“Estas no son lágrimas, los gases irritan pero no me hacen llorar. Resistimos hasta el final, valió la pena el aguante”. Al final de la violenta represión y desalojo de la planta de Pepsico snacks, en Florida, Catalina Balaguer tiene la cara hinchada y la mirada enrojecida, igual que otros compañeros y compañeras, se baña la cara en leche para aliviar los efectos del gas pimienta que la policía lanzó directo a los ojos. “Se la pasan diciendo que no hay trabajo porque las empresas se robotizan pero nosotras somos los robots, somos la extensión humana de esas máquinas que escupen 250 paquetes por minuto para que nosotras los empaquemos. A todos los que se sacan fotos con el cartel Ni Una Menos: sepan que también es violencia dejar a las mujeres sin trabajo”.

Así terminaba la segunda jornada de vigilia en la planta de Pepsico snacks, que se inició cuando los rumores de desalojo se intensificaron. El cierre de la compañía se había anunciado con un cartel pegado en el portón y la decisión en asamblea había sido proteger las máquinas del vaciamiento, proteger sus medios de producción. Catalina, Katy para sus compañeras, ya sabe de represiones pero lo que pasó la semana pasada, cuando el operativo no se fijó en daños para ponerse al servicio de la flexibilización laboral -hasta hubo que desalojar un jardín de infantes lindero, con algunos niños intoxicados-, la obliga a contener sus sentimientos para poder hablar frente a las cámaras que registraron la violencia: “Estamos rotas, dejamos la vida en esta fábrica y ahora nos reprimen así”. Ahora sí está desencajada.

Es la continuidad de dos décadas de peleas cotidianas por condiciones de trabajo dignas dentro de la Pepsico Snacks en Florida Oeste. “Las leonas”, como se empezó a conocer a las trabajadoras de la fábrica de saladitos, habían logrado modificar en estos años su categoría por el tipo de tareas que desarrollaban, algo que no existe en ninguna otra fábrica de alimentos. También consiguieron que las compañeras con lesiones graves por los acelerados ritmos de producción tuvieran tareas livianas en lugar de ser despedidas. Y también hicieron propias las acciones convocados desde Ni Una Menos: el paro nacional de mujeres del 19 de octubre del año pasado y el paro internacional de mujeres del 8 de marzo de este año; acciones que la dirección empresaria toleró igual que se tolera un trago de hiel. De hecho, voceros de Pepsico admitieron a Página12 que la comisión interna es “demasiado combativa”. Balaguer fue y es parte de la génesis de esa organización sindical. “Los chicitos que producimos acá los van a hacer en la planta de La Matanza; el objetivo de la empresa, avalado por el gobierno, el sindicato y la jueza, es político: sacarnos a nosotras. Pepsico no tuvo crisis en 2001 y ahora menos”, dice.

Horas antes --cuando cerraron la puerta de hierro, esa que la Infantería no pudo tirar abajo-- Balaguer quedó del lado de afuera, con el aguante de todas sus compañeras y compañeros de la fábrica y de su partido, el PTS. Ardía el fogón del acampe, y la juventud calentaba gargantas cantando “acá en Florida hay una planta que no se cierra, no más despidos, todos adentro y que la crisis la paguen ellos”. Como telón de fondo, una luna difusa de tanta humedad ayudaba a ver la ronda del mate que los manifestantes compartían y las papitas Lays que repartía uno de los trabajadores.

“Todo lo que declararon de inviabilidad no existe, contaminación tampoco, en 2009 los cerraron por contaminar el arroyo pero ya está solucionado. La conflictiva relación con nosotros es porque exigimos la efectivización de los tercerizados, no permitirles que los de agencia estén tres meses y los echen y haber conseguido la categoría superior para las mujeres”. Antes, ser “medio oficial” era algo que correspondía sólo a los hombres. 

