No hay historia más contada que la de dos amantes que deben tomar distancia por un evento de fuerza mayor. Pero, si algo distingue a Nuestras esposas bajo el mar de otras lecturas de verano es que esa clase de sufrimiento mil veces visitado por la literatura y el cine se siente original en la pluma de Julia Armfield.
La autora inglesa -que debuta en el género con esta novela que cruza una especie bitácora de vida submarina, con suspenso y un romance (o mejor dicho, su fin) entre dos mujeres jóvenes- pone muy bien en juego un método completamente calculador de administrar la información: pequeñas dosis que crecen exponencialmente. Y casi que disfruta de dejar que solo muy gradualmente nos demos cuenta de lo poco que sabemos sobre lo que está pasando.
Leah es bióloga marina, trabaja para un centro de investigaciones sobre flora y fauna marina, y acaba de volver de un trabajo de campo donde todo salió mal. Se suponía que ella y los otros dos tripulantes iban a pasar tres semanas en un submarino, pero perdieron comunicación con la base durante seis meses. La novela empieza durante los primeros días del regreso de Leah a tierra firme. Está de vuelta en su casa con su esposa, pero ya no es la misma y apenas habla de lo que pasó allá abajo.
Los capítulos son narrados alternativamente por una y la otra, un modo de dejar en evidencia cómo se volvieron paralelas dos vidas que hasta antes del accidente estaban entrelazadas.
Donde viven los monstruos
Todo lo que describe Miri transcurre casi por completo en el departamento que comparten. Habla de cómo cuida a esta de pronto desconocida, que es su esposa. Alterna con flashbacks sobre los meses de incertidumbre después de la misión, y otros recuerdos de la época en la que todavía no vivían juntas y los de los primeros años de convivencia. Recuerda bares, cines, viajes, pero desde que Leah volvió del accidente casi no salen del departamento, y hacia el final de la historia ni siquiera salen del baño.
Pero el gancho acá, o el diferencial, es lo supranatural bien administrado. A medida que avanzan los capítulos nos vamos enterando de nuevos síntomas que se manifiestan en Leah desde que volvió. Indicios que hacen sospechar que lo que le pasa es un poco más que estrés postraumático. Un sangrado permanente en las encías, una luminiscencia plateada en la piel, líquidos que se escapan por orificios inesperados y una necesidad cada vez mayor de pasar horas en la bañera, al punto de volver impagable la factura de agua. Incluso pierde un ojo sin manifestar ningún dolor. Con todos estos elementos, Nuestras esposas bajo el mar va virando de cuento de amor a cuento de Lovecraft.
Emociones profundas
Así como Leah deja en el baño capas de piel, Miri -cuya voz guía la narración apenas un poco más que la de su compañera- deja comentarios sobre la forma en la que cree que su pareja se diferencia de las parejas heterosexuales. Formas específicas de atravesar conflictos y rutinas. “En los primeros días mis amigos me decían que éramos parecidas (...). Tenía la impresión de que esa similitud que percibían entre Leah y yo tenía más que ver con el hecho de que las dos fuéramos mujeres que con cualquier otra cosa real”, recuerda Miri en un momento.
Y en otro: “Nunca habíamos sido peleadoras demasiado comprometidas: un par de arañazos y después nos aburríamos, nos aplacábamos demasiado pronto y nos reconocíamos en falta. El problema de las relaciones entre mujeres es que ninguna de las dos es automáticamente la que está equivocada, lo cual, para ser franca, hace menos divertida la discusión”.
Pero quizás lo más interesante sobre las preguntas que pueden aparecer en Nuestras esposas bajo el mar sobre las narrativas lgbti de hoy (lo contemporáneo viene al caso porque Armfield nació en 1990) es que no hay un descubrimiento de la identidad sexual, un coming of age lésbico, ni nada comparable. Sí hay menciones sobre los efectos de la heterosexualidad obligatoria -esa presunción de que a todxs nos gusta lo mismo- en sus vidas. Pero nada de eso es un problema para ellas, sino más bien algo con lo que lidian los demás. Amigos, compañeros de trabajo y hasta desconocidos hacen preguntas con mala puntería o sacan conclusiones que nadie les pidió, mal aconsejados por la búsqueda de la corrección política o por su propia incomodidad.
Dos que se hunden
Por suerte Armfield esquiva hablar del agua y el mar como rituales de pasaje hacia lo queer o de traspaso a una nueva etapa (imágenes recurrentes en literatura y películas lgbti de estos últimos años: cruzar un río para llegar a otro lado, sumergirse en una especie de bautismo para ser realmente unx, etc).
A Armfield le gusta hablar del mar como una dualidad: una dimensión desconocida, oscura y peligrosa, y también un lugar donde sentirse en libertad. Un péndulo entre hundirse y salir a flote. El mar es de temer, pero también es donde se desea estar, como el amor y el pánico al amor, como las ganas que tiene Miri de aferrarse a lo que tenían y las de pasar de página de una vez.
Seguramente lo más original de la novela sea cómo se las arregla apenas con una pizca de ciencia ficción, que no llega a terror. Lo fantástico es una mancha que crece a medida que avanza la tranformación de Leah y la rareza de la situación en la que están.
Si hay algo que hace de esta novela una historia tremendamente triste es que casi desde el inicio sabemos que ninguna de las dos va a volver a ser la que era. Pero si hay algo que hace de esta novela algo profundamente esperanzador es que muestra cómo atravesar la metamorfosis para pasar a otro estado, irse del mundo compartido, es difícil pero no necesariamente significa convertirse en monstruo.