Llegó otra temporada estival, tiempo de sol rajante y de playas atestadas, donde arrimarse al mar para refrescarse un cachito obliga a ensayar habilidades ninjas en pos de esquivar sombrillas, sillas plegables, palas y baldecitos, castillos de arena, conservadoras plásticas, por citar parte de la utilería típicamente veraniega que se va desplegando por estas fechas. Así las cosas, se esté en la costa, junto a una menos concurrida piscina o en la pelopincho, hay maneras de no escatimar en estilo al momento de elegir la prenda estrella de la época; o sea, el traje de baño.
Capitales europeas de la moda como París y Roma ya daban pistas durante sus respectivos veranos sobre qué tendencias se acabarían imponiendo también en estas latitudes, cuando la ocasión (el calor) se presentase, destacando que lo que más se lleva es una confiable, confortable conocida: la malla enteriza, que habría destronado temporalmente al bikini. Eso sí, se recomienda enfáticamente sumarle accesorios; un cinturón o unas cadenas metálicas (previamente barnizadas, no vaya a ser cosa que se oxiden).
Parece ser que, al igual que en el prêt-à-porter, donde los vestidos con aberturas siempre están en el apogeo de su popularidad, se han acentuado los recortes en bañadores, algunos un poquito extremos; entre los más recurridos, el cut-out a los costados de la cintura, creando una silueta de reloj de arena. Los volados también están pasando un gran momento, ideales para sumar volumen y jugar con proporciones y equilibrios. Pero lo que pisa fuerte es, en general, la asimetría, por caso, las piezas superiores con un solo tirante, dejando un hombro al descubierto.
Se habla además de una fiebre que va ganando temperatura: la moda barbiecore (¿anticipo de que el venidero film sobre la muñeca más famosa, dirigido por Greta Gerwig, será un suceso?), que refiere al sostenido clamor por un rosa shocking digno de Elsa Schiaparelli. Es una alternativa que convive con otras, todo sea dicho; lo importante es recurrir a colores saturados, que tampoco van en desmedro de distintos motivos gráficos, incluidos los psicodélicos, los floreados, los rayados...
En Gran Canaria Swim Week, evento que meses atrás reunió a diseñadores/as top de la moda de baño de distintas partes del globo, tal cual es su costumbre desde hace más de 20 años, también tuvo lugar destacado el talle alto estilo años 50s, tan alto en algunos bikinis que el ombligo llegó a brillar por su ausencia. También recorrieron la pasarela tejidos de distinta guisa, en muchos casos, con un efecto arrugado o acanalado, además de lo previamente citado…
De todo como en botica, en resumidas cuentas, a la hora de elegir con qué modelos zambullirse al mar o a la pileta, aunque gurúes recomienden enfáticamente tener un as bajo la manga, tan sobrio y atemporal como el célebre little black dress que, con su natural elegancia, se amolda a cualquier circunstancia: un clásico traje de baño negro, ya sea en una o en dos piezas, que a diferencia de sus homólogos estampados, tiene el mérito de combinar con cualquier pareo, bermuda, pollera, falda mini con transparencias, sombrero y, en situación urbana, chaqueta. Y es que, aún siendo el símbolo de las vacaciones por excelencia, el bañador está tan presente que ya no es raro ver a celebrities -como Kim Kardashian o Hailey Bieber- pasear por ciudades luciéndolo bajo un top transparente, una remera oversized, vaqueros, etcétera.
“Durante mucho tiempo, la ropa de baño fue un nicho de negocio reservado a marcas especializadas. Hoy en día, la mayoría de las firmas prêt-à-porter ofrecen una línea de mallas cada temporada”, advertía recientemente el rotativo Le Figaro, destacando que, más que salir a flote tras la crisis sanitaria, el mercado creció con bríos, y seguiría avanzando a brazada certera en los años siguientes por Europa, Estados Unidos, China…
Lo que observaba con especial interés el citado diario es la ola sostenible a la que esta prenda se ha subido: “Confeccionados con tejidos ecológicos o reciclados en talleres locales y, en ocasiones, incluso equipados con filtros SPF integrados, cada vez más trajes de baño compiten en ingenio para imaginar modelos eco-responsables, combinando ética y estilo”. El material estrella, precisa, es el econyl: una tela de poliamida reciclada a partir de redes de pesca y retazos de otras telas distintas, que además de dar por resultado bañadores cómodos y resistentes, contribuye a reducir el volumen de desechos plásticos en los océanos. Un granito de arena necesario, visto y considerando que la moda está -como bien se sabe- en nefasto podio: el de las industrias más contaminantes del planeta.