“Nosotras hacemos los trabajos más repetitivos, que son los que te lesionan con hernias y tendinitis, hay compañeras operadas de ambas manos y de la columna, con implantes. Eso es estar continuamente en la línea de producción, con calor y con frío, Pudimos salir de esa categoría más baja, algo inédito en el gremio, peleando con el apoyo de ellos y de los delegados”, describe Liz Vilque. La última pelea fue para bajar el peso de cada caja, que también las lastimaba. “La empresa siempre quiere más rentabilidad a costa nuestra, la tecnología tiene que estar también para cuidarnos a nosotras e incluso para reducir las jornadas laborales, los turnos rotativos te rompen la salud, pero nuestras vidas valen más que sus ganancias”, agrega Vilque y convida café, para sostener la noche larga.

Medianoche

“En este tiempo conquistamos la conciencia de muchos compañeros y la nuestra misma como trabajadoras, así podemos caracterizar bien al otro en forma independiente de su género, hay que combinar el feminismo obrero con el feminismo de clase”, dice Balaguer. Su apellido entró en los libros de derecho cuando en 2006 la Corte Suprema falló a su favor y ordenó que fuera reincorporada al considerarla “delegada de hecho”, porque había sido despedida por su actividad sindical pero no tenía fueros. La pelea puertas adentro de PepsiCo había empezado en los años ‘90, en defensa de las y los tercerizados y contra las inhumanas condiciones que les imponían en las líneas de producción, desde entonces ella y su compañero Leonardo Norniella, fallecido en 2015, lideraron una organización opositora dentro del gremio de la Alimentación, la lista Bordó. 

Para Balaguer conquistar la conciencia es “comprender que esta empresa siempre avasalló, cuando nos atacó en 2001 eligió a cien mujeres precarizadas para despedirlas, eso nos hizo enojar mucho, a mí en particular porque me solidaricé y también me echaron. Ese día la jefa de recursos humanos me dijo ‘mirá Katy, lo que te pasa a vos también me podría pasar a mí’. Y yo le respondí ‘no se confunda, no somos lo mismo, usted es personal jerárquico y yo soy una obrera, no tenemos nada que ver. Por eso cuando de a poco nos fuimos organizando teníamos muy claro con las compañeras que el problema es de clase, no sólo de género”. Lo dice, sobre todo, en relación a Indira Nooyi , bautizada “la Dama de Hierro de Wall Street -agrega Balaguer-, por ser la CEO mejor paga del planeta. Poco antes del inicio del conflicto en la planta de Florida declaró que a pesar de ‘la inestabilidad geopolítica’ y ‘los altos niveles de inflación’ observados en Argentina y Brasil ‘nuestros negocios están funcionando bien’”. Por eso insistieron tanto en los últimos días las obreras y obreros de Pepsico en refutar la supuesta crisis como razón del cierre. Y le rogaban al periodismo que investigara esto en lugar de invocar el libre derecho de una empresa a despedir, algo que legalmente no existe, tal como quedó expresado en los fundamentos del fallo de la Cämara del Trabajo que dictaminó la ilegalidad del accionar de la empresa y ordenó reinstalarlos y reinstalarlas en sus puestos. La dimensión que tomó el conflicto luego del salvaje operativo de desalojo, además, produjo que muchas de las personas que habían firmado el acuerdo indemnizatorio estén acudiendo ante la justicia para impugnarlo y reclamar que la empresa vuelva a darles tareas como a las 120 que lo habían rechazado.

“Tener a esa CEO puede parecer políticamente correcto pero en las fábricas no hay políticas de género. Cuando en 2002 hice la campaña por mi reincorporación llovían las denuncias de trabajadoras de distintos lugares del mundo por las condiciones en que estaban, el acoso, los abusos, la falta del derecho a sindicalizarse… Denunciamos nuestra situación. Así logramos la licencia por maternidad cuando antes había compañeras que se fajaban para cuidar su fuente de trabajo, peleamos la categoría por encima del convenio y los hombres estuvieron con nosotras, firmaron el petitorio para tener guardería y que las compañeras lastimadas tuvieran tareas livianas en lugar de ser echadas o puestas en una jaula, como sucedía antes”. 

