El lunes siguiente a la Navidad, y en el que el país entero continuaba de festejos por la obtención de la tan ansiada Copa del Mundo de fútbol, un niño más era golpeado hasta la muerte, presuntamente por quienes serían su madre y el concubino de esta.

Renzo, tal era su nombre, tenía apenas cuatro años, y en la fotografía difundida por los medios de comunicación lucía una sonrisa fresca y plena.

Su madre lo había llevado al hospital con evidentes traumatismos en su cabeza y en su cuerpo, aduciendo que el niño se había caído en la bañera, mientras ella cuidaba de otro de sus hijos más pequeños.

Sin embargo, el examen forense practicado sobre el cuerpo del niño arrojó resultados que reflejan que Renzo murió como consecuencia de los múltiples golpes y lesiones que presentaba.

Tras el hecho, la familia del padre del niño reclamó airadamente que los responsables de su muerte reciban el mayor de los castigos previstos por la ley. Su abuela paterna y sus tías contaron que hacía tiempo que el padre de Renzo no podía tener contacto con él por impedimentos que ponía la madre, y que habían hecho varias presentaciones ante la justicia por este motivo.

También comentaron que de la institución escolar a la que concurría el niño habían citado a la madre porque habían observado que el niño presentaba hematomas reiteradamente.

No es, lamentablemente, el primer caso de un niño que acaba siendo asesinado por su familia, y de cuyo maltrato eran conocedores distintos actores de la sociedad.

Familia ampliada, docentes, vecinos, funcionarios judiciales, en muchas ocasiones llegan a tener contacto con la situación de violencia de la que el niño es objeto, y sin embargo, no se actúa con la responsabilidad, celeridad, pericia y contundencia como para impedir estos horrendos padecimientos y el desenlace mortal.

¿Qué motiva estas tibias respuestas? ¿Qué es lo que no permite dimensionar la gravedad de los hechos que están ocurriendo?

Cuando se toma conocimiento de las lesiones que este niño, y tantos otros (conocimos también el caso de Lucio, por cuya muerte están siendo juzgadas su madre y la pareja de ésta) presentaban, es imposible admitir que nadie del entorno familiar, vecinos, amigos, etc, haya percibido el tormento al que los niños eran sometidos.

Sin embargo, pocas son las acciones llevadas a cabo para protegerlos.

¿Acaso es tal la idealización de la figura materna, que impide aceptar que una madre pueda golpear a su niño hasta la muerte?

¿Acaso es tal el horror que la castración en la madre produce, que frente a una madre en falta esquivamos la mirada?

¿Acaso un niño no es tomado como sujeto de derecho, y sobre él se trasladan las culpas y se justifica su castigo?

¿Será que se sostiene la creencia de que los niños “pertenecen” a sus padres y eso los dota del poder de hacer con sus hijos “lo que quieren”?

En paralelo a la reivindicación de los derechos de las mujeres, a su protección contra la violencia, a la redacción de leyes que las amparan, no se observa la misma preocupación por el estado de las niñeces.

Si una mujer es maltratada en la vía pública, de inmediato, afortunadamente, habrá alguien que interceda para detener al agresor. No ocurre lo mismo cuando vemos a un padre o a una madre zamarrear, gritarle o “darle un chirlo” a un niño.

Asumimos pasivamente que los padres tienen derecho a aplicar “correctivos” sobre los niños, y dejamos que ejerzan distintos tipos de violencia sin intervenir.

Subestimamos el efecto que las palabras, las miradas, los gestos y los golpes tienen sobre los niños.

Permanecemos en una escandalosa inacción, mientras somos testigos de distintos grados de sufrimiento en pequeños que no tienen recurso defensivo alguno que los sustraiga del dolor.

Cada niño que muere como consecuencia de la violencia ejercida por sus familiares cercanos nos interpela respecto a nuestro compromiso con la protección de las niñeces. Nos enfrenta y nos confronta con la liviandad con la que en distintos ámbitos nos posicionamos frente al maltrato infantil.

Debemos recordar que si además tomamos conocimiento de los hechos en el ejercicio de nuestra profesión (docentes, médicos, psicólogos, trabajadores sociales, funcionarios públicos, abogados, jueces, etc.) la aplicación o gestión de acciones urgentes de protección no sólo es una obligación, sino que su omisión constituye un grave delito.

Renzo, Lucio y tantos otros niños nos duelen a todos cuando la tragedia los alcanza.

Es imprescindible que la violencia contra los niños provoque la misma respuesta condenatoria, desde el primer indicio, sospecha o prueba del maltrato, y se actúe de inmediato, asumiendo la responsabilidad que a cada uno de nosotros nos corresponde frente a un chiquito en riesgo de vulneración de sus derechos.

Andrea Edith Homene es psicoanalista.