Con todo lo dicho, salta a la vista que el mercado está tan diversificado que existen suficientes opciones para satisfacer prácticamente cualquier gusto, pero ¿cómo llegamos a la malla moderna cuando, durante siglos, la modestia forzada fue el imperativo? Con el advenimiento del bañador, surge además curiosa contradicción: aunque, desde sus orígenes, ha sido símbolo de liberación femenina, casi en simultáneo empezó a encarnar los mandatos de una belleza seriada cada vez más exigente, la hipersexualización, la cosificación. Así lo explica la historiadora especializada en moda Audrey Millet en un libro que salió en Francia meses atrás, Les Dessous du maillot de bain, donde recuerda que los primeros modelos, de fines del siglo XIX, principios del XX, distan de las opciones hoy conocidas. Básicamente, se trataba entonces de usar “una camisa de manga larga y pantalones largos de lana que, de tan pesados, dificultaban moverse en el agua”.
Claro que, como señala el medio español ABC, antes de llegar a esa instancia, hubo que superar cierto estigma social arrastrado del Medioevo: el temor al agua, la creencia de que podía afectar a la salud malamente. Es entre los siglos XVIII y XIX cuando se extiende la tesis de que, en realidad, el mar es beneficioso para tratar variedad de males, desde artritis hasta dolores variopintos. Entonces, para aliviar sus achaques, lentamente la aristocracia empieza a arrimarse a la playa, aunque al momento de bañarse, lo hace completamente vestida. Y toma recaudos para no broncearse, símbolo de trabajo en el campo, “impropio” para bañistas copetudos que, así, bajo prescripción médica, siguen las recomendaciones de, por ejemplo, la guía Reglas para tomar con provecho los baños de mar (Barcelona, 1877), donde se pormenoriza cuántas olas recibir, con qué postura encararlas según la enfermedad, en qué momento del día…
Un momento clave, por cierto, en la historia de la malla femenina la protagonizó la nadadora Annette Kellerman en 1907, cuando salió de las aguas de Revere Beach, en Boston, vistiendo un traje entallado, de una sola pieza, que dejaba al descubierto sus brazos y (parte de) sus piernas. El modelito causó tal escándalo que la lady -que sumaba ya varios récords mundiales en natación femenina- tuvo que rendirle cuentas a la Justicia, que la increpó por indecencia. Decoro significaba sumergirse (e intentar no ahogarse) en pesadas vestimentas que cubrían del cuello a los pies, un look que difícilmente hubiera permitido a la sirena Kellerman (más tarde, estrella de vaudeville, mujer de negocios, protagonista de uno de los primeros desnudos del cine) sobresalir en el deporte acuático.
Ya entre 1910s y 1920s, las familias marchan hacia la arena y la moda del bronceado se impone; según Millet, “la costa se convierte en algo más que un laboratorio fashion: promueve las libertades individuales. El cuerpo femenino emerge de su invisibilización. Encerrado, oculto, tapado, silenciado durante siglos, ahora se manifiesta en su verdadera silueta”. El traje enterizo va ampliando el escote, dejando ver los muslos. Pero, claro, siempre está la letra chica amargándonos el día… Con el recientemente internacionalizado sistema métrico que servía para tomar medidas de pechos, caderas, etcétera, y una industria cosmética en rápido desarrollo, el cuerpo femenino relativamente liberado enfrentaba nuevas cadenas: el imperativo de despojarse de sus “imperfecciones”, algo que eventualmente se traduciría en glúteos tonificados, cintura delgada, piel sin estrías…
“Los trajes de baño desarrollan juegos de costuras, pinzas y elásticos para resaltar mejor la cintura, achatar el vientre y levantar el pecho. Luego hay que mencionar la llegada de nuevos materiales, en particular el Lástex, en 1931, elástico que enfundaba sin estorbar. Le seguirá el famoso lycra…”, cuenta la especialista, deteniéndose especialmente en una prenda revolucionaria: el bikini, que recién haría su ingreso triunfal después de la Segunda Guerra Mundial, tiempos festivos donde la gente quería celebrar por todo lo alto la vida. Aunque sin mostrar aún el ombligo porque “recordaba al cordón umbilical, y la maternidad no podía salir de los confines del hogar”.
Dicho lo dicho, es a partir de los años 60 cuando el bikini verdaderamente se democratiza, “en concordancia con la liberación sexual, la llegada de la píldora, la legalización del aborto en varios países, la posibilidad de que las mujeres ¡dispongan de su dinero y tengan una cuenta bancaria!”. El problema es que, mientras los modelos se achican, crece la demanda de que los cuerpos de las mujeres se vuelvan pura fibra, en especial a partir de los 80s, con el auge del fitness y los deportes intramuros. Algo que hoy, por fortuna, cada vez pesa menos, como demuestra la variedad de bañadores que se adapta a las más diversas morfologías, para que nadie deje de presumir de los derechos conquistados que trae consigo el mero gesto de ponerse la malla.