Balaguer, en sus 47, se define obrera y feminista y encuentra definiciones en los hechos cotidianos, donde todo se vuelve político. “Nosotras también discutimos nuestros problemas personales, nos involucramos en lo que nos acosa, ya ni siquiera se puede decir que somos sostenes de hogar porque terminamos siendo las más precarizadas, hemos sacado pronunciamientos en solidaridad con diferentes situaciones, hemos marchado los 8 de marzo, conquistamos espacios para trabajar la no violencia y lo hicimos junto con los varones. Creemos que hay que cuestionar todo, así nos convertimos en sujetos políticos, lo dijimos en una carta como trabajadoras para el colectivo de Ni Una Menos: la violencia está en las instituciones, en las fábricas, no sólo es doméstica, y nos hermanamos con las compañeras que la sufren pero entendemos que hay que dar una pelea por el conjunto de todo lo que nos oprime”. Katy comenta que se siente orgullosa de la fuerza que le dan sus compañeras, y se emociona al mencionar la temprana muerte de su compañero. Durante la vigilia el recuerdo de su ánimo combativo volverá una y otra vez.  

Dos de la mañana

Vanina Roda es soltera, tiene dos hijas, de 18 y 15, y hace 17 años entró a la planta. Nunca pudo estudiar porque tenía horarios rotativos de trabajo. Es una de las dos obreras que decidieron quedarse adentro a resistir el desalojo. “En 2001 conocimos a Leo -Norniella, compañero de Balaguer- porque habían despedido a las compañeras de agencia. Costó llegar a este nivel de conciencia para poder enfrentarnos al sindicato y a la patronal. Fuimos la primera fábrica en zona Norte en organizarnos, luego vinieron Stani y Kraft”. Roda destaca que la principal conquista fue “el tema de las mujeres porque Pepsico siempre fue una fábrica machista, te dicen que no podés y nosotras dijimos sí podemos tener mejor sueldo, sí podeos tener una guardería”. 

La otra obrera que subió a la azotea el jueves 13 de julio para resistir el desalojo, fue Mónica Ortiz, que tiene 33 años, estudia filosofía en un terciario de San Miguel y hace ocho que trabaja en Pepsico. “Acá si quedabas embarazada y no les convenías buscaban la forma de echarte. En otras fábricas se fajan cuando se embarazan y acá no lo permitíamos, es algo enorme. Y estábamos peleando por una licencia por hijo enfermo y contra el acoso de los supervisores, hay historias en las que mediante asambleas los terminaban echando”, cuenta. “A mí me pasó, cuando veía que se nos acercaban Katy o Leo ya estábamos marcadas, no nos daban extras que eran indispensables en esa época, siempre estábamos en la lista negra”, relata Vanina. 

En esta sucursal fabril de los snacks y las gaseosas, que promocionan algunas estrellas del fútbol, siempre fueron mayoría las mujeres porque el menor tamaño de sus manos agiliza las tareas. Olga Arce, 42 años y 18 en la fábrica, acota que hubo más de un supervisor despedido por acoso laboral e incluso sexual. “Es una fábrica donde ascendían a los hombres, sobre todo si estaban con el sindicato, pero las mujeres estaban 20 años en empaque y no cambiaban de categoría, hubo asambleas y se discutió pedir una categoría más, hicimos paros hasta que lo logramos”, completa Ortiz. Una empacadora de Pepsico gana unos 16 mil pesos al mes, y una “medio oficial” un poco más, en reconocimiento al manejo de las máquinas que hacen las operarias. La planta de Florida tiene 6 líneas con 4 a 6 máquinas cada una, y por ejemplo, la de papas fritas produce entre 300 a 500 cajas por día en ocho horas. 

Olga tiene bien clara la rutina que ahora se detuvo: llegar a la línea de producción, limpiar la sustancia que le da sabor a la harina de maíz para que no queden restos en los paquetitos de chicitos, que son como polenta inflada, después el control de higiene y salubridad; y además empacar, volver a limpiar y arreglar las máquinas si se rompen. “Cuando entré había que trabajar 16 horas por día, te obligaban a hacer 8 extras, de lunes a jueves, el viernes hacía ocho, y cuando entraba el sábado 12 horas, y a veces más. Es peor que el turno americano. Si estabas por agencia y quedabas embarazada te echaban, si eras efectiva pero te embarazabas al poquito tiempo quedabas marcada por los supervisores, ellos te decían ‘no vas a quedar preñada’. Con el tiempo una se dio cuenta que eso estaba mal, no es normal que te digan que no podés tener hijos”, describe Arce. 

