El cuento por su autor

Hace años en este mismo suplemento escribí que mis cuentos no destilan una visión consoladora. Sigo sosteniéndolo, aunque a veces me parece advertir un destello en alguna parte. Podría decir que se trata de construcciones imaginarias a partir de la percepción de una situación, una frase escuchada, un rostro, un gesto, un aura. Las historias se presentan cuando menos lo espero. Sin embargo, cero inocencia: no se trata tanto del azar como de estar al acecho. Y de las influencias, una lista larga. Su eco puede resultar fácilmente detectable. Me resisto al tono declamatorio de los recetarios. Lo único que sé es que esto es un trabajo y no tiene ni francos ni feriados ni licencia por enfermedad. Cada uno escribe lo que puede. Yo escribo por necesidad, pero también por gusto. Estos que publico hoy, si bien inéditos, seguramente irán a parar en algún libro. No tienen título porque prefiero que se recuerden por lo narrado, que el escritor sea un fantasma.


El fantasma

Al leer las biografías de Chejov, todas, sin excepción, impregnan el aire con una tristeza adhesiva. Chejov, desde su vida, nos observa con una distancia clínica. Una biografía informa que su “infancia tan sombría” le enseñó muy pronto el lado negro de la vida, le habituó a tener un juicio sin indulgencia hacia los hombres”. La pregunta que Chejov siempre nos deja picando: ¿Cómo ser inflexibles y compasivos a un tiempo?

#

Conversan, no discuten. Cada uno puede comprender lo que siente el otro. Y es mejor así. Se devuelven las cosas. Se despiden con un beso en la mejilla. Llamame, cualquier cosa que necesites, le dice él. Vos también, dice ella. Y después: Amigos, dice él. Amigos, dice Ella. Se dan otro beso. Y la espalda. Días después, ella revisa las cosas que él le devolvió. No quiere llorar. Un día antes o un día después, él revisa las cosas que ella le devolvió. La congoja lo puede. Pasa un tiempo. Él tiene ganas de buscarla, el impulso lo domina, pero se contiene. Si lo hiciera, resultaría invasivo. Más o menos en ese tiempo, una noche, ella no da más y se viste. Se sube al auto. Llega hasta el edificio: la luz de la ventana está encendida. Tal vez esté con otra, piensa. Lo que le preocupa es que pueda considerarla posesiva. Un año después se encuentran en una fiesta. Ella está con otro. Y él con otra. Se presentan las parejas respectivas. La mañana siguiente él piensa en llamarla. Y ella también. Pero no.

#

Entre la contada gente solitaria que puedo ver los domingos desiertos en este barrio céntrico está la chica gordita que pasea su perro. En verdad no es gordita, tan sólo no responde al canon de belleza raquítica de la moda. También, en verdad, ignoro si su mascota es perro o perra. Camina resuelta por la pendiente de Viamonte hacia el Bajo. El perro no es de raza, más bien cruza de callejeros. El perro, o la perra, parece tirar de ella, imponerle el recorrido. Y ella le habla. Cuando se acerca alguien, yo en este caso, se calla. Nos cruzamos. A pesar de que nos vemos todos los domingos más o menos a esta hora, las diez pasadas, en que vuelvo transpirado y resoplando después de la caminata por la Reserva, no nos saludamos. Nuestras miradas se esquivan. Me alejo unos metros y me detengo, me doy vuelta para verla caminar hacia el Bajo, alejarse. Ella también se ha detenido. El perro, que tal vez es perra, caga en un umbral de mármol blanco. Muevo la cabeza y sonrío en una especie de saludo. Ella saca de un bolsillo una bolsita de plástico, recoge la mierda, la envuelve, me sonríe. Y sigue su camino. También yo. Uno de estos domingos quizá me anime a hablar con ella, pero la timidez me puede.

#

“Sé que largué un bumerang que todavía no volvió”, leo en un poema de Juana Bignozzi. Esta mañana entro en el día con la intención de encontrarlo.

