“La Nueva Musa de América” lleva “el sello maldito de lo raro”. Delmira Agustini podría ser la precursora del llamado “Club de los 27” –donde se incluyen a músicos que murieron a los 27 años por excesos con el alcohol o drogas, o que se suicidaron, como Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Kobain y Amy Winehouse–, excepto que no hubo sobredosis ni premura por quitarse la vida. La poeta uruguaya había salido de su casa de Montevideo, el 6 de julio de 1914, para encontrarse con su ex esposo y aún amante, Enrique Job Reyes, en la pieza alquilada donde él vivía tras la separación. Poco después de las seis de la tarde, quizá la hora más deprimente del invierno, Reyes disparó sobre el cuerpo de su ex mujer y la mató. Luego el femicida se suicidó. Un año antes, cuando salió Los cálices vacíos –reeditado por Ediciones Universidad Diego Portales en su colección de Poesía Iberoamericana–, Delmira era la voz más vibrante y erótica de la poesía en lengua castellana. Ese erotismo inusual estalla hacia el final del poema “El cisne”: –“A veces ¡toda! soy alma;/ Y a veces ¡toda! soy cuerpo-/ Hunde el pico en mi regazo/ Y se queda como muerto…/ Y en la cristalina página,/ En el sensitivo espejo/ Del lago que algunas veces/ Refleja mi pensamiento,/ El cisne asusta de rojo,/ Y yo de blanca doy miedo!”.
La poeta uruguaya fue “un prodigio en ascenso”, como la define Ignacio Bajter en el prólogo de Los cálices vacíos –el tercer y último libro publicado en 1913–, que después de su muerte se convirtió “en objeto de la crónica de sangre, la medicina forense, los actuarios judiciales y la policía, obligados a sacarla de su realidad y desnudarla con el más frío naturalismo”. Rubén Darío no escatimó elogios hacia la autora El libro blanco (1907) y Cantos de la mañana (1910), única hija de un matrimonio de clase acomodada que había nacido en Montevideo en 1886. “De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón de flor –dijo el poeta nicaragüense, que la conoció a su paso por Montevideo, en 1912–. Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse ‘that is a woman’, pues por ser muy mujer dice cosas exquisitas que nunca se han dicho. Sean con ella la gloria, el amor y la felicidad”. Idea Vilariño (1920-2009), en un texto que oficia como epílogo de esta hermosa edición del sello chileno de la Universidad Diego Portales, subraya que Delmira “se anima a incorporar a su escritura el cuerpo erótico y a nombrarlo con todas las palabras”. Y menciona un puñado de ejemplos: “y la boca de fauno el pezón muerde” o “¡Pues por ti la floresta está en el polen/ y el pensamiento en el sagrado semen!”.
Los poemas de Delmira son insoportablemente bellos y de una intensidad excepcionales. “La noche