En los años noventa no se podían mover de la máquina sin pedir permiso, ni para ir al baño. “Las máquinas tiraban 240 paquetes por minuto, era un desastre, todo por el piso. Cuando entré éramos siete por máquina, redujeron a cuatro, y finalmente pretendían que dos trabajen a 240 golpes (paquetitos por minuto). Por eso decimos que estamos rotas. Pero por constancia de organización fuimos tomando conciencia y los pudimos bajar a 40”. 

Hay trabajadoras que tienen implantes en la columna y fueron operadas de ambas manos, otras sufren problemas en la rotación del brazo. Por eso el delegado Camilo Mones se cansó de explicar a los medios que ellas y ellos se aferraban a esos puestos porque la fábrica los había roto, ahora los quería descartar y con historias clínicas tan llenas de dolencias les sería imposible volver a ser empleados. “Lo que querían es barrer las conquistas para poner gente más flexible, y no es como dicen sacar a los zurdos porque todas tenemos categorías de medio oficial, quedaron afuera todos, también los de la verde (de la lista de Rodolfo Daer)”, destaca Roda, y se ajusta el uniforme azul de PepsiCo, que las hace parecer astronautas. “Volvimos a la época en que metían en la jaula a las lesionadas, habían empezado a no darle tareas, las ponían en reserva de puesto’, y luego de un año te despiden”, dice Arce. 

Cuatro a.m. 

La sirena de la fábrica, esa que activan cada mañana en el ingreso de las empleadas sobre la calle Posadas, como un bélico despertador para vecinos y manifestantes, empezó a sonar ni bien aparecieron las camionetas de la Gendarmería para rodear el perímetro de la planta: ocho manzanas de un barrio que combina casas bajas con fábricas como Granix y Banghó. ¿El desayuno de quienes ocupan la planta? Los saladitos de la multinacional que sobraron de la noche.

La madrugada del jueves se creía que el desalojo ya no iba a suceder, que estaban todos los medios para proteger a trabajadores y trabajadoras, que los chicos de la escuela Manuel Dorrego empezaban a llegar (y luego terminaron debajo de las mesas y con las mucosas irritadas porque los gases llegaron a sus aulas). Pero de pronto se escuchó el grito de una mujer: “ahí llegaron”, señalaba a unas cincuenta mujeres de la Policía Bonaerense con cinco patrulleros. ¿Mujeres contra mujeres?, pensaron. Pero faltaba que apareciera el resto: una vez dada la orden política, los casi mil efectivos de Infantería avanzaron y arrasaron con todo y todos. 

“Nosotras queremos trabajar, en lugar de eso nos dan palos y balas; todo el tiempo demostramos que Pepsico no tiene crisis, que todo esto es un fraude, se lo dijimos al Ministerio, a la patronal, a los medios, hablamos con diputados y diputadas, todo el mundo se enteró”, dice Katy usando los micrófonos para, al menos, denunciar el atropello. 

–Ustedes, como mujeres deben cuidarse muchísimo -dijo un cronista de C5N calculando la diferencia de fuerzas entre los uniformados y las trabajadoras. 

–Nos venimos cuidando desde que entramos a esta empresa, PepsiCo siempre fue violenta, pero nosotras nos organizamos y nos defendimos. Ahora hay que preguntarle a la gobernadora Vidal, que es mujer, ¿va a permitir que mil tipos nos caguen a palos por el simple hecho de reclamar trabajo? -contestó la delegada desde su improvisada tribuna pública.

Ni María Eugenia Vidal, ni el fiscal Gastón Larramendi -que pidió un desalojo “nocturno” por riesgo de “contaminación”-, menos aún la jueza Andrea Rodríguez Mentasty escucharon. Y además, como relató el secretario de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Cristian Ritondo, fue el presidente Mauricio Macri quien exigió “firmeza” para desaloja la planta. 

