En aquellos años, los 90, las lesbianas del mundo parecíamos muy pocas: Sandra, Celeste, la Ross, Martina Navratilova y pará de contar. En esta serie de pronto había entrado yo, por suerte no sola sino de la mano de una chica llamada Karina. Ahora solo quedaba enganchar a Marilina con la tenista y los tres pares de lesbianas que andaban sueltas estaban hechos. La idea de escasez hacía que lxs heterosexuales amigxs nos supusieran incondicionales para aceptar lo que viniese, e incluso, algunas de nosotras también lo creían y lo mejor parecía ser aprovechar a la que quedara libre. Es lo mismo que pasa en un vernissage: hay que tratar de comer la mayor cantidad de sanguchitos posibles porque no es tan común semejante ofrecimiento (he visto más de una vegetariana dejar de serlo cuando pasa una bandeja con empanaditas de carne). Una vez, cuando todavía no existía Internet, me quisieron presentar una policía que vivía en Chascomús. Yo no tenía auto y ella tampoco. Además, los uniformes nunca han sido exactamente lo mío, pero el hecho de que fuéramos las dos lesbianas parecía borrar cualquier otra característica particular, como por ejemplo que yo más bien tirara a hipona y a fumeta y ella a todo lo contrario. Pero para él, mi celestino, la información nominativa lesbiana-lesbiana parecía ser suficiente para formar una pareja. Se equivocó. No es como en las películas porno en las que basta la existencia de dos con las mismas prácticas en una sala de espera para que la pasión se desate. Por otro lado, no era sexo lo que él buscaba que yo tuviera con la joven policía: me estaba buscando un amor. Porque, ¿a quién se le ocurre que una lesbiana se pueda encontrar con otra para tener puro sexo? Igual, no quiero ser tan severa, estoy convencida de que su intención era demostrar que con las tortas estaba todo bien y que nos debía algún gesto contundente para demostrárnoslo, como si arrancáramos de la premisa contraria (no sé porqué imaginaría eso) que él tenía que encargarse de desmentir. Yo agradecí el gesto, pero no.
Creo que la primera vez que tomé conciencia de esta estrategia de ciertas personas para lavar sus conciencias presentando gays y lesbianas que no pegan ni con cola, fue por Ellen, la serie. En uno de los capítulos, Ellen DeGeneres después de hacerse famosa visita el colegio de su pueblo, al que fue en la primaria, y el director, para mostrarle que es un copado y que tiene la cabeza abierta, la deja a solas en la sala de profesores con el chongo que da Educación física. Las dos se quedan mirando sin tener nada que decir. Ambas son, para la otra, la última persona que habrían mirado sobre la tierra. Quizás el hombre tiene la idea de estar haciendo beneficencia a estas almas solitarias, porque si no, ¿quién les va a dar bola? Es común el prejuicio y aunque sea obvio, todavía a veces tengo que seguir aclarándolo: no porque me gusten las mujeres me van a gustar todas. Y si me gustaran todas no sería por lesbiana sino por razones diferentes. Me acuerdo cuando una amiga mía me presentó a su novia, era tan pero tan distinta a ella que me llamó la atención y le pregunté cómo la había conocido. En un cumpleaños, dijo, se dio que éramos lesbianas.
Me acuerdo que una vez entré a un tenedor libre donde había un grupo de comensales alrededor de una mesa giratoria, sus looks eran absolutamente variados y pensé que seguro eran tortas y putos porque si no me resultaba inexplicable. Sobre todo en esa época, el lesbianismo parecía bastar como condición para vincularnos (una vez salí con una chica a pesar de que yo sabía que era fan de Valeria Lynch. Duró nada). Es común en los pueblos o en los barrios como el mío que se suponga una desproporción poblacional enorme entre heterosexuales, el 99,9%, y la torta, el gay, o la trava. Somos personajes únicos del folklore local de quienes los otros pobladores imaginan que, aun sin llegar a conocer una correspondencia amorosa ni formar una pareja visible, nos quedamos igual. A esa clase de razonadores les aviso que si hay una lesbiana o un gay en un pueblo, seguramente hay, por lo menos, dos.