A veces es necesario (aunque indigesto) volver a las fuentes. Por ejemplo al diario La Nación, uno de los pilares de la actual coalición oficialista. Pilar y ariete, como se verá.

Su principal editorial del martes 18 de julio se titula “El derecho de propiedad y el caso PepsiCo”. Contiene una sarta de mentiras sobre los hechos, las dejamos de lado aquí, para abreviar y porque en PáginaI12 se viene informado seriamente sobre esas cuestiones.

La Tribuna de Doctrina se indigna ante un fallo de la Cámara Laboral que ordena reincorporar a algunos trabajadores de PepsiCo. La sentencia, afirma, vulnera el derecho de propiedad, que define de modo imperdible.  “Los derechos naturales fundamentales son anteriores a la creación del Estado. Son aquellos que posee todo ser humano por el solo hecho de haber nacido. Los más relevantes son el derecho a la vida y a la libertad, es decir, a elegir cada uno su propio camino siempre que respete el derecho de los demás. Les sigue el derecho de propiedad”. Sic. La cita parece larga pero no tiene desperdicio. Se consagra (o se persigue o se mociona) un “nuevo” orden legal. El derecho de propiedad precede, cualitativa y ordinalmente, a muchos otros. Al Estado mismo, se franquea la derecha autóctona.

No eran esos los principios de la Revolución Francesa, ocurrida hace más de dos siglos. Tampoco los de la Constitución Nacional de 1853 que consagraba una cantidad de derechos en rango de relativa paridad.

Para la Carta Magna, según jurisprudencia de la Corte Suprema constante durante décadas, la propiedad no es solo la titularidad de bienes, como propugna La Nación. Por el contrario  “comprende todos los intereses apreciables que un hombre puede poseer fuera de sí mismo, fuera de su vida y de su libertad. Todo derecho que tenga un valor reconocido como tal por la ley”. La sociedad, entonces, no es un conglomerado reducido de dueños  sino una comunidad de ciudadanos, propietarios o no de bienes materiales.

El artículo 14 bis fue incorporado a la Constitución en 1957. Incluye derechos específicos de los trabajadores, entre ellos el de huelga y la protección contra el despido arbitrario. Son su propiedad, bien entendida.

La llamada “función social de la propiedad” (que limita su ejercicio omnímodo) se fue expandiendo en el siglo pasado, fue reconocida en jurisprudencia y doctrina jurídica. En 1968 se incorporó al Código Civil. También el “abuso del derecho”: la ley no protege el ejercicio abusivo de los derechos, de ninguno. Estas instituciones fueron introducidas mediante una Reforma sancionada por una dictadura militar, que (aunque asesinó menos gente que la surgida en 1976) contaba con el apoyo de La Nación.

La Reforma constitucional de 1994 amplió la esfera de derechos humanos, considerando parte de su texto a los tratados internacionales. La Nación ignora esos avances. Tienta repetir cuánto atrasa respecto de la Constitución nacional, sus reformas, el Código Civil. ¿Dos siglos, sesenta años, cincuenta, veinte? Seamos cautos… por ahí nos equivocamos o enfocamos mal.

Tal vez su pretensión cabal sea más ambiciosa medida políticamente y más modesta si de tiempo se trata. Lo que procura es adelantar un año: sentar las bases de la reforma laboral que el gobierno está maquinando, que el establishment económico le pide y que la fraudulenta democracia  brasileña  acaba de establecer. Una norma que despoje a trabajadores y sindicatos de derechos básicos, que forman parte de las mejores tradiciones occidental y argentina.

Las corporaciones empresarias claman por una nueva versión de la “Ley Banelco”. Los esquivos inversores, explican sesudos gurúes económicos, no convalidarán “el costo argentino”. El ministro de Trabajo, Jorge Triaca (hijo) farfulla imprecisiones cuando se le pregunta sobre el tema. Hay que esperar, claro, a las elecciones, a una victoria sobre “el populismo”.

 El rumbo está fijado. La Nación se coloca a la vanguardia de la cruzada.

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El columnista Joaquín Morales Solá incurrió el domingo en un giro de lenguaje coherente con el medio en el que escribe. Dijo entonces (de nuevo, textual): “la Justicia ordenó que las fuerzas de seguridad desocuparan una planta de la multinacional Pepsico, tomada por un grupo minoritario de ex trabajadores conducidos por dirigentes de la izquierda dura”.

“Ex trabajadores” es un hallazgo, por ahí menos obvio que el editorial que reseñamos ¿Por qué causa serían “ex trabajadores” lxs empleadxs que fueron despedidxs?  En particular ¿por qué lo serían quienes consiguieron su reincorporación por una decisión de “la Justicia” que hasta hoy no ha sido revocada?

La hilacha ideológica se intenta disimular pero queda expuesta. Es la patronal la que define quién es trabajador, a su arbitrio, de prepo si es necesario.

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Los laburantes argentinos, con mejor lectura constitucional que el house organ de las dictaduras, reivindican para sí la condición de trabajadores, tengan o no conchabo. “Son” más allá de cómo “estén”. Viene de perillas la distinción entre los verbos “ser” y “estar”, que existe en el castellano y no en algunos otros idiomas.

La privación puede ser completa o parcial. Los incumplimientos empresarios generan la informalidad que despoja a los trabajadores de varios derechos: vacaciones, aguinaldo, indemnizaciones por despido, jubilaciones, coberturas sociales.

 Definirse -y exigir ser reconocidos como-  “trabajadores desocupados” o “de la economía popular” son conquistas arduas, meritorias y, claro está, insuficientes.

 Como fuera, el nombre es atributo de la cosa: los trabajadores de PepsiCo  no perdieron su condición de tales por la arbitrariedad patronal aunque se haya cercenado el ejercicio de sus derechos.

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El clasismo explícito se expande en la era de Cambiemos. La Nación lo exacerba practicando una suerte de marxismo involuntario.

La clase propietaria, propugna, es previa al sistema democrático, sus prerrogativas deberían ser intocables. La “derecha moderna”, envalentonada, es reaccionaria al mango. PepsiCo es, no más, un caso testigo.

 Por eso ni al diario ni a su columnista le preocupan si se cumplió el Procedimiento preventivo de crisis. Por eso no indagan cuántos laburantes firmaron transacciones (bajo presión) y cuántos se rehúsan. Por eso se ne fregan de su futuro.

 Las empresas deciden y los demás agachan la cabeza. He ahí la distopía liberal que trata de abrirse camino. No será sencillo aunque se cuenta con lo primero que es la voluntad. Que se concrete o no, dependerá (como es regla en los conflictos políticos y sociales) de la correlación de fuerzas.

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