El cuento por su autor
Este relato está basado en una tía muy querida de la que llevo el nombre. Es una versión abreviada para Verano/12 y forma parte de un libro aún inédito. Quizás la escritura de este relato fue un intento de seguir el rastro del nombre, su resonancia y una manera de reflexionar sobre el vínculo con ella.
Escribir tiene mucho de quedarse dando vueltas sobre una palabra, una frase, un detalle o una idea sin ninguna prisa. Los escasos recuerdos, las sensaciones, ciertas imágenes, algunas frases entrecortadas o sueltas que persisten de mi tía o sobre ella fueron algo en lo que detenerme e insistir –y existir también–, sin buscar el avance de la peripecia.
La persuasión, dice Claudio Magris en su hermoso libro El Danubio, es el amor por el transcurso, por vivir cada instante sin la impaciencia de quemarlo pronto, sin la impaciencia del resultado. Lo mejor de la escritura tiene que ver con escribir como si deseáramos no llegar nunca a ningún destino.
Tía Ceci
El amor que mi madre tenía por mi tía Ceci se materializó en mi nombre. Cecilia por tu tía Ceci. Ceci estaba ahí, era su hermana mayor, tan cerca, y yo su sobrina, la segunda hija de mi madre, con el mismo nombre, un tributo en su presencia. Siempre lo pensé como un correlato del amor entre hermanas, pero inevitablemente también era otra cosa, algo más. Si bien no se buscaba de manera explícita que yo fuera parecida a Ceci –la imposibilidad de eso se daba por descontada–, los diferentes sentidos con los que se cargaba su nombre quedaron, en cierto modo, anidados en el mío, que mantenía el eco, el doblez insoluble dado ya desde las primeras palabras, Ceci por tu tía Ceci, que trazaban una dirección, el lazo irrompible de un nombre con otro. Y el nombre de Ceci, gracias a la aparición del mío, se había cargado de la resonancia de otro idéntico, que sonaba como una duplicación, como si desde mi nacimiento ella hubiera pasado a llamarse CeciCeci, así como yo me llamaba de manera doble desde el principio. Y en uno vibraba el otro. Yo era la sobrina que llevaba su nombre, que lo llevaría al sobrevivirla, y ella era la tía que me lo daba y que desde ese momento dejaba para ella de ser único. Llamarme así nos había modificado a las dos, porque ya antes mi madre y Ceci habían establecido un vínculo que las conectaba a una con la otra, y las derivaciones de ese amor se habían ampliado y complejizado en el nombre que Ceci cedía y yo recibía.
La tía Ceci era un ser sin igual, algo de otro orden. Ceci es hermosa. Su bondad también era incuestionable, evidente para todos. Había algo en Ceci, cierta santidad, basada en su capacidad para reconocer de inmediato lo que era justo y noble, y aferrare a eso. No le gustaba criticar y no permitía que se criticara en su presencia. Marcaba los aspectos que el que criticaba no estaba teniendo en cuenta, a veces más como compensación, pero no una compensación que buscaba nivelar, sino como algo que volvía a toda crítica injusta. Y si no convencía o hacía recapacitar a los demás, por lo menos lo ponía sobre la mesa y una sentía que sus palabras lograban establecer un escudo en el que ella dejaba la maledicencia y la injusticia fuera de su ámbito. En la familia ella era la defensora de pobres y ausentes.
La belleza de Ceci era evidente y apacible, resplandecía en su mirada azul y soñadora, en su sonrisa en la que asomaban dos dientes chuecos, que le daban todavía más encanto. Tengo cara de galleta, decía. Y sus palabras eran vistas como un intento de sacar a relucir lo bello y lo bueno de los demás, como si para hacerlo debiera primero demoler el alto pedestal que se le había construido. Cada vez que mi abuela presentaba a mi madre y la gente decía qué linda nena, ella replicaba: Esperen a ver la otra. Mi madre lo contaba sin envidia ni enojo; lo creía verdadero, no admitía cuestionamiento. Y entre las dos se lanzaban una a la otra el derecho de ser catalogada como la más bella. Sofi es mucho más linda; Ceci es la verdaderamente hermosa.
