El cuento por su autor
Billie Holiday amaba a los perros. Hubo uno en particular que la acompañaba en las giras. Se llamaba Míster y era grande y revoltoso. Hay miles de fotos en las que posan juntos. También tuvo otros perros. Por ejemplo, dos chihuahuas a quienes –según aseguran– extrañó terriblemente durante el tiempo que pasó en la cárcel.
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Aira cuenta que cuando Laiseca vivía en Escobar, tenía varios perros. Un día la jauría mató a un gatito con el que se había encariñado. Laiseca se puso furioso y quiso escarmentar a los asesinos. Pensó en pegarles o encerrarlos, pero en su lugar, se puso a ladrar y a aullar como ellos. Fue una reacción espontánea. Los perros quedaron aterrorizados. Sin habérselo propuesto, dio con un castigo eficaz: el amo se convirtió en fiera.
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El viernes 26 de mayo de 1975 mi viejo compró un Winco. Era un aparato elemental: bandeja, brazo, dos perillas, la de encendido y la de velocidades de reproducción. Un mes atrás, yo había cumplido 13 años y sentí que el tocadiscos llegaba tarde a mi vida. Mi viejo lo notó, pero se hizo el distraído. El primer disco que escuchó fue uno de D’Arienzo. Recuerdo su pie marcando el compás. Al comienzo, en mi casa, no se escuchaba más que tango.
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A veces, decía Billie Holiday, hay que sonreír para no vomitar. En el 37 entró a la banda de Count Basie. Quería dos cosas: conocer el mundo y plata. No ganó un peso y estuvo dos años sin bajar de un micro. Hay una anécdota de esa época. En Detroit se untó la cara con grasa para salir al escenario. Se lo exigió el dueño del club porque dijo que parecía más blanca que el resto de los músicos negros.
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Tuve un solo perro en mi vida. Se llamaba Colita. Lo quise entrañablemente, como nunca imaginé que iba querer a un animal. Cada tanto paseábamos juntos. Colita tenía sus preferencias: le gustaba mear en el poste de luz de Callao y Posadas. Una noche —cerca de las 20 hs— mientras estaba ahí con Colita y mi hija, pasó Mick Jagger en el asiento de atrás de un auto. Como tenía la ventanilla baja, le grité: ¡Jagger! El tipo respondió con un saludo parecido al que hacen las reinas.
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Me apropié del Winco. El acto fundacional fue el día en que lo metí en mi pieza. Esa vez, me compré un disco que me determinó: Machine Head, de Deep Purple. Al poco tiempo, un amigo de mi viejo trajo un vinilo de Billie Holiday: lo escuché a repetición durante todo un fin de semana. Me deslumbró el fraseo y la oscuridad de la voz de Lady Day. Hay un par de temas de los que no me voy a olvidar jamás. Uno de ellos es Strange Fruit. El relato que sigue tiene cierta relación con esa música.
Hiel
A la memoria de mi querido viejo.
A C.O.
Lo que se elide es el tránsito de un mundo a otro.
R.P.
Un verano, cuando yo era chica, rodeamos con mi abuela el galpón de Bartola y seguimos a pie más de dos kilómetros a campo traviesa. En ese trecho, no sé bien por qué, me imaginé que nos atacaba un malón: querandíes a los gritos sobre caballos desbocados. La escena se fijó en mi cabeza, y mientras avanzábamos por el pastizal —las pantorrillas de mi abuela eran fuertes, masculinas— se volvió más y más nítida hasta que la angustia me hizo llorar. Mi abuela, afligida también, me acarició el pelo con una dulzura infinita. Caminábamos las dos muy calladas y un poco tensas por un motivo concreto: íbamos a visitar a una bruja. Era una persona extrañísima que, según decían todos en el pueblo, curaba enfermedades. Tenía la cara más arrugada del mundo, y sus ojos eran dos rayas que, a pesar de la estrechez, dejaban entrever iris vivos, negros y voraces. No tenía nombre. O, por lo menos, yo no lo conocía. Le decían la vieja o la negra o la india o, simplemente, la bruja. Mi abuela la trataba con una marcada indiferencia. Le hacía saber así que usaba sus servicios, pero que, en el fondo, nosotras éramos de otra clase y, en realidad, no necesitábamos nada de ella. Como el resto del pueblo, le pagábamos con comida, con animales o con cualquier cosa que nos sobrara. Su rancho, en consecuencia, era un caos de bichos y de trastos viejos. Esa vez, nos recibió en un patio, bajo una parra cargada de uva chinche. La bruja estaba completamente chiflada. Tenía una pelambre blanca, compacta y espinosa. Todos la toleraban porque –como es sabido– la desgracia ajena, por contraste, tranquiliza. En Gahan, como en la mayoría de los lugares del universo, se creía que el loco era responsable de su enfermedad; por lo tanto, se descontaba la existencia de un acto disparador. De la bruja se decía que había cruzado animales de distinta especie. Su gato blanco, que según los que lo vieron era una criatura enorme, completamente desproporcionada, había fecundado a una comadreja. Las crías habían nacido con manchas rojas y grises, y maullaban. Contaban también que la bruja se había comido la camada entera, y que le gustaba la carne mixta porque, según decían que ella había opinado, era dulce como la miel.