#

Apenas sale a la calle, alguien le pregunta cómo llegar a tal o cual parte, qué colectivo va, dónde para. Y él les contesta con amabilidad. Le gusta ayudar a que la gente pueda llegar donde quiere ir y, aunque ellos ignoren cómo, siempre es bueno, se dice, saber que se quiere ir a determinado lugar y no como él, esta mañana, que ha bajado una vez más a la calle y no sabe dónde ir, tal vez un banco de plaza, que alguien se le siente al lado, conversen, no importa sobre qué, alguien que lo extraiga de sí como si le extrajera una muela.

#

En el rascacielos de enfrente, un edificio de oficinas y de departamentos de alquiler transitorio, que tiene exactamente veinte pisos, todos los años alguien se arroja desde lo alto. Puede ser una mujer, puede ser un hombre, que siempre permanecen un rato en la cornisa esperando el público. El suspenso causa los más diversos comentarios. Nunca faltan los apostadores. Y siempre gana quien apostó a favor del salto. Al que más enoja la situación es al dueño del bar en la planta baja. Está indignado por tener que cambiar el toldo al menos una vez al año.

#

No es la primera vez que se aloja en este hotel de la Rue Saint Jacques. No lo hace tanto por comodidad como por ella, por haberse alojado juntos allí en aquel primer viaje y experimentar, además de la ciudad soñada, la ilusión de una pasión infinita. Pedir la misma habitación, lo remite a ella. Y como cada vez que vuelve a entrar, abre la ventana, se asoma y estudia qué cambios se han producido en la calle durante su ausencia. Todo permanece igual que la última vez. Al menos eso le parece. Hasta podría jurar que, al darse vuelta ella estará entre las sábanas, somnolienta. Se inclinará sobre su cuerpo desnudo, la respirará sin tocarla y otra vez ese sobresalto en el pecho. Esta vez prefiere no darse vuelta, no comprobar si ella está o no está. Así que salta por la ventana. Y mientras desde la calle suben un bocinazo, voces, ella se despabila, ve el cuarto vacío, la ventana abierta que le llama la atención, siente frío.

#

Desde que se separó hace dos años la remisera pasa catorce horas por día en el auto. Por culpa de su marido, que extrañaba el país. Al año de volverse se separaron. Ninguna de las dos hijas ve al padre: la justicia le puso una perimetral. Las dos estudian comercial nocturno. Una está en quinto y la otra en cuarto. Las dos trabajan, la mayor en una peluquería y la menor en un vivero. Por suerte, el auto es mío. Cuando las chicas terminen el secundario venderá el auto y con lo ahorrado volverán a Canarias. Estas vacaciones, se lamenta, tampoco tendremos playa, dice. Pero se las ingeniará para pasarla bien en Pigué, el campito de sus padres, que tiene un tanque australiano donde las chicas se refrescan y ella las mira desde la sombra. Todo lo que quiero es descansar a la sombra. No le pido más a Dios. El hombre paga, se baja, y no camina una cuadra cuando escucha el golpe. Un colectivo embistió el auto incrustándolo en una tienda. Agradece a Dios no haber estado a bordo.

#

En los últimos tiempos me quedaron sólo dos amigos. No es poco, me digo. Tendría que verlos más seguido. Esta mañana llamo a uno, le pregunto cómo está. El jueves me opero de cataratas, me dice. Tal vez la semana que viene te pueda ver. Me quedo pensando en la forma en que dijo ver. Llamo al otro. Tarda en atender. Acá estoy, me cuenta, además del epoc, tuve un neumotórax. Ahora, con el oxígeno a cuestas. Me cuenta cómo funciona el motorcito, la conexión a la electricidad, siempre se dio maña para los electrodomésticos. Querés que te visite, pregunto sin ganas. Mejor no, me contesta, tengo que hacer reposo. Y vos, me pregunta. Ando, le contesto. Cuidate, me dice. Agarro el bastón y salgo. No funciona el ascensor. Bajo los nueve pisos por la escalera. Entre un piso y otro, se corta la luz. No tengo miedo, me repito.