Las nueve

“Estábamos rodeados, no quería marearme por el humo y caerme porque la terraza no tenía barandas, la idea era salir enteros, sin tragedias, pero el peor momento había sido la impotencia cuando reprimían abajo”, recuerda Vanina Roda. Desde abajo se escuchó cuando dos de sus compañeros le gritaban a la Infantería “si suben nos tiramos”. Luego de desesperarse viendo cómo molían a golpes y gases a su gente, las familias y otras fuerzas militantes que resistían abajo, temían por su propia integridad, además de que los habían amenazado con “cagarlos a palos”. Por eso como garantía exigían que entre una comisión de medios y de los diputados y diputadas que se habían acercado: un nutrido grupo del Frente de Izquierda de los Trabajadores (FIT), más otros dos del Frente para la Victoria y el Movimiento Evita. Antes habían reclamado, sin éxito, la presencia del jefe del operativo, que fue transmitido en vivo por casi todos los canales y radios. A los ya clásicos gases pimienta en los rostros, balas de goma y palazos, la Bonaerense sumó dos horas de hostigamiento a la prensa para impedir el registro de la barbarie. En ningún momento se identificó el jefe del procedimiento. 

“Estábamos en plena negociación cuando los policías rompieron un caño maestro de gas, podía volar todo el barrio, ahí sí nos agarró una desesperación para avisar que cerraran el gas desde abajo”, cuenta Roda. Pero nadie en la calle parecía entender la dimensión del peligro. Hasta que Olga Arce escuchó, corrió por las casas rogando ayuda a los vecinos y finalmente dio con un trabajador de Pepsico que vive justo enfrente, sobre Roca. Con la ayuda de algunos fornidos militantes rompieron el candado y la puerta de la casilla del gas, y lograron interrumpir su fuga. “Nadie reaccionaba, sólo los que trabajamos ahí nos dimos cuenta del riesgo que había, estaba desesperada, le decía a la gente que no fume, por suerte el gas iba por Roca hacia Constituyentes”. La Infantería había entrado a la planta sin las medidas de seguridad necesarias para sacar a los ocupantes, ni el apoyo de paramédicos o bomberos.

A pesar del riesgo y de los palos, a pesar de todo, Mónica Ortiz dice: “Fue muy emocionante la salida, cantando ‘no queremos más despidos, no queremos represión, para los trabajadores ya la reincorporación’”.

Las doce. Epílogo

Vanina decidió quedarse adentro aún sabiendo que venían 700 policías, como comentaban los días previos. “Yo sentía que tenía que estar ahí para resistir lo más que pudiéramos”, dice. “Tenés que preparar a los tuyos cuando hacés algo así porque lo van a ver por televisión cuando te desalojan. Éramos conscientes del riesgo pero lo que hacíamos era justo y había que hacerlo. Yo quería estar ahí”, insiste Mónica y cuando ya no queda nada de esas lágrimas que sacan los gases agrega: “Vinieron compañeros y compañeras que arreglaron con la empresa y nos dijeron que lo hicieron bajo amenaza, con llamadas a cualquier hora, haciendo presión psicológica de que si no se iban a quedar sin nada. Pero ahora quieren sumarse a la lucha por la reapertura”. “Cuando ese día feriado estábamos llamando compañeras y haciendo asamblea nos llamó la empresa para arreglar y era la una de la mañana”, agrega. Mantuvieron sus turnos de trabajo, y el 26 cuando pensaban cortar la Panamericana, muchas mujeres discutieron fuertemente ir a cortar igual a pesar de que había un enorme operativo policial. La interna propuso ingresar a la fábrica para cuidar los medios de producción, para que no se las llevaran, una posibilidad que sigue latente. 

“Ni Una Menos sin trabajo”, dice la leyenda que se hicieron imprimir las obreras sobre las camperas del uniforme de la empresa, con ellas marcharon el último martes cuando ya la espectacularidad de la represión había pasado y los medios no trasmitían en directo. Ellas saben que lo que lograron en la planta de Florida no es sólo para ese grupo de trabajadoras, es también una pedagogía para alentar a otras a pelear por sus derechos: guarderías, licencias maternales, protección de su salud. Todo eso que las empresas llaman “costos laborales”. Todo eso que cuando falta, el movimiento de mujeres sabe que es otra forma de violencia.