La vi por última vez la semana que cumplí 8 años. Mi padre, bien dispuesto para las fiestas, había invitado a mi tío Gary y a mis tres primos, una nena de mi edad y dos varones de 10 y 12, con la idea de compartir un asado de festejo. El apodo de mi tío tenía que ver con su parecido a Gary Cooper, el actor de Hollywood. Yo lo veía como un tipo común y corriente, pero todos decían que era muy pintón. Se había separado de la mujer, cosa rara para la época, y vivía con sus hijos en un caserón al norte de Buenos Aires. Nos reuníamos con ellos cada muerte de obispo. Francamente, eran un poco raros. Los chicos no hablaban nada o, para ser más precisa, hablaban entre ellos, cuchicheaban todo el tiempo. Miraban a las vacas como si fueran marcianos y les tenían miedo a las moscas y a cualquier bicho que se les cruzara. Yo, que siempre fui algo salvaje, me llevé mejor con los varones. Un día, fuimos hasta un bosquecito de caldenes y, por una zoncera, perdí la paciencia y me peleé con los dos. El mayor era un flacucho de brazos largos, pero el odio se le concentró en el puño y lo convirtió en un yunque. Sin piedad, descargó una trompada en mi ojo derecho. Sentí que se me partía la cara: el dolor fue atroz, el más espantoso de mi vida. De inmediato quedé ciega. En ese instante, mi mente, cercada y liberada al mismo tiempo, se volvió blanda y esponjosa pero, luego de unos segundos, multiplicó su vigor. Entonces, como una táctica para resistir el sufrimiento, pude elegir lo que quería visualizar. Caprichosamente, seleccioné una escena entre miles: mi padre visto de arriba. Estaba en medio de un campo soleado y vacío, la mirada fija en el horizonte, los brazos extendidos, la boca medio abierta. Gritaba algo. Gritaba mi nombre. Enseguida recuperé la visión, aunque el dolor en el ojo persistía. Caí al suelo y me hice un ovillo. Mis primos, pálidos como fantasmas, me llevaron en andas hasta la casa. Recién ahí me largué a llorar. No tenía consuelo. Mi padre me subió a su Ópel destartalado y fuimos al hospital de Salto. Recuerdo que en el camino perdimos el paragolpes trasero.
El médico, un narigón cascarrabias, me sentó frente a un aparato, me puso gotas, me dio vuelta los párpados y dijo que no había mayor problema. Escribió en una receta el nombre de un colirio y pronosticó que en una semana se me pasaría el dolor y desaparecerían los síntomas. Nada de eso ocurrió. La abuela, entonces, que siempre fue una mujer de armas tomar, me llevó a la bruja en secreto: mis padres, estoy segura, jamás lo hubieran permitido.
La mujer no me revisó, se limitó a darme un emplasto oscuro que parecía diarrea. Tenía un horrible olor a amoníaco, realmente no se aguantaba, pero el tratamiento terminó siendo efectivo: a los dos días, estaba curada. Como somos gente de bien y agradecida, volvimos a pagarle. Ella recibió con indiferencia las chucherías que le llevamos y nos pidió que nos sentáramos. Después, se olvidó de nosotras. Con mucha ceremonia, se puso a armar un cigarro. Esparció el tabaco sobre la mesa, y le dio forma pero no lo compactó demasiado. Enseguida, tomó el papel, formó una canaleta con los dedos, colocó el tabaco, plegó la seda y unió los bordes con saliva. Recién cuando encendió el cigarro, volvió y nos clavó la mirada. Sin hablar, con gestos de cabeza, me pidió que alargara la mano. Estudió la palma y, sin que nadie se lo pidiera, me predijo el futuro. El destino iba a cambiar en mitad de mi vida. Castigo, dijo. Algo resultaría malo para todos. Muy malo, dijo. La abuela, que al principio la escuchó con atención, en este punto la detuvo con un gesto y se paró de golpe. Le pidió a la bruja que se dejara de decir pavadas. Dio media vuelta —me tenía agarrada de la muñeca— y nos fuimos muy ofendidas. Desandamos el sendero a los tropezones. La abuela renegaba y yo flameaba a sus espaldas. Es una maleducada. Quién se cree que es, esta pordiosera, para decirnos lo que nos espera, decía y largaba una lluvia de saliva. En aquel momento, no entendí por qué le afectaron tanto las palabras de la bruja. Hoy pienso que actuó así porque creyó en el vaticinio. A partir de aquel día, como es obvio, no se volvió a hablar de ella. Y por eso, cuando ahora, dos décadas más tarde, aquella pobre mujer protagoniza este episodio insólito, sobre el que nadie, absolutamente nadie —ni la iglesia ni la policía ni la ciencia— puede dar una explicación racional, las dos nos quedamos sin aliento, recordando su profecía y dándole un nuevo sentido.