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Ceci levantaba sus piernas largas y delgadas con pasos de baile, agarrada a la mesada de la cocina de su casa. En Punta Lara, en la playa larga y mojada del río, apisonada y ondulada por las crecidas, Ceci hacía saltos de ballet y trataba de enseñarme. Yo los repetía una y otra vez. Íbamos saltando las dos por la arena dura, felices y aladas. Un, deux, trois, pas de deux. De chica había estudiado ballet y quería ser bailarina, pero a mi abuelo y quizás también a mi abuela no les parecía una carrera seria, y en un momento se lo habían impedido. A la salida del secundario empezó a estudiar Sociología. Viajaba en secreto a Buenos Aires porque en La Plata no existía la carrera. Dos años estuvo yendo y volviendo de la Facultad sin decirles nada a mis abuelos. Sabía del peligro y el ocultamiento era la vía más simple de seguir su deseo. Mi mamá y el resto de los hermanos la cubrían, decían que estaba en lo de una amiga, que había ido al cine, o llegaban tarde ellos también para que la ausencia de Ceci no se notara. El tío Chufo, su hermano menor, iba a buscarla a la estación cada noche, sin faltar una sola vez durante todo ese tiempo. Los hermanos se comprometieron, de manera coordinada, en defender la carrera que quería hacer Ceci –el gesto de rebeldía, su idea de futuro–, pero el Chufo tuvo el papel más activo, casi militante. Hasta que una noche el abuelo la esperó despierto, sentado en un sillón cerca de la puerta de entrada. Y con palabras simples, que tenían el peso de lo irremediable, cambió el destino de Ceci: No podía seguir estudiando Sociología, iba a estudiar para ser escribana. Parada en el vestíbulo de entrada, Ceci escuchó a su padre y no hizo ningún intento por responder. Se acopló a lo que él y mi abuela habían decidido para ella. Cuando se recibió de escribana, empezó a trabajar en la escribanía de mi abuela. Entrar en la vida de los otros –conocer cierta intimidad, irregularidades y conflictos que no se animaban a contar en público– y repararlas en cierto sentido, organizarles los papeles, dejar sus vínculos familiares un poco menos anudados, era algo que Ceci hacía con verdadera pasión. Se dispuso a hacer esa tarea como su propio camino reencontrado, su deseo redescubierto.
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En la casa de Ceci siempre había montones de chicos de distinta procedencia, amigos de mis primas, que se quedaban a comer. Y Ceci o Alfredo cocinaban guisos con arroz, que servían con cucharones en platos que iban pasando de mano en mano. La tele estaba prendida mientras nosotros hablábamos, chocábamos los cubiertos en los platos, sumábamos más confusión y ruido al ruido de la tele, pero siempre había algo que permanecía tranquilo: Ceci y su copita de vino. La copa era lo único quieto en medio de ese caos en el que estábamos reunidos todos. Ceci extendía su mano a la copa y la copa exponía su cara vidriada. Conformaban una intimidad de objeto y persona perfecta y tranquila. Tomaba sorbo a sorbo, despacio, en una concentración serena. No necesitaba la calma alrededor para tenerla, ni el silencio para disfrutar de su copa de vino. Su mano descansaba en la copa, que se recostaba en su mano. Ceci bebía, dedicada a la tarea completa de tomar cada vez como la única vez.
