Los últimos recuerdos son los de sus ya raras salidas, en la calle de figura flaca y con bastón, en el Jockey Club de La Plata siempre casi mudo, un vistazo de alguien medio escondido en el jardín de su caserón. El misterio de Benito Lynch es de varias capas, la del bebé criado en el campo, la del platense casi de primera generación, la del conservador a la Roca con el oído más fino para el habla campera. Nacido en 1880, Lynch se dedicó a la literatura aparentemente gauchesca y ocultó con cuidado su centro, el reflejo de la transición del gaucho libre al peón usado, hambreado, castigado a manos de "patrones" de extrema frivolidad.
Los Lynch de su rama descendían de Patrick, nacido en Lidican, Galway, y llegado por estos pagos a fines del siglo 18 con algo en el bolsillo. El emigrante casa bien en la sociedad porteña y arranca una familia próspera, aunque no destacada. Para cuando nace Benito, porteño de pasada, el centro de la vida familiar es la estancia del abuelo Ventura en Bolívar. Papá Benito es político y pasa de intendente de Bolívar a legislador bonaerense, lo que arranca a la familia del paraíso rural. Benito padre es uno de los primeros platenses, en esa época por adopción a la ciudad a medio hacer, y es uno de los fundadores del diario El Día, intendente y director del zoológico.
La juventud del escritor no augura su transformación en una Emily Dickinson criolla. Estudia, tiene amigos, registra alguna novia y se da el gusto de jugar en la primera de Gimnasia en 1901. De a poco deriva al periodismo y empieza a publicar sus cuentos, que constituyen casi toda su obra. Con Los Caranchos de la Florida, su segundo libro, se hace famoso y vende bien, y con El Inglés de los güesos le llega la fama.
En el medio de todo esto está la enorme impresión del campo de Bolívar, que no es uno de los de ahora. Los relatos de Lynch rara vez tienen fecha discernible y su marco temporal hay que rastrearlo por las pistas que va dejando en su lenguaje. Todo el mundo habla en legüas, contadas desde "la cabecera" hasta el destino del viaje. La cabecera es el lugar en medio del campo adonde haya llegado la vía en ese momento, que puede ser una estación flamante en un pueblo o una pila de durmientes entre los pastos para frenar a un maquinista despistado. No hay caminos, no hay alambradas, no hay árboles: todavía es el campo de los cuadros de Prilidiano, en los que el horizonte es una línea vacía.
Este campo es durísimo, áspero, una tierra exagerada que demanda sobreadaptarse. Los gauchos de Lynch tienen más cuero que piel y no esperan cuartel de tanto gato, víbora, pozo artero o simple sobreabundancia de cortaderas y espinillos, por no hablar de los indios. El simple espacio es el enemigo de cualquier idea de facilidad, un lugar donde la distancia se cuenta en días de aguada en aguada. El resultado son personas altamente especializadas, como los puercoespines de Isaiah Berlin, que saben todo de una cosa. Lynch lo decía con la misma altivez seca que había aprendido en el campo: "El gaucho es el personaje esencial de mis obras, porque ya es un tipo hecho, completo. El hombre de la ciudad es todavía transitorio.”
El autor sabía que escribía sobre un mundo ya perdido, el del paisano de respeto al que no le podías faltar, el sujeto libre que se levantaba, se subía al caballo y se llevaba puesto todo lo que tenía y necesitaba. Y Lynch, a su manera secona, toma posición en el conflicto que hay. Un cuento arquetípico en esto es Tengo mi moro, incluído en Cuentos camperos, en el que un paisano emprende un viaje de cien legüas, unos cuatrocientos kilómetros, en un rumbo donde no hay absolutamente nada ni nadie. Al hombre le parece lo más natural entrarle a un viaje de días solo, sin más que lo que se lleva en el apero y sin más guía que la costumbre y los ojos.
