Dominar la pelota, burbuja escurridiza. Un pedazo de aire envuelto que se mueve, rebota o se pierde de repente, como a los seres amados.

Los futbolistas la estudian durante años y entrenan para entender sus caprichos y tendencias, así como los científicos pasamos años estudiando la estructura, los ángulos, las fuerzas de interacción entre los dominios de una proteína.

Lo que me asombra es que en el fútbol todo lo aprendido se demuestra en vivo, ante el mundo entero, ante los ojos de los amigos, las novias, y los viejos. No hay posibilidad de repetir el partido, de hacer duplicados ni estadísticas para llegar al resultado. No hay rondas de revisión por expertos ni reconsideraciones.

Saben que el azar y algo ajeno a sus intenciones y su condición física controla el resultado, por eso se persignan. Tienen un Dios que los ayuda a entenderse sin palabras, a tener el coraje de patear un penal en tensión límite.

Nada más verosímil que ese momento, cuando se gana o se pierde en tiempo real.

El partido es como una lucha sin armas, que se gana con ingenio, huesos, fiereza y sensibilidad. Una metáfora en la que se reviven peleas pasadas y rencores presentes, el deseo de vengar injusticias entre países y la posibilidad de ganar. Y de festejar.

Millones de personas en la calle vibrando en frecuencias superponibles y constructivas. Un fenómeno energético que sólo se puede sentir estando ahí.

Tan universal como el código genético o las interacciones moleculares que regulan el mundo biológico. Pero además de universal, el fútbol es un invento cultural primitivo de hombres enamorados de la magia de la pelota, de su impredecibilidad y de quienes logran dominarla. Para ganar y poder festejar.

Para algunos, seguirá siendo la posibilidad de recuperar instintos abandonados, para otros es nada menos que alcanzar la gloria, el éxtasis, en tiempo real.

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