En la madrugada del 18 de enero de 2020, un grupo de ocho jóvenes varones mataron de manera cobarde, salvaje y brutal a Fernando Báez Sosa, un estudiante de abogacía de diecinueve años de edad a la salida de un boliche en la localidad balnearia de Villa Gessel. La noticia bien podría ser una más en la larga serie de luctuosos episodios que el divertimento y el tiempo libre ostentan desde hace varios años ya en nuestra comunidad. Sin embargo este asesinato consumado con una saña desquiciada ha concitado el interés de la opinión pública. No tanto por la característica de la víctima, sino por la de sus victimarios. Los asesinos no coinciden con el fenotipo de lo que el sentido común espera de un criminal. Se trataba de rugbiers, es decir: un imaginario de chicos “bien” provenientes de familias acomodadas, egresados de colegios privados, con horizontes de profesionales, empresarios y buen pasar.
Hoy que se está llevando a cabo el juicio por el crimen de Fernando vale destacar las interesantes contradicciones que habitan en el ámbito de la “ovalada”, desde los muy bienvenidos equipos defensores de la diversidad sexual; representativos de núcleos aborígenes o aquellos integrados por personas que cumplen condena; hasta el lamentable caso de instituciones tales como el Club Universitario de Buenos Aires que, como ejemplo del más rancio y conservador pensamiento, recién desde hace dos años permiten el ingreso de mujeres a su sede central (aunque sin autorizarlas a realizar actividades, valga la aclaración). Tras el crimen de Fernando, la Unión Argentina de Rugby ha implementado el Programa Rugby 2030 con el fin de generar un cambio cultural que deje atrás la violencia, el racismo y toda actitud violatoria de los derechos humanos. No será fácil. En la comunidad del rugby aún prevalece el pensamiento negador y retrógrado que deposita afuera lo que se cuece adentro.
Para decirlo todo: desde que comenzó el juicio una gran parte del rugby apeló al mecanismo de la negación: el rugby es bueno y las personas que practican rugby son buenas. Esos ocho son asesinos que nada tienen que ver con el mundo del rugby. En definitiva, la misma actitud corporativa que adoptaron cada vez que los practicantes de este deporte protagonizaban algún desmán, atacaban a un indigente; le pegaban a un borracho; mandaban un joven a terapia intensiva; asesinaban a una persona como ocurrió con Ariel Malvino en el año 2006; o denigraban a las empleadas domésticas como los tuits racistas y –también antisemitas- emitidos hace un tiempo por jóvenes integrantes en ese entonces del seleccionado juvenil. Lo cierto es que no hay grupos de deportistas alistados en clubes o federaciones que provoquen desmanes o agresiones semejantes, sean tenistas; nadadores; voleibolistas; basquetbolistas; atletas; hockistas; futbolistas, yudocas, etc.
El jugador de rugby posee dos armas: un cuerpo fornido --a veces monumental-- preparado para ejercer y recibir violencia y una disposición para juntarse y actuar en grupo de la que no dispone ningún otro deporte. Dentro de una cancha esta disposición para juntarse permite cumplir con el principio de posesión de la pelota y continuidad en el juego. Afuera de la cancha, todo depende del móvil que anime a un conjunto de rugbiers. Por lo pronto, hace rato que el respeto al árbitro propio de la práctica de este deporte resulta insuficiente para contener fuera de la cancha el impacto de los imperativos de época ( éxito, triunfo, éxtasis y felicidad) sobre cuerpos jóvenes, en muchos casos carentes de los recursos psíquicos necesarios para orientar su energía.
Como ya hemos dicho tantas otras veces, todo cambio en pos de reducir la violencia de los jóvenes debe empezar por los adultos. Quienes creen que reaccionando en forma corporativa defienden al juego del rugby se equivocan de medio a medio. De esta manera sólo se aseguran la repetición de estos hechos criminales. Este escriba jugó y disfrutó del rugby durante varios años. Le consta que en el ambiente que su práctica reúne sobran las buenas personas. Sabe que el campo social del que se nutre este deporte es muy amplio. Basta mencionar las contradicciones que afloran cuando se intenta rendir homenaje a la gran cantidad de jugadores desaparecidos durante el terrorismo de estado, las máximas resistencias afloran dentro del mismo colectivo rugbístico. Al respecto, vale destacar que el seleccionado de Nueva Zelanda los “All Blacks” -considerado como el mejor del mundo- visitó la ESMA como muestra de su reconocimiento a la lucha por los derechos humanos del que nuestro país es vanguardia.
Es hora de que la dirigencia, los entrenadores y los jugadores de este país se capaciten en derechos humanos y los deberes básicos que una persona debe guardar para su semejante. No sirve continuar negando. El rugby necesita ayuda. Que se haga justicia por Fernando.
*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires; Profesor Nacional de Educación Física (INEF). Ex jugador de rugby de primera división; ex entrenador de equipos deportivos.