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Su casa era algo en construcción, no porque estuviera inacabada sino porque estaba en constante transformación. Sucesivas modificaciones, remodelaciones, reescrituras de planos, cuartos dentro de cuartos. La casa se transformaba; no se podía conocer o, más bien, entender a simple vista. Se veían pisos a media altura, escaleras atravesadas, ventanas altas, techos que bajaban o subían al pasar de un ambiente a otro. Cada lugar era un lugar nuevo, que había que entender y conocer en sí mismo. El tío Alfredo era arquitecto, apenas le faltaba una materia para terminar la carrera, y la idea de una casa quieta y estable no congeniaba con su gusto por seguir trabajando los planos. Pero no era solo eso, también había algo de la impronta de mi tía Ceci. La casa se modificaba para dar albergue o refugio, contener personas en su interior, gente que se quedaba a dormir, a vivir un tiempo. Ese parecía ser su principio vital. Por un lado, estaban los hijos del tío Alfredo, que eran tres y pasaban temporadas en la casa. Pero refugiaba también a diferentes personas que debían esconderse, familias enteras o partes de ellas, que debían huir o estaban en camino de huir, y mientras preparaban su salida del país pasaban un tiempo guardados en la casa de Ceci, que también los ayudaba a organizar los papeles para salir del país. En la escribanía, mi abuela y Ceci hacían poderes para que uno de los padres sacara a sus hijos cuando faltaba el otro.
Las veces que me quedaba a dormir, lo hacía en el cuarto de mi prima, que no era solamente de ella, o no lo era completamente. Había varias camas, pensadas para que pudieran dormir ahí diferentes personas. Una vez Ceci me regaló un juguete que era de mi prima. Ella estaba presente cuando me lo dio, creo que yo dije que me gustaba y mi tía me dijo que me lo llevara, que era mío, como si fuera una simple reubicación de un adorno, el paso de una repisa a una mesa en la que quedaba mejor. No recuerdo qué juguete era, pero me quedó grabada la reacción de mi prima. Por un segundo algo se desplomó en su mirada, la sensación cruda de ser despojada de algo querido. Al instante mi prima se recobró y aceptó la pérdida de su objeto. Era algo que Ceci hacía seguido, regalarle a alguien, que ella pensaba que lo necesitaba más, los juguetes, la ropa o cosas de sus hijas. Cada vez que una familia se escondía un tiempo en la casa de Ceci, mis primas sabían que su guardarropas se achicaría. Pobres; ustedes tienen de todo. Ellas siempre necesitaban menos que los demás, menos o en lo más mínimo, ese objeto que perdían. Y a pesar de esas entregas, de esas mermas, sus hijas siempre seguían teniendo todo, y los otros seguían siendo pobres.
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En el último tiempo decía que quería adoptar un hijo. Como ella y Alfredito ya eran grandes, no pensaban adoptar un bebé –no podían hacerlo– sino un chico de unos ocho años. En las reuniones familiares sacaba el tema, contando su decisión, machacando, como si supiera que tuviera que vencer una resistencia. Todos la escuchaban un poco incómodos, pero ella no se detenía. Contaba los adelantos, las averiguaciones que había hecho. Estaba contenta con la idea de criar otro hijo, ella que había criado –parcialmente, por temporadas– varios niños, sobrinos, los hijos de Alfredo, una de las hijas del tío Chufo después del secuestro de su madre, dos años después que el de él. Los niños nuevos que aparecían no eran tomados como visitantes sino como parte de la prole que recibía los cuidados de la tía Ceci. A la mañana cada hija nueva era peinada para sacar los nudos que se hacían al dormir. Hundía el peine por la parte ancha en el punto del nacimiento del pelo, al borde del cuero cabelludo, y las cerdas desaparecían en la espesura negra, castaña o rubia. Los pelos se separaban en líneas suaves –en un sutil alineamiento– y los rastrillaba hasta las puntas. Cuando el peine se trababa, de pronto una araña había crecido debajo de las cerdas, ella tiraba. Al llegar hasta abajo, el peine volvía a ser un objeto completo. Viajaba libre hacia arriba y volvía a perder sus cerdas hundido debajo de la nuca, para continuar otra vez por la línea de siembra. Después llevaba el pelo al centro de la cabeza y lo agrupaba en su mano para ponerle la gomita bien pegada al cuero cabelludo. Cada niña suya gritaba en ese proceso en donde el pelo era el foco de su atención. Ceci no respondía a sus gritos, seguía hasta lograr la perfección de la tarea: la prolijidad de su cría. Una vez que la colita quedaba “sin grumos”, dejaba el puesto a la otra niña suya –la de siempre o la temporaria– y hacía lo mismo. Todas nos quejábamos, pero ser peinadas por Ceci era ser parte de su crianza, y en el fondo era lo único que queríamos.