#

Cuando traemos a los chicos a la plaza hay un tema que evitamos y es los que desaparecen pero nunca falta una que lo saca y cuenta una historia, la del chico ese que desapareció y cuando lo encontraron le faltaba un órgano, así son las cosas, y mejor no hablar del caso porque una se distrae y cuando te das vuelta Pablito no está, estaba acá hace un instante, no vieron a Pablito, un chico rubio, con un buzo azul, Pablito, grita una, mi hijo, no vieron a mi hijo, Pablito, grita.

#

Todas las mañanas, después de afeitarse y ducharse, prepara el desayuno y pone la mesa. Exprime un limón para ella, un pomelo para él. Té lapsang para ella, café fuerte para él. Tostadas de pan de centeno con queso crema y palta para ella. Tostadas de pan casero con manteca y miel para él. No será un buen día si no cumple con el ritual. Después, se sienta. Está todo como a ella le gusta, aunque se fue hace un año. Después de desayunar levanta la mesa, lava las cosas, las acomoda en el escurridor, se seca las manos. Voy a caminar, dice. Descuelga la campera, se la pone y sale a la calle.

#

La víbora del bosque que soñé anoche me despertó esta mañana, un siseo bajo la almohada. Cuando quise incorporarme la tenía a mis pies, enroscada, mirándome. Me miraba fijo. Salté de la cama, me imitó. Le tire un jarrón, un cenicero. Me encerré en el baño. Esperé agarrando el secador. No sé por qué se me ocurrió que podía ser un arma. Abrí la puerta, ahí estaba. Me seguía donde iba. Estuve por llamar a la policía, pero adivinando mi intención, saltó sobre el teléfono. Quise abrir la puerta, se me adelantó. Parecía querer algo de mí. Me fue arrinconando hacia la cama. Me acosté. Cerré los ojos. Apreté con fuerza los párpados. La sentí encaramarse sobre mí, enroscarse, quedarse quieta. Me desmayé o me dormí. Y ella volvió a mi sueño. Ignoro cuánto tiempo estuve en ese sueño. La víbora se perdió en el bosque. Entonces me desperté. Miré alrededor. El jarrón roto, las sillas volcadas, la mesa torcida, el secador tirado. Ordené un poco. Fui a la oficina, a la tarde me encontré con mi novia. No me animé a contarle. Y esta noche, ahora, antes de acostarme, miro debajo de la almohada. Salgo a la noche. Por las dudas, me voy a un hotel. Cuando por fin se me caen los párpados, veo el bosque, escucho el siseo.

#

No hay sufrimiento de amor que no encuentre su canción, dice el pibe que vende discos usados en el fondo de la galería. Sin embargo, habla con la seguridad de quien enuncia la verdad de lo vivido. Los que vienen a buscar tal o cual disco del pasado, dice, buscan recobrar una sensación perdida, que no volverá a ser. Sé lo que es. Ella cantaba boleros, dice. Hace tres años, cuatro meses, cinco días y nueve horas que me dejó.

#

A tu edad y viuda no es bueno estar seca, le dice la ginecóloga. Máxime, si no tenés pareja. La ginecóloga le recomienda que use juguetes para lubricarse. También le recomienda una crema. Tenés que quererte, le dice. Si te querés, seguro vas a encontrar pronto a alguien. La doctora es joven, moderna, informal, segura de sí, Aunque podría ser su hija, la trata como si fuera su madre. Empezá esta noche, le dice. Te vas a divertir. Y ella esa misma noche obedece como una buena hija. Se pasa la crema. Agarra el juguete. Lo acciona. Y cuando está a punto de deslizarlo en su interior, se echa a llorar.

#

Le gusta venir a esta iglesia en el centro. Viene cuando experimenta una ansiedad que lo supera, ganas de no sabe qué. Entrar en la iglesia lo calma. No sabe si cree en Dios y si la mayúscula es pertinente. Lo calma el silencio, y los sonidos apagados, la calle, el mundo quedaron afuera. No está solo. Se sienta en un banco. Además de los íconos que le parecen toscos, con un aire artesanal hay, como él, unos pocos de distintas clases. Lo calma sentir que no está solo en el mundo, que otros también precisan este silencio que dice lo que cada quien quiere escuchar. Y, sin embargo, lo que dice el silencio es siempre lo mismo, el silencio de Dios.

