Los festejos por el campeonato mundial de fútbol son un hecho extraordinario, quién puede dudarlo; nunca se habían reunido cinco millones de personas exultantes, celebrando a un grupo de pibes que habían hecho su trabajo muy bien.
Pero los argentinos conocen de antes el oficio de hinchada entusiasta. Leyendo el libro de Enzo Luna El capitán Espora me sorprende la noticia de que la costa de nuestro Río de la Plata fue una especie de coliseo romano, donde la escasa flota del almirante Brown se batió a bombazo limpio contra 30 naves del imperio de Brasil, que amenazaban con bombardear Buenos Aires. Desde las azoteas y campanarios de la costa los habitantes miraban con inquietud los desplazamientos de una fragata, tres corbetas, cinco bergantines, doce goletas y nueve cañoneras. Se acercaban a “Los pozos”, unas depresiones naturales del río cercanas al fondeadero de la flota republicana. Era el 11 de junio de 1826. Brown y sus oficiales (entre ellos Espora, Rosales –que había regresado prontamente de una misión a Montevideo- y Francisco Seguí) salieron a su encuentro.
102 cañones y 850 patriotas debían enfrentar a 266, de mayor calibre y a 2.350 enemigos, respectivamente, con ganas de quedarse a vivir en Buenos Aires. El presidente Rivadavia, el comandante Zapiola, Benito Goyena y Balcarce opinaron, desde la prolijidad de sus escritorios, que la desproporción en las fuerzas era demasiada; por señales le ordenan al irlandés que incendie la flota propia. Brown desobedece y forma un arco con las naves (una fragata, tres bergantines y seis cañoneras) en cuyo extremo norte se vislumbra la iglesia de la Recoleta. Desde una cañonera y con una bocina alienta a los argentinos con una proclama que termina con las palabras: “Confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la patria. Fuego rasante, el pueblo nos contempla”, ordena a los comandantes de la flota por telégrafo de señales.
Y 12.000 personas aunaron sus gritos de aliento desde la costa, volaron sombreros y pañuelos. Ellos y hasta el enemigo endiosaban a Brown, enorme estratega naval pero, sobretodo, un valiente. En esa época tiene 49 años.
Los disparos de los cañones llenaron de humo negro la zona del combate, la gente de las azoteas ya no pudo saber quién se imponía a quién, el estruendo era ensordecedor, caían los mástiles quebrantados por bombas encadenadas, la mayoría de las velas eran inútiles y agujereados paños, las cubiertas del bando brasilero se poblaban de cadáveres o sus restos.
El río sufre una pronunciada bajante y a las 16.20 la flota brasileña empieza a alejarse. El júbilo en la costa es indescriptible, también la preocupación de esposas, hermanos y amigos por la suerte de sus héroes queridos. La gente se precipita al agua fría y marrón. El vecino John Billinghurst, famoso por su corpulencia, se acerca con su carro a la embarcación que trae de regreso a Brown, lo levanta como a un muñeco y lo sienta en el precario carruaje. Ya cerca de la orilla, desengancha los caballos y él mismo hace el trabajo de las bestias. Entre cantos y vítores, el irlandés es llevado en andas hasta el fuerte. Le transmite al presidente que las bajas han sido pocas pero que habrá que reparar la flota. Por el relato de Luna me entero que, esa misma noche, Brown va al teatro con su esposa. Me resulta increíble la vida de esta gente, que puede pasar, casi sin transición, de un combate feroz donde su vida ha peligrado, a la delectación burguesa del arte.
Los franceses Juan Douville y el pintor Lainé agotan el stock de 2.000 litografías de Brown, que se venden en la calle de La Piedad. Las comparaciones con nuestro último festejo son inevitables.
Es bueno saber por qué esa calle detrás del Congreso se llama Combate de los Pozos.