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No podía ser más opuesta a mí. De niña tuve la ilusión de que mi piel se volviera blanca como la de ella. Era una aspiración generada quizás por lo que había de ella en mi nombre, que a la par que me acercaba, marcaba el contraste. Mucho mejor tu piel, la mía es blanca como la leche. Ponete que te saco una foto. Era la época en la que Ceci se había puesto a estudiar fotografía. Se había comprado una cámara manual y estaba horas haciendo foco, encuadrando. Había que tener mucha paciencia y mucho tiempo. Sus fotos se parecían a la técnica del daguerrotipo. A mí no me molestaba quedarme así mientras Ceci buscaba el encuadre, el foco. Íbamos al jardín de la casa de mi abuela, entre las plantas, con la luz del sol que se colaba, yo sentada en una silla, mirando la cámara, quieta, y ella parada frente a mí, algo agachada, y quieta. Me acuerdo de esa larga sesión en el jardín, las dos abstraídas, yo en la pose infinita, ella en el foco y en su intento de ser fotógrafa. Quizás pasarse horas detrás del objetivo de la cámara la hacía sentirse una fotógrafa profesional, y se quedaba recorriendo su fantasía, imaginando que hacía sesiones de fotos, que trabajaba para una revista de modas, como las que solía tener en su casa. Yo estaba encantada de ser su modelo –el tiempo no tenía medida para mí, curiosamente para Ceci tampoco–, habíamos coincidido las dos, una a cada lado de la cámara –de la pose– y el tiempo no importaba o, más bien, queríamos seguir eternamente así. Ella largamente fotógrafa, yo largamente modelo. La quieta longitud de esa tarde, soleada y verde, en la que las dos jugábamos a ser algo más, persiste. Pero para mí era más que eso, más que la pose, era también tener su atención, su concentración en mí. Ceci me miraba, detenía su mirada. Las dos o tres fotos que hay de esa tarde –no más, porque disparaba muy poco la cámara– logran captar en la imagen esa larga mirada recostada en el tiempo, en el transcurrir detenido que era ser fotografiada por Ceci. La expansión pausada sin la impaciencia del clic. No es el instante en el que estuve ahí lo que atrapan esas fotos, es la extensión de esa tarde en la que yo permanecía –por mi juventud y por mi vínculo con ella– al resguardo del tiempo.
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La veo a Ceci sentada en la sala de la casa de mi abuela en una plácida ausencia, con las piernas cruzadas y un brazo apoyado sobre otro, cruzados también pero no completamente, la mano sobre la pera, como sosteniéndosela; escuchando la conversación que acaloradamente se llevaba a cabo, pero siguiendo también sus propios pensamientos, quizás a cuento de lo que ahí se desarrollaba, quizás sin conexión con eso; mirando a mi madre, su hermana, que sostenía las palabras, el largo discurrir en el análisis político de la situación coyuntural y estructural, pero por momentos mirando la nada, detenida la mirada en un punto fijo, sin ánimo de hacer una declaración, una afirmación de una falta de interés o de importancia, simplemente con cierta ausencia serena. Ceci miraba y escuchaba –como yo miraba y escuchaba–, o simplemente prestaba su cuerpo, su presencia ahí, para que algo que pasaba, que solía pasar, que venía pasando de tiempo atrás, siguiera su cauce, tal como estaba habituado a ser, pero sin resignar un ápice de su intimidad ni permitir que se entrara en ella.