Ratizinger anunció su retiro la crisis no llegaba a tal punto pero sí era evidente el nivel enfrentamiento de sectores internos. En consecuencia a la sorpresa inicial se sumaron por una parte muestras de preocupación de sus seguidores y, por otra, de satisfacción y alegría de sus detractores.
Ratzinger, los casos de abusos sexuales y el Banco Ambrosiano
Si bien para la mayoría la dimisión causó asombro, no fue así para los círculos más cercanos de la curia y para las instancias de poder de la misma Iglesia. La figura de Benedicto XVI se había ido deteriorando y su prestigio cayó debido sobre todo a la falta de decisión y autoridad para enfrentar los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes en buena parte del mundo, pero en particular en Alemania y Estados Unidos. A ello se sumó el desmanejo de las finanzas vaticanas, con la mirada puesta particularmente en el funcionamiento del Banco Ambrosiano. Benedicto XVI nunca tomó medidas de fondo en ninguna de los sentidos a pesar de que desde adentro de la propia iglesia se venían reclamando decisiones estructurales de todo tipo que el Papa nunca llegó a concretar.
Quienes trabajaron junto a él admiten que reiteradamente expresaba preocupación por el funcionamiento deficiente de la cura romana, pero sus reformas fueron tímidas, apenas destinadas a internacionalizar la conducción de la Iglesia y a disminuir allí el peso de los italianos. Ningún cambio realmente de fondo.
Pero al mismo tiempo las críticas apuntaban al conservadurismo de Ratzinger, quien había sido el lugarteniente de la perspectiva restauradora de su antecesor en el pontificado, el polaco Karol Wojtyla hoy conocido como San Juan Pablo II por decisión de Francisco. En su pontificado Benedicto XVI dio continuidad a la misma línea conservadora de la que él había sido artífice actuando como Prefecto (ministro) de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) durante el gobierno eclesiástico de Wojtyla. Benedicto XVI no ocultaba su desconcierto y su fastidio por la secularización creciente de la sociedad, un síntoma que consideraba no solo perjudicial para la Iglesia, sino nocivo para la sociedad misma.
Teólogo de fuste, eurocéntrico y vaticanista
El papa emérito ahora fallecido fue sin duda un teólogo de fuste, lo cual queda en evidencia en su profusa producción académica. Solidez intelectual que también utilizó para combatir a la naciente y heterodoxa teología de la liberación surgida desde América Latina. Ratzinger fue el más encarnizado enemigo eclesiástico del teólogo brasileño Leonardo Boff, a quien condenó al silencio y le impidió enseñar en los seminarios, medida que adoptó siendo Prefecto de la Doctrina de la Fe. En cambio fue condescendiente con los ultraconservadores seguidores del obispo francés Marcel Lefebvre, a quienes autorizó a volver a celebrar misa en latín. También fue conservador en materia de moral sexual hasta para llegar a condenar el uso del preservativo.
Ratzinger siempre concibió a la Iglesia con mirada eurocéntrica y vaticanista y desde esa perspectiva pretendió solucionar los problemas con un enfoque meramente disciplinar y ortodoxo. A lo largo de toda su trayectoria eclesiástica –aún cuando en determinado momento su pensamiento intentó estar a tono con las reformas del Concilio Vaticano II- el papa ahora fallecido concibió una iglesia piramidal, clerical y romano céntrica. Con esta mirada ejerció también su gobierno pastoral.
No obstante se pondera su perspectiva ecuménica, que le permitió promover gestos de acercamiento hacia los musulmanes (a pesar de un traspié generado en 2006 por declaraciones suyas en una universidad alemana que provocaron malestar en el mundo mulsulmán) y judíos, y tomar iniciativas para reunificar el catolicismo aproximando a los ortodoxos rusos, a los griegos e incluso a los anglicanos. Se trata de una política retomada y profundizada por Jorge Bergoglio en su gestión.
El Papa ahora fallecido abandonó el trono de Pedro con la doble sensación de impotencia por no poder imponer su perspectiva, por una parte, y por la incapacidad de encontrar soluciones a los graves problemas que enfrentaba la Iglesia Católica bajo su mandato y que se expresaron en serios síntomas de crisis institucional.
En la Iglesia se le reconoce que, a pesar de las diferencias que Bergoglio impuso desde su llegada al pontificado, Benedicto se mantuvo respetuoso del nuevo Papa y sin interferir en las acciones de Francisco, un temor que había asaltado a muchos frente a la posibilidad de una conducción bicéfala. Tomar distancia, recluirse y llamarse a silencio fue una decisión de Ratzinger aún en contra de los grupos conservadores que quisieron empujarlo a hacer lo contrario e incluso a alentar la oposición a Francisco.