El reciente lanzamiento del “robot conversacional”, ChatGPT, desarrollado por la empresa OpenAI, desencadenó inmediatamente una avalancha de comentarios. Lo que más se puso de relieve es que el sistema, diseñado para responder preguntas escritas, ofrece respuestas de una calidad sintáctica y coherencia "sorprendentes".
Sin embargo, como si pidiéramos más, lo que demuestra una falta de pensamiento crítico, esta observación fue matizada por el hecho de que el resultado aún está en pañales; son necesarios un cierto número de avances para igualar a un ser humano. Pero aquí es precisamente donde reside nuestra gran ilusión. La que consiste en creer que se trata de dispositivos que utilizan un lenguaje similar al nuestro.
Por eso es necesario ir a ver –lejos del discurso forjado por la industria digital, que tantas veces tomamos al pie de la letra– cuáles son los resortes de estas tecnologías. Estas son capaces de disecar la estructura de corpus textuales disponibles en bases de datos o en Internet para elaborar leyes semánticas.
En este sentido, lo que caracteriza a estos enunciados es que no son más que la producción de algoritmos que se alimentan de análisis estadísticos, tomando así su única fuente de registros ya existentes. En este caso, son ajenos a lo que supone el llamado lenguaje “natural”.
Porque la especificidad del lenguaje humano radica en que surge de una tensión entre un vasto léxico, formado por palabras, reglas gramaticales y nuestra capacidad de generar fórmulas en una relación con el tiempo que no es la de un apego exclusivo al pasado, sino la de una dinámica conjugada con el presente y en constante devenir.
Cuando hablamos o escribimos, bebemos constantemente de un océano fraseológico, ajustándonos, de manera indeterminada, a un contexto específico cada vez. Cualquier locución, escrita o hablada, proviene de un surgimiento que invariablemente excede cualquier esquematización anterior. Y es esta dimensión la que está ausente del verbo mecánico, porque sólo es el resultado de parametrizaciones que responden únicamente a determinadas funcionalidades. Es la que opera, por ejemplo, en el asistente personal Siri (propiedad de Apple) que nos dice “¿qué puedo hacer por ti? “. O en altavoces conectados como Alexa, desarrollados por Amazon, cuyo único objetivo es guiar nuestras decisiones con fines principalmente comerciales.
Más que preguntarnos ingenuamente si estos sistemas pronto nos reemplazarán en la redacción de textos –signo entonces de una renuncia definitiva al uso de la propia razón– ¿acaso podemos ver el modelo civilizatorio que, calladamente, se está instituyendo?. El que resulta de una doble transformación de nuestra relación con el lenguaje. Se verá, por un lado, las inteligencias artificiales llamadas "generativas" dotadas del poder de habla con aires supuestamente idénticos a los nuestros, en las que poco a poco se delegará el cuidado de gestionar nuestras relaciones con los demás, así como muchas otras de nuestras tareas actuales. Esto, según un fenómeno que nos exime de esta facultad que, sin embargo, condiciona nuestro derecho a pronunciarnos en primera persona y a conducirnos de acuerdo a nuestro juicio, dentro de una sociedad libre y plural.
Por otra parte –y este es el objetivo principal– se erigen tecnologías que nos prodigan sus buenas palabras con un tono familiar e íntimo, pero consideradas superiores y despiertas, incitándonos a actuar de tal o cual manera, dentro de una relación dialógica instrumentalizada. Es un modelo vigente desde hace quince años, debido al desarrollo ininterrumpido de la inteligencia artificial.
Es el modelo de la interpretación y recomendación robotizadas de nuestros gestos para nuestra supuesta mayor comodidad. Como tal, ahora prevalece no un capitalismo de “vigilancia”, sino más exactamente de “la administración de nuestro bienestar”. En el cual seguimos acurrucándonos, sosteniendo estos espectros digitales para entidades altamente iluminadas y guiándonos día y noche por el camino correcto.
Lo que también conviene señalar es que estos dispositivos se están sofisticando constantemente, en particular debido al aprendizaje automático (procesos de autoaprendizaje), llamados a adoptar apariencias cada vez más naturales y de los que será difícil apartarse de sus exhortaciones que parecen provenir de conciencias omniscientes. Es un lenguaje industrializado ocupando nuestro lugar, que guiándonos continuamente se convertirá en un habitus, en especial con las generaciones más jóvenes, quienes rápidamente encuentran estos usos tan fáciles y evidentes.
Es también un proceso epigenético el que está en marcha, de modo que nuestra mente, que está constituida para ser plenamente activa, se dejará llevar por estos sistemas, reduciendo paulatinamente el uso de nuestras facultades expresivas. Porque es en una perspectiva de mediano y largo plazo que debemos evaluar el alcance de las consecuencias inducidas por el desarrollo de estas tecnologías.
Esas convulsiones gigantescas -de alcance en última instancia antropológico- que venimos viviendo sin tregua desde hace veinte años, son ante todo fruto de la industria digital. Es el caso de Elon Musk, creador de Open IA, ahora propiedad de Microsoft. Pero también son empresas que, en todo el mundo, están firmemente comprometidas en estos campos de investigación.
"¿Quien habla?", preguntaba Nietzsche. ¿Acaso lo hacen hoy estos programas cuyo lenguaje, privado de su dinámica vital, transmite una visión del mundo basada en el reduccionismo y el utilitarismo generalizados? ¿O, por el contrario, acaso son nuestras voces, cada una única, surgida de nuestro espíritu y de nuestra sensibilidad, las únicas capaces de establecer vínculos activos con los demás y con la realidad?
Más que nunca, ha llegado el momento de plantear la cuestión de la lengua, la que queremos hablar -en nuestro nombre y en un todo verdaderamente común- como la cuestión moral, política y civilizatoria -literalmente la primera- de nuestro tiempo.
* Éric Sadin es filósofo, especialista en el mundo digital. Último libro publicado: La era del individuo tirano: el fin de un mundo común (Caja Negra Editora, 2022).
Traducción:Celita Doyhambéhère