Creíamos que el mundo sería como lo soñamos. A lomo de nuestro verdadero equipaje, que son las emociones, las ideas, lo que sabemos, lo que hemos leído, soñado, deseado, nuestras pasiones, nuestros sentimientos y también los placeres que nos hemos otorgado. Esas experiencias estéticas que te transportan a mundos abstractos donde todo fluye y se hace comprensible. Hasta que un hecho concreto, obtuso, te paraliza y te desnuda. “A este negro de mierda me lo llevo de trofeo”, escuchó la parca de un rugbier detenido. Todo resultó de un brillo salvaje, desesperado. De una violencia obscena, simple, irracional.
El odio es un gran negocio. El otro es el miedo. El odio y el miedo se necesitan. La violencia se alimenta de ambos. La batalla contra el odio, que en teoría se podría explicar como defensa de la libertad, consiste en evitar el sufrimiento de los demás, no alimentarlo; en desmontar su pulsión, no en elevarla; en denostarlo, no en normalizarlo. Hay un odio que idólatra la violencia y sus placeres coercitivos, y que se manifiesta en la necesidad de satisfacer un estimulo obsesivo de placer. Es cuando sujetos alienados salen de “caza”, para golpear, provocar, denigrar y, en ocasiones, matar, como resultado de un entretenimiento banal, placentero, de fin de semana festivo. La idolatría de la brutalidad y la crueldad como resultado de una excitación obsesiva incontrolable.
En ocasiones, a uno le dan ganas de desaparecer como ser humano. Andrea Ranno, recepcionista del hotel "Inti Huasi" observó a los rugbiers luego de la agresión: "Venían riéndose, festejando, contentos", expresó. La violencia ya había sido banalizada, la muerte también. ¿Qué grado de neurosis o de trastorno de la personalidad (neurosis del carácter) se alcanza para sentir placer con la violencia? ¿Qué alteraciones de la conducta cognitiva se enquistó en estos violentos salvajes convencidos de que se dirigían a una “fiesta” (de golpes y patadas) cuando en realidad se encaminaban a una tragedia? En la autosatisfacción exacerbada de los deseos y los placeres anida la letra pequeña. En ese yo supremo, omnipresente, insolidario. En la vorágine posmoderna del individualismo neoliberal que confluye en una visión de la libertad ajena a los imperativos sociales, lejos de entenderse y de pensarse a través de los demás.
En la sociedad de la intolerancia y del consumo exacerbado, la búsqueda del placer representa una de las paradojas más crueles. Orientada hacia un bienestar infinito, a una siempre creciente posibilidad de experimentarlo corresponde una mayor incapacidad para obtenerlo y disfrutarlo.
Hemos dejado de pensar y de leer para mirar. Para mirar sin ver. Sin párpados, donde se vuelve difícil cerrar los ojos, detener la mirada y profundizar en ella. Un mundo donde se debilitan las formas éticas, de solidaridad y de ciudadanía, donde desaparece el pensamiento propio, la reflexión, la mesura y la racionalidad.
“En el alféizar de mi ventana amaneció una paloma muerta, es la pena amarga que nos atraviesa”, decía el poeta. Hoy estamos vencidos. Fernando ya no está con nosotros. No hay nada ahí afuera. No hay afuera. El odio nos borró la sonrisa.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979