***
Es así: pasó el tiempo y nos fuimos del pueblo para no volver. Estamos cómodas en un espléndido departamento sobre la calle Paraná, un cinco ambientes con un balcón francés desde donde se ven las copas de los árboles de la plaza Vicente López. Precisamente, en esta situación nos encontramos —mi madre, mi abuela y yo— cuando nos llega la noticia de que la mala fama de la bruja, la misma mujer que me curó cuando yo era una nena, fue creciendo con los años. El rumor lo trajeron las cocineras, Celestina y Cristela, pero sobre todo Celestina: ellas siempre andan en chismorreos. Según se supo, nadie, absolutamente nadie, pudo precisar la índole del delito del cual la bruja era culpable, pero se sabía bien que lo era, y hasta el fondo de su retorcida alma. Es evidente que el odio brota de los detalles menores, aunque después busque su raíz en cuestiones específicas. Algo de este orden pasó con esa mujer. Parece que un día, uno de sus perros mordió a un puestero, y este hecho, tan trivial en apariencia, fue la gota que rebalsó el vaso. Apenas le lastimó la pierna al hombre, pero la gente, que ya estaba cebada, decidió condenarla. Los paisanos, mandados a hacer, se agruparon y le hicieron la vida imposible. No la dejaban entrar al pueblo, y cuando la cruzaban en los caminos, la hostigaban: le tiraban piedras y bosta de caballo, la insultaban, la atropellaban con los carros. No sé si esto habrá tenido que ver con lo que pasó después, pero por lo menos resulta significativo. El asunto ocurrió un sábado a la noche. La vieja, tras la enorme cantidad de escaramuzas que había sufrido, decidió librar su gran batalla. A las nueve en punto apareció en la esquina de la plaza. Tenía la pelambre más desordenada que de costumbre. Celestina y Cristela, pero sobre todo Celestina, dijeron que andaba con la mirada perdida, como si tuviera la cabeza en otro mundo. Estuvo inmóvil cinco minutos y, de golpe, como si cumpliera una orden, se largó a caminar. Muy decidida, cruzó la plaza en diagonal, a buen paso, y cuando llegó al medio, se detuvo en un lugar —como si hubiera estado previsto desde el comienzo de la humanidad—, abrió los brazos en cruz y gritó: Yo no hablo por hablar, hijos de puta. Y repitió: No hablo por hablar. Acto seguido, ocurrió algo inconcebible, absolutamente contrario a las reglas de la lógica. La bruja, así como estaba, desgreñada y loca, harapienta, entró en combustión; es decir, empezó a arder como una tea. Las llamas brotaron de su cuerpo con toda naturalidad y, en pocos segundos, estaba incendiada por completo. El hecho, como es de esperar, dejó duros a los presentes, cuya única reacción fue cubrirles los ojos a los chicos para evitarles el trauma. Por ese motivo, supongo, el fuego se afirmó en la mujer, y, cuando intentaron ayudarla, ya era tarde. El episodio fue breve —parece que duró cinco minutos en total— y dejó a la bruja convertida en un hato de cenizas. Alrededor de ella, el suelo quedó manchado con un hollín grasiento que, según nos contaron Celestina y Cristela, pero sobre todo Celestina, resultó imposible de limpiar. Este suceso tan estrafalario, sin ninguna duda, se instituirá como la principal mitología del pueblo: ahora mismo no se habla de otra cosa. De hecho, a nosotras, establecidas desde hace años en Buenos Aires, nos van llegando los ecos. Por ejemplo, el concesionario del restaurant del Jockey, un tal Avelino Porto, sostiene una teoría insólita sobre la combustión espontánea. Asegura que el mal, cuando es abundante y está alojado en un sitio cerrado, destila una hiel inflamable. La bruja, con toda seguridad, tenía la vileza en el estómago —dónde sino— y, combinada con el alcohol que sin duda había ingerido, provocó la llama inicial que dio pie a la tragedia. Esta, como dije, es la hipótesis de Avelino Porto, pero hay otras, y son muy variadas, pero todas coinciden en un punto: el asunto se relacionó con el precio a pagar por una vida canalla. Ni la ciencia ni la religión nos ayudan a entender lo que pasó, y a falta de versiones oficiales, como suele ocurrir, se terminará por consolidar una verdad, que ni siquiera sea tal y que se relacione, en forma directa, con el zigzag caprichoso de las habladurías.