No necesariamente, pero gran parte de los lectores de siempre y de los que quedan, entra en la ficción, la poesía o los ensayos buscando la revelación de algo que ya sabe, pero todavía mantiene desorganizado o inconsciente.
Las grandiosas veces que eso ocurre, las veces en que los ojos se detienen en un párrafo, una imagen, una afirmación que reverbera en nuestro interior con nuestra propia voz, sucede algo como lo que describía Rosa Montero en La loca de la casa, aunque referido a la escritura: en la calma del océano, de pronto, irrumpe grandiosa una ballena que salpica al mundo y rápidamente vuelve a hundirse en las profundidades, pero deja en los que la han visto el recuerdo de su ojo inteligente.
Pasa eso con esas frases de otro que leemos como íntimas: uno relee y miles de coordenadas del pasado y el presente se entrecruzan en cadenas de sentido múltiple, pero lo que sentimos es el avistaje de esa ballena que rompe la calma del agua con su propia vida, y antes de volver a sumergirse nos avisa con su ojo que ella sabe lo que dice. Que lo que intuimos es verdad.
Y a partir de ahí se trata de descifrar todos los significados que se nos han abierto, y en consecuencia nos hacen más humanos. Una de las grandes frases, en este caso una idea, que leí en mi vida, y que he aplicado a circunstancias políticas, sentimentales, familiares y existenciales, le pertenece a Scott Fitzgerald y me acompaña desde muchos años. Es ésta:
“La prueba de una inteligencia de primera clase reside en la capacidad de retener en la mente dos ideas opuestas al mismo tiempo sin que se pierda por ello capacidad de funcionamiento. Uno debiera, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a cambiarlas”.
Pese a la identificación que me une a estas palabras de ese gran escritor que dejó constancia de la burbuja de alcohol y oportunidades en la que vivía la sociedad norteamericana justo antes de la gran crisis del 30, seguramente nada de lo que yo he asociado a lo largo de los años con esa afirmación debe haber estado en su mente.
Está escrita desde el individualismo de su época, pensada desde un sujeto en lucha contra su propia desilusión. Aquellas eran personas --y Scott Fitzgerald fue un clímax de éxito juvenil y despilfarro de recursos económicos y emocionales-- educadas para ganar, personas frágiles que cuando llegó el crack de la Bolsa y la recesión, se echaron la culpa a sí mismas por sus fracasos. Los niños mimados de la Era del Jazz no sabían frustrarse.
Pero eso es lo que tienen algunos autores que en algún punto rozan lo poético. Hablan de algo que va más allá de lo que ellos mismos quieren decir cuando lo escriben. Y hasta de lo que ellos saben cuando lo escriben. Pese a descubrir esa frase en uno de los ensayos más autorreferenciales de El Cruck Up, la entendí en su lógica original pero no pude evitar que mi época la abriera a otro sentido: es perfectamente trasladable a un sujeto colectivo, y estos primeros días del año volvió a sobrevolar con insistencia.
Lo que dice la frase explica por qué los pueblos siempre vuelven, porque hay una pulsión vital que hace que especialmente en nuestra región haya inteligencia de lucha acumulada generación tras generación durante siglos.
El que no sabe nada de pronto sabe todo. Lo hemos visto en Chile, en Colombia, en Perú, en Bolivia, en Brasil, en Venezuela. Muchachos y viejos, negros y blancos, peleando en las refriegas de los estallidos y dando sus razones: lógicas, históricas, informadas, con contexto. Los pueblos saben por qué pelean cuando deciden hacerlo, y deciden hacerlo cuando su propia existencia o las de sus países corre peligro. Las que no saben por qué se manifiestan y parece que lo hacen para evacuar su agresividad son las audiencias. O se es pueblo, o se es audiencia.
Es tal el grado de degradación institucional en el que vivimos con la mafia controlando nuestras vidas y ningún árbitro al que poder pedir auxilio, que por primera vez esas instituciones son visibles para millones de personas como lo que son: la estructura que contiene a la democracia. En el pasado hemos luchado por la democracia, pero nunca por las instituciones, que fueron siempre viejas, siempre injustas, siempre burocráticas, pero así y todo contenían un sistema político de alternancia y de límites constitucionales.
Hay un discurso dominante que da vuelta el guante desde hace más de una década. “El kirchnerismo busca impunidad”, ahora en boca de Larreta y en la tapa de esos diarios solo es aceptable en la secta extraviada que odia a Cristina con la intensidad de un rito pagano. Ya están desnudos: JxC, la Corte, Comodoro Py, Clarín, la embajada. En la sociedad del exhibicionismo y el espionaje, el poder va abandonando su opacidad como un efecto adverso.
Visto así, con ese conglomerado de poder real asociado y fuera de la ley, las cosas son irremediables. Pero estamos obligados a ese tipo de inteligencia de la que habla Fitzgerald, aunque a una inteligencia colectiva que nos permita evaluar correctamente todo lo que está dramáticamente en juego y la peligrosidad del enemigo, y al mismo tiempo estar decididos a recuperar lo nuestro: la patria, la democracia, la alegría.