Pero cumplidas veinticinco legüas, se descuida galopando y su hermoso caballo pisa una vizcachera y se parte la pierna. El hombre salta y sostiene al caballo para sacarle el apero, sabiendo que si se acuesta no hay manera de recuperarlo. Luego lo deja caer y le saca el cabezal, hace un buen paquete y empieza a caminar. Pero a los tres pasos vuelve y sacrifica al animal diciéndole "Amigo, encomendate a Dios". Lo que sigue es el infierno de caminar a campo traviesa con un recado al hombro y en botas de potro, que enseguida se deshacen y te dejan los pies sangrando. El gaucho, "alto, esbelto, con barba rala y hermosos ojos renegridos cuya belleza no alcanza a destruir esa torva expresión de desconfianza" camina tres días, cazando algún bicho para comer, sin agua y sin sombra alguna.
Son unas páginas de sufrimiento sin ningún entusiasmo de aventura, hasta que ocurre el milagro. Aparece una caballada salvaje y el hombre se hecha al piso, de modo de no asustarla. Sabe, como no sabemos los lectores, que los caballos son curiosos y se van a acercar a investigar. El gaucho los calma, los intriga haciendo cosas como levantar una pierna con un sombrero en el pie, los acostumbra y finalmente saca con mucho cuidado su boleadora y agarra el moro del título. Con montura nueva, sigue camino.
El remate del cuento es arrasador. El periplo del héroe termina en una estancia en la que entrega una carta sólo para recibir la respuesta oral del patrón local, que ya sabía que su cuñado andaba por Patagones y no valía la pena mandar la carta. Todo esto tuteando al héroe, que nos enteramos que se llama Facundo Lobos.
La falta de respeto al gaucho es una constante de la obra, como es el choque de culturas. Están las chiquitas conchabadas en chacras de italianos, los soldados viejos tratados como nativos por los estancieros y sus hijos, las casonas simples abandonadas entre los espinos cuando todos se mudan a la estancia nueva, incromprensiblemente europea. Es la muerte de un estilo de vida y de un lenguaje que Lynch fija con un naturalismo de grabador.
La contradicción entre el ayer y el hoy llega al título de uno de sus libros más famosos, De los campos porteños. Lynch estaba en brazos de su madre cuando se capitaliza Buenos Aires, se ordena construir La Plata y se inventa el patronímico bonaerense. Antes de eso, todos los habitantes de la provincia "chica", la que existía al norte del Salado y se expandía lentamente hacia el sur con cada campaña en la frontera, éramos porteños. El escritor nunca se resignó a que el viejo nombre le quedara a la ciudad, ahora aislada políticamente.
Todo este subtexto político nunca se hizo explícito en Lynch, que en 1936 decide desaparecer del mundo y encerrarse en la casona familiar de diagonal 77 entre 8 y 43, donde tenía un pequeño zoológico en el jardín, con yacaré y todo en la fuente. Cada tanto se lo ve tomando un café con ex compañeros de la redacción, leyendo en el Jockey o recibiendo a algún escritor joven que le pidiera consejo. Pero no publica más, no da entrevistas y prohíbe que se reedite su obra. Los amigos no logran convencerlo de que su único contacto humano no sea una señorita joven con la que se veía a las tantas en un departamento arriba del Café Tortoni, en la Avenida de Mayo.
Lynch no da bola y como está sordo y no usa "el indigno audífono", no le cuesta ignorar consejos amigos. Cuando Alberto de Zavalía lo invita al estreno de su película Los caranchos de la Florida, ni aparece. A Carlos Hugo Christensen le avisan y ni prueba cuando estrena El inglés de los güesos.
Ya viejo, lo golpea un tranvía al que no escucha llegar. En 1951 le duele el estómago y le encuentran un cáncer. Muere un día antes de la Nochebuena. Su ciudad lo recuerda con una plazoleta desangelada frente a donde estuvo su casona, demolida para construir una cosa olvidable. Y un gran premio en el hipódromo. Lynch odiaba apostar: su hermano había perdido todo timbeando y se suicidó en 1935.