El 1 de enero finalmente Lula da Silva asumió el gobierno de Brasil en lo que constituirá su tercer mandato presidencial. Es innegable que su presencia al frente de la principal potencia sudamericana es un bienvenido soplo de aire fresco luego del nefasto experimento encarado por Jair Bolsonaro, en una de las versiones más violentas del neoliberalismo de los últimos tiempos.
Distintas declaraciones políticas y periodísticas remarcaron que el nuevo mandato del PT podría ser favorable para la recreación y reactualización de un siempre vigente ideario de integración regional.
Los BRICS
De igual modo, y tratándose de una nación con niveles de influencia más allá de los límites sudamericanos, se señaló también la voluntad por ejercer el diálogo en contextos internacionales como el brindado por los BRICS, especialmente con potencias como China y la India e, incluso, en escenarios alejados de la realidad latinoamericana como el actual conflicto entre Rusia y Ucrania.
Resta por ver cómo es que Lula llevará adelante una política exterior soberana, bajo una perspectiva regional, sin alineamientos automáticos y, por ende, en abierto desafío a los Estados Unidos, el principal polo de poder a nivel internacional. En otras palabras, cómo se construye un paradigma multipolar como premisa central para el desenvolvimiento de Brasil en el plano internacional.
Sin embargo, en la actualidad y en términos políticos, el principal problema para el nuevo mandatario brasileño no está puesto en el gobierno de los Estados Unidos. Es más: se podría afirmar que hoy entre Lula y Joe Biden, las coincidencias son más importantes que las divergencias. No sería extraño que se conformara una alianza, al menos táctica, entre los dos presidentes.
El mismo problema
En efecto, ambos presidentes no sólo son cercanos en términos ideológicos, y se encuentran al frente de gobiernos con sectores moderados y radicalizados. Al fin y al cabo, para los dos gobernantes el problema central es el mismo, de características domésticas, pero con clara proyección internacional: la derecha liderada por Donald Trump y por su aliado brasileño Jair Bolsonaro.
Así, en términos políticos, y desde los tiempos en los que se temía que Bolsonaro no reconociera los resultados de la elección presidencial, en 2022 se forjó una alianza cada vez más sólida entre congresistas demócratas y dirigentes del PT, que escaló hasta incluir también al alto mando militar y al gobierno estadounidense.
En este sentido, el temor ante una revuelta militar en el sur del continente que podía ser apoyada por Trump, y el acuerdo electoral entre el líder de izquierda y sectores empresariales brasileños, sin duda, propiciaron un diálogo y un entendimiento mutuo entre las dos naciones.
Contacto con Sullivan
Una vez que la alianza liderada por el Partido de los Trabajadores ganó la segunda vuelta electoral el pasado 30 de octubre, los vínculos entre la administración demócrata y el gobierno electo en Brasil fueron rápidamente aceitados. De hecho, el 5 de diciembre se produjo un avance sustancial cuando en Brasilia se concretó un encuentro de dos horas entre Lula y Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos y una de las principales espadas de Joe Biden en todo lo relacionado con el manejo de la política exterior.
Además de temas locales, entre Lula y Sullivan hubo diálogo sobre cuestiones tan diversos como la situación interna en Venezuela y Haití y el futuro de la democracia en la región, en tanto que también se avanzó sobre problemáticas globales como el cambio climático y el conflicto entre Ucrania y Rusia.
A partir de ese cónclave, resultó claro que el gobierno demócrata consideraría a Brasil como el principal puente hacia Sudamérica, una región que en los últimos años estaría marcada por la aparición de presidentes progresistas y de izquierda no siempre alineados con la política de Washington.
La agenda ambiental
Uno de los puntos centrales entre la administración de Biden y el nuevo gobierno de Lula será la política ambiental que priorizará la reforestación de la Amazonía, luego de la combinación de desidia y cálculo económico manifestado por Bolsonaro que ocasionaron la pérdida del 60% de las selvas y bosques de esa región.
El cambio de rumbo, alineado con la agenda ambiental demócrata y enfrentado con los tradicionales intereses agroindustriales, comenzó a hacerse visible desde el mismo organigrama estatal, con la reformulación de los ministerios de Medio Ambiente y de Pueblos Originarios, en tanto que la multinacional Petrobras pasaría a enforcarse gradualmente en las fuentes de energía renovables, desplazando de este modo al extractivismo de gas y petróleo.
Brasil intentará, por tanto, cumplir con dos pedidos centrales del gobierno de Biden: será su principal aliado en la agenda progresista de lucha contra el cambio climático y tenderá a convertirse en el eje ordenador de la política sudamericana. Por su parte, Lula aprovechará esta coyuntura para situar a Brasil en el más amplio debate global, para colocarse como facilitador y hasta mediador en escenarios complejos que, eventualmente, podrían exceder su influencia internacional.
Por lo pronto, Lula tendrá oportunidad de medir cuanto podrá tolerar la Casa Blanca su propio interés nacional frente a la posibilidad concreta de negociar términos comerciales más amplios con China, su principal socio comercial, en una relación altamente redituable para Brasil que ha crecido en los últimos años pese a la oposición manifiesta del anterior presidente Bolsonaro.
De igual modo, el grado de autonomía que el gobierno de Brasil pueda llegar a construir a nivel de su política exterior servirá también para auscultar el grado de influencia externa, la capacidad de liderazgo y, sobre todo, de control y contención, a ser aplicado desde Washington. Una relación compleja que, sin duda, desde distintos gobiernos en todo el mundo se estará contemplando con máxima atención.