¿Existirá el lector que señale con ojo atento libros reales o virtuales, que busque la perla escondida en una frase, un párrafo, un verso? ¿Estará dispuesto ese lector sobreviviente a hacer el balance de sus lecturas, llegado el final del año? ¿Es menester que se agregue una nota más, al uso del suplemento cultural de turno, con “los libros del año”?

El que pregunta no narra, me dijo una vez un profesor de literatura. Mejor sería darle cuerpo a esa brusca y quieta ceremonia del hombre frente al libro en un universo, el de la lectura, donde no existe el tiempo, ni mucho menos la moda, las novedades del mercado. El calendario enmarca solo los restos de un presente de escritura viva, a pesar de que algunos de los autores que recorremos ya no lo están. Su actualidad es el resultado de la apropiación y hasta del destello, por ejemplo, de un verso de “Ova Completa” (1) de Susana Thénon: “¿Por qué grita esa mujer?”. O bien, este otro: “Vos que leíste a Dante en fascículos…”. La ironía ya está inscripta en el título del libro, prosigue a lo largo del poemario y uno acepta de buena gana tomarse un poco en broma, pero hondamente, al “ahrte”.

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No sé cuándo ni cómo llegué a Bohumil Hrabal, pero sí sé que he leído, quizá en abril, el primer mes triste de cualquier año, “Una soledad demasiado ruidosa” (2). Se ha quedado conmigo, grabada como un mantra, esa frase que se repite a lo largo de la novela: “el cielo no es humano y un hombre que piensa tampoco lo es… porque va contra el sentido común".

Podemos hacer sociedades venturosas entre textos y urdir complicidades narrativas. De la estirpe de Hrabal, Joris-Karl Huysman, en “A contrapelo” (3) nos relega no ya a la soledad de un sótano, sino al encierro en una mansión de retiro cercana a París, y nos ofrece la dieta literaria de su personaje, Des Esseintes, además de las pinturas, los muebles y artefactos que manipula con la curiosidad de un último arqueólogo sobre la tierra. Todos los artificios de su casa solariega, reemplazan la realidad. Ni siquiera es preciso viajar, basta con llegar al puerto, tomar una copa, aspirar el aire del mar, comer un menú típicamente inglés, para hacer de cuenta que se ha cruzado el Canal de la Mancha, que se ha visto todo y preferir de nuevo el regreso al encierro.

Cosas así han de descubrir los lectores profesionales como Carlos Skliar en su libro “La inútil lectura” (4) cuando se pregunta acerca de la utilidad de leer en un tiempo donde medran las conveniencias. Por ese gozo de la lectura vicaria se llega a obtener -quizá como respuesta- lo pensado y debatido, rememorado a lo largo de una pandemia por el gusto de revisar notas que profesa Noé Jitrik en “Ensayos Sencillos” (5), y al relente (esa palabra que le robo) de los muchos años de estudio.

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Novelas y relatos sobreviven por el sabor de los detalles, en la traza perdurable de un personaje: el altísimo comisario Polo, allá por el año del boogie en Europa, después de la segunda guerra, buscando a un hombre que dan por muerto en un ambiente preciso hasta la miniatura, que la destreza narrativa de Justo Navarro despliega en “Bologna Boogie” (6); o el arte de David Lodge, una sencilla idea que encierra la esencia del teatro: “La sordera es cómica, así como la ceguera es trágica” (“La Vida en Sordina” 7).

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Acaso la mejor biografía de Roland Barthes fue escrita por Eric Marty, en “Barthes y el Oficio de escribir” (8) y, cosa extraña, nos vuelve a traer la presencia del amor en un siglo que lo exilió del todo luego del lento destierro en el siglo XX, en tanto ya no parece tener adhesiones en el mercado literario; Marty se consagra a comprender y actualizar -si vale decirlo así- la retórica del amor que escribió Barthes en “Fragmentos de un discurso amoroso”.

Después uno se enfrenta a octubre -el segundo mes triste de cualquier año- y el acontecimiento que celebra al libro y el lector llega a la ciudad del lapacho florecido y le ofrece una novedad. Pero resulta ser un poco más de lo mismo, esta vez adornado con gran banner de una Fundación (¿los fundadores del libro?) que se justifica con la estadística. El lector camina un poco “arto” (sin la hache que le conferiría prestigio de saciedad al término) de los egos y de las capillas, recorre los estrechos pasillos de la feria bastante desencantado, hasta que cree encontrar una pieza que justifica la visita. Se trata de un librito amable y pequeño que publicó Sebastián Riestra. Allí encuentra una de las mejores páginas de la literatura rosarina. Lo cree a pie juntillas, lo cree con lágrimas en los ojos, lo siente en la concordancia del calendario y la tristeza, porque esa página maravillosa habla del lugar que uno quisiera sentir perdido y extraño en caso de ausencia, una de las tantas ciudades de Rosario que evoca Facundo Marull en Triste, de “La ciudad en sábado” (9).

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Para poder poner fin a este glosario de lecturas, no tiene que haber un final. Dejar de leer es insostenible. Tampoco cronologías ni residencias, ya que leer es percibir el tiempo en el que se hicieron todas las cosas, medir las emociones que nos reconcilian con la vida: el establecimiento del lenguaje de la infancia y la obsesión por lo que heredamos de nuestros mayores. Es también una música con la que se busca el reino perdido o a punto siempre de hallarse y volverse a perder.

 

Viaje, al fin, de goce y desasosiego que nos regala “Bélgica” (10) de Chantal Maillard en las líneas que transcribo para cerrar estas notas: “Después de mucho dudarlo, finalmente acepté la herencia. Al fin y al cabo, era mi historia, y la única prueba que me quedaba de haberla tenido".