Cuando era chica y vivía en España, mi programa infantil favorito era La Bola de Cristal. Lo daban los sábados a la mañana y tenía una primera sección protagonizada por unos muñecos llamados “los electroduendes”, que tenían como enemiga a la Bruja Avería, que gritaba eufórica: “¡Viva el mal, viva el capital!”. Otra sección dedicada a la Historia la conducía Alaska, una chica de rastas de colores y maquillaje saturado que también cantaba la canción del programa. Alaska, cuyo nombre real es Olvido Gara, era parte de Alaska y Dinarama, una banda de pop rock que sonaba en todos lados. Yo todavía no sabía qué era la movida española, pero me paralizaba frente al televisor cada vez que tocaban en algún programa nocturno, como Ahí te quiero ver y Tocata. Me fascinaba verla, con su melena enorme, su maquillaje y su ropa moderna, llena de collares y pulseras, bailando y cantando con una motosierra en la mano sus hits de 1986: “A quién le importa” y “La funcionaria asesina”. Era hipnótica. A veces la banda tocaba en La Bola… y también tocaban otras bandas que hacían música con guitarras y teclados. Un día mi mamá me dijo que no podía ver más La Bola… porque los electroduendes eran unos muñecos espantosos, solo me dejaba ver la parte en que pasaban viejas series americanas en blanco y negro, como La familia Monster. Cuando terminaba la serie, si mi mamá estaba distraída yo aprovechaba y me quedaba viendo las secciones posteriores con notas sobre política y actualidad para jóvenes.

Al año siguiente, para la fiesta de Carnaval de mi colegio me vestí de Alaska. Me puse una mini de jean y un suéter violeta extralarge al que le había puesto pins en un hombro; tenía una medias largas azul eléctrico y unas botitas de cuero marrones. Mi mamá me ató el pelo con una colita al costado y le pedí que me lo pintara con los sprays rosa y verde que habíamos comprado en la sección de disfraces de El Corte Inglés. Me pintó los párpados con sombra y con colorete me dibujó unas franjas en los cachetes, pero no me dejó pintarme los labios. Completé el look con unos aros plateados de forma triangular y una muñequera de cuero. Encontré fotos mías disfrazada de hawaiana y de Barbie princesa, pero no hay registro de mi disfraz de ese año.

Cuando volvimos a Buenos Aires, desapareció todo el mundo musical que había cultivado en España y Alaska pasó a ser solo el recuerdo de una vida pasada. Me adapté a los consumos infantiles locales: me hice fan de la tele y de Flavia Palmiero. Después de Xuxa. A los 12, de Luis Miguel. Al poco tiempo nos fuimos a vivir a Estados Unidos. A los 15 tuve un novio que tocaba la guitarra en una banda de heavy metal. Un día fui a un ensayo, en el sótano de una casa, y sentí por primera vez el sonido de una guitarra eléctrica en vivo. Algo se abrió en mí. Le pedí al bajista, que era amigo, que me prestara discos para empezar a gustar del rock. Apenas pude con Metallica y Megadeth, pero me rendí por completo ante Ramones Mania. Me enamoré del ruido, y pronto me hice fan de Smashing Pumpkins. Y de Hole, y de todas las bandas de chicas que se me cruzaban. ¿Qué lleva a una persona a convertirse en fan?, me preguntaba. ¿Por qué yo tendía al fanatismo y mis amigas no? ¿De qué estaban hechos los fans? ¿Eran, como yo, todos hijos únicos buscando refugio en la cultura pop?

De vuelta en Argentina, y ya mediando mis veintes, una noche mi amigo Federico trajo a una previa en mi casa un CD. Entre las canciones sonó un cover de “Mi gran noche”, de Raphael, y algo en la voz de quien cantaba me resonó: “¿Esto qué es?”. “Fangoria”, me dijo Fede. “Me hace acordar a Alaska, una cantante española que me gustaba de chica,” le contesté. “¡Es ella! Esta es su banda actual. La amo, tengo todos sus discos en .mp3”, me dijo, y en ese momento sentí cómo se abrían algunas puertas cerradas de mi corazón.

Las siguientes semanas repasé en el WinAmp la discografía completa de Alaska con todas sus formaciones. Fue mientras escuchaba Deseo Carnal (1984) que apareció la intro de guitarra que nunca más se fue de mis oídos. Todo lo que sonaba segundo a segundo me atrapaba: violines; suspiros; la historia de alguien que se cansó de esperar, que va a sobrevivir; un in crescendo que explota en un estribillo que proclama que ni tú ni nadie puede cambiarme. Tenía hasta campanas, como en una canción de Phil Spector. No podía parar de escucharla, tenía todos los elementos que excitaban mi condición de fanática, una fórmula perfecta. Si “A quién le importa” era el himno de la banda, “Ni tú ni nadie” iba a ser mi oración diaria.

En 2009 Fangoria vino a Buenos Aires a presentar su disco Absolutamente. El día del show le propuse a Fede que pidiéramos un deseo: qué canción de la etapa de Dinarama queríamos que tocaran sí o sí. Los dos dijimos: “Ni tú ni nadie”. Como segunda opción, pedí “El rey del glam”. Fueron las dos únicas canciones de los ochenta que tocaron, además del himno. Cantamos y bailamos extasiados. Alaska también hizo un DJ set en Niceto y cuando terminó la noche nos quedamos esperándola afuera. Ya estaba amaneciendo cuando salió, y antes de subirse al auto que la llevaba al hotel saludó a todos los que estábamos en la calle. “Te estábamos esperando”, le dijo Fede; yo me paralicé y solo pude decirle: “Gracias”.

Hoy sigo escuchando “Ni tú ni nadie” como hace quince años. Aparece siempre en mis rankings de canciones más escuchadas. La pongo cuando quiero bailar sola en mi casa o estoy por salir, también cuando estoy contenta o cuando necesito levantarme; no hay tristeza que resista esos tres minutos con treinta y siete segundos. Alaska es la única famosa a la que le dejo comentarios en Instagram: “Te quiero mucho, Olvi”, “Estás guapísima!”. En YouTube hay un video en el que muestra y comenta, como si fuera un recorrido por su vida, la biblioteca de su casa: es ecléctica, sofisticada, devota y fetichista. Cada tanto vuelvo a verlo, por pura admiración y afinidad, porque siento que ella es, también, una fan.

Catalina Lascano nació en Buenos Aires en 1980. Estudió Periodismo e hizo una Maestría en Historia y Cultura de la Arquitectura y la Ciudad. Trabajó en prensa y producción de eventos culturales como el Mundial de Escritura. Organiza caminatas literarias por la ciudad de Buenos Aires. Publicó la novela Aquí estoy yo hablando todo el rato (Rosa Iceberg, 2022).