Se inició el juicio por el crimen de Fernando Báez Sosa, el joven de 18 años asesinado a golpes en la madrugada del sábado 18 de enero de 2020, en Villa Gesell. A los ocho rugbiers implicados -detenidos e imputados por el delito de “homicidio doblemente agravado por alevosía”- se les pide la pena máxima de prisión perpetua.
Vivimos en una permanente banalización de la violencia. Esa banalización adquiere su dimensión más inmediata y fulminante en unas de sus pulsiones: la pulsión de matar. No penséis que el mal y su banalidad se oculta en criaturas “extraordinarias”. El mal, hasta el más infame, se puede cobijar en la estructura física y mental de un ser banal y normal.
Este es un crimen producido por machos “normales”, o sea banales, matones de casta, desatados, agresivos, con la cultura del “falo” en los puños y el cerebro lleno de testosterona neolítica. Esa cultura gris donde se extingue todo residuo de piedad hacia el otro, y la figura humana deja de conmover. Un soporte inestimable para una opresión concreta, de poder y sumisión, derivados de una estructura social jerárquicamente explotadora.
En ocasiones, esa banalización se apodera íntegramente del Estado. Todo Estado se puede convertir en una máquina inquietante de banalizar la violencia y la muerte. Francisco Franco firmaba penas de muerte mientras tomaba el café de sobremesa con su señora y sus ministros. Jorge Rafael Videla, ese individuo banal e irremediablemente normal, se estremecía de éxtasis ante un gol mundialista mientras a sus espaldas miles de almas deambulaban por las aguas de un río pardo, ensangrentado y sombrío. El nazismo no hubiera prosperado sin ese antisemitismo social tan normal y banalizado de la época. Para que la cultura de la deshumanización del otro se legitime es necesario colocar a las personas contra las personas, inferiorizar para dominar, banalizar la muerte, la violencia y sus exacerbaciones.
Netflix inunda el mercado de la modernidad con una lluvia fina, penetrante, de documentales de asesinatos en vivo, donde visto uno banalizados todos. Los pistoleros Espert y Milei juegan a indios y vaqueros delante de las pantallas cuando sabemos que las armas de fuego (el cuchillo necesita del contacto) están hechas para banalizar la muerte. Las armas drónicas, utilizadas por Trump, aún más. Se mata a distancia. Se separa a la víctima del verdugo. Se deja menos huella de conciencia. Es la banalización suprema de la muerte gracias a la tecnología. Y entonces pasa lo que pasa. Y lo que pasa es que la pulsión de golpear, de insultar, de violentar, de matar, se tiene muy al alcance de la mano.
La civilización se basa en la palabra. Pero la convivencia, esencia de la civilización, se basa en el silencio. Se habla poco de la banalización de la violencia y de la muerte. Se habla más del derecho a la identidad, un término, que como la libertad o la justicia, define un anhelo abstracto más que una realidad. Una determinada ideología -muy en línea con la banalización de la violencia y de la muerte- insiste en que las identidades distintas son enemigas. “La identidad es el fundamento principal de la confrontación de nuestro tiempo. Todo lo que nos identifica esta siendo atacado”, expresaba hace unos meses, la líder de extrema derecha y primera ministra italiana, Giorgia Meloni. Uno, lo único que ve, es gente distinta, que piensa distinto. Determinadas identidades se sienten amenazadas, y sentirse amenazado es una sensación muy personal. Uno de los rugbiers detenido expresó que se sintió así, “amenazado”, como Meloni. Lo dicho, una sensación muy personal, un tanto normal, un tanto banal.
(*) Exjugador de Vélez, clubes de España, y campeón del Mundo Tokio 1979