#

A mamá le gustaba nadar. Todas las tardes del verano, a esta hora, íbamos juntas a la playa. Ella se desnudaba. Me daba un beso. Esperame, me decía. No temas, me decía, soy una sirena. Yo no me atrevía a decirle que tenía miedo de que no volviera. Pero ese verano, una tarde, me animé y se lo dije. Mamá me sonrió: nunca te voy a dejar, me dijo. Nunca, repitió. Y esa tarde la esperé, la esperé. Se hizo de noche. Tuve frío en la oscuridad. El mar brillaba. Me acosté en la arena. Me despertó el sol.

#

En la mañana de un sábado soleado, a través de la ventana, la ropa tendida en la terraza del edificio de al lado. Cada edificio tiene sus secretos. En esas prendas, en especial en la llamada ropa interior, se exponen los de sus habitantes. En este barrio predominan las oficinas y los alquileres temporarios, vive gente sola o en pareja, sin chicos, no hay lugar para ellos: los departamentos son estrechos. Por tanto, todas las prendas al sol son de adultos. Inducen a preguntarse cómo fue elegida tal o cual, por quién y por qué fue elegida, qué efecto secreto se perseguía. Su exhibición en la terraza bajo el sol radiante habla del pudor, lo oculto, remite a la noche, la soledad de lo íntimo.

#

Qué se hace con ese nombre que le viene a la boca, se pregunta quien camina esta cuadra que le trae la memoria de quien no quiere recordar pero recuerda hasta que cruza, pasa a la otra cuadra y el nombre temido empieza a disolverse mientras piensa que, en efecto, no conviene volver a los lugares donde se fue feliz.

#

Una mañana sale de su departamento, entra al ascensor, cruza el hall de entrada del edificio, y sale a la calle. Ni un alma. Nadie a la vista. Los autos pasan vacíos, sin conductor. Y lo mismo pasa con los colectivos. Los negocios están abiertos. Pero no hay ni quien atienda ni tampoco clientes. Se detiene ante una vidriera. Y no ve su reflejo.

#

El silencio la despierta antes que la claridad. Al bajar de la cama, los pies en el agua. La crecida está adentro, los pies en el agua, así que va a agarrar unas frazadas, despertar a los chicos y subirse los seis al techo. Espera que esta crecida no le trague otro, aunque sería una boca menos.

#

Tarde o temprano hay un momento, un instante, un segundo, tal vez menos de un segundo, una fracción de tiempo inmensurable por lo pequeña en que las cosas se van al carajo y después ya nada vuelve a ser lo mismo, seres que caminan hablándole a alguien que no está, y no importa si esa o ese alguien, partió, murió y quedaron infinidad de palabras sin decir, y si se dijeran no serían escuchadas y a pesar de la ausencia igual se dicen y es el caso de la cantidad de gente que anda hablando sola como yo por estas calles.

#

Los árboles del bosque están vivos. Por eso asusta pasar la noche solo entre ellos. En la oscuridad las ramas gimen, cuchichean, susurran. Vaya uno a saber que están tramando.

#

Y sin embargo están los libros, novelas, cuentos, poesías, ensayos, que no serán leídos y esta conciencia de la finitud no amedrentó ni detuvo a quienes los escribieron y ahí están, esperando lectores, mensajes en botellas flotando en los océanos del tiempo como esta observación que escribe contra viento y marea, confiando que quizás alguien la advierta, se dice mientras vacila en la puerta de la librería y después sigue de largo, entra en el supermercado y compra una botella de whisky.

#

La chica ciega sentada en el banco de la plaza en el sol de la tarde tantea a sus costados sin encontrar el bastón, se le debe haber caído, piensa, se agacha, se arrodilla, los busca en el piso, bajo el banco, y nada, los que pasan la miran, se vuelve a sentar, espera, ya está oscureciendo, se da cuenta por la temperatura que baja, la brisa fresca, y ella sin el bastón reza rogando que quien le robó el bastón se arrepienta.

#

En el sueño del fantasma hay un chico que duerme con la luz prendida.