Una nena de diez años no termina de entender por qué en su casa no simpatizan con las Malvinas, mientras en la escuela y en la televisión impera la euforia patriótica por la recuperación de las islas. “Ninguna guerra tiene sentido”, dice la madre y por eso han decidido que el hermano mayor se vaya a San Pablo, cuanto antes, para evitar que lo convoquen a pelear como un soldado más. En un departamento venido a menos en Colegiales, en la década del 80, hay un padre que es una especie de Remo Erdosain contemporáneo, un inventor que pronuncia palabras incomprensibles como protones, campos electromagnéticos y agua curativa, que algún día será “su invento mayúsculo” con el que intentará salvar a su esposa de la muerte por una esclerosis múltiple. Gabriela Mayer capta con una sutileza encomiable el extrañamiento de una niña frente al mundo de los adultos, esa incomodidad de la que emana la vergüenza ante un padre “distinto”, que no participa de las conversaciones y no parece interesarle las novedades cotidianas. En los cuentos de Sueños como cuchillos (Milena Caserola), la navaja afilada de la escritora se hunde en temas complejos como lo que se hereda (o no) de los padres, el misterio de una prima que no puede hablar o el precipicio negro que succiona la vida de una pareja.

Los cuentos de Mayer (Buenos Aires, 1971) son como llaves maestras que destraban la cerradura de lo inexpugnable: la embarazada que no tiene alternativa ante las intromisiones molestas de una vecina; el juego adictivo y peligroso de una automovilista indómita que esquiva autos (“entre mujeres jamás llegamos a las manos por un incidente de tránsito”); la degradación irremediable del amor; el tiempo de la espera y las conjeturas en una cita; el peso de un secreto; la orfandad materna (“de tanto extrañarla, me duele todo el cuerpo”) y la imposibilidad de asumir la viudez y la paternidad. Destrabar la cerradura implica avanzar un poco más, acaso iluminar una pequeña porción de lo indescifrable. La escritora, que publicó los libros de cuentos Los signos transparentes, Todas las persianas bajas, menos una y El pasado sabe esperar, obtuvo varios premios y menciones en diversos certámenes literarios; con su relato “El jueves del sillón” ganó el primer premio del XV Concurso Leopoldo Marechal en 2008. “La terraza” recibió el segundo premio del Concurso de Cuentos Victoria Ocampo 2015 “Nelly Arrieta de Blaquier”.

“Ahora están todos contentos” es uno de los mejores cuentos sobre la guerra de Malvinas, escrito desde la perspectiva de una nena de diez años, la hermana menor de un supuesto “desertor”. La narradora desnuda las tensiones que percibe en el ambiente de su casa, un nítido rechazo hacia el conflicto bélico, “como si vivieran en otro país, en otra realidad”. Y contrasta ese clima con el entusiasmo del maestro Palmieri, que grita en el patio escolar: “A estos malditos ingleses les sacamos las Malvinas”. Al margen de la preocupación familiar, en la escuela puede escribir una carta a los soldados que pelean en Malvinas y simular que ella está “contenta” frente a sus compañeras. “Mi hermano no formará parte de las tropas. No peleará en Malvinas contra los ingleses. No será un soldado heroico en las islas recuperadas. No recibirá donaciones ni cartas. En cambio, se va en un largo viaje a San Pablo. Viaje que puede convertirlo en eso, en un desertor”, plantea la hermana menor.

Sueños como cuchillos despliega 16 cuentos, organizados en dos partes: en la primera hay varias historias que condensan la fragilidad y desmoronamiento de la pareja (“Reptiles” y “La condena de Peter Krag”) o lo que pueden hacer dos mujeres en el límite entre la cordura y la locura (“Vecina” y “El esquive”). En la mayoría de los relatos de la segunda parte la ficción está tejida con el hilo de la mirada infantil, adolescente y la de una joven rumbo a la adultez. “El inventor del agua” puede leerse como la crónica de una orfandad anunciada. La aparición de una plaga de cucarachas coincide con la enfermedad y la muerte de la madre y anticipa la desintegración de esa familia. El padre, “el inventor”, como lo llama la narradora, se obsesiona con el agua curativa y se aísla cada vez más, ajeno a sus responsabilidades paternas. “Dos butacas” es una breve e intensa pincelada de la relación de una hija con ese padre de perfil “imperfecto”, que no se cansaba de decir que era judío y que toda la familia debió emigrar de Alemania durante el nazismo. El recuerdo de la primera y única vez que la llevó al cine a ver Carrozas de fuego se fue alejando, en la memoria de la protagonista, “como los atletas corriendo por la playa brumosa”. Los cuentos de Mayer son cuchillos afilados que logran subvertir la reticencia y hostilidad del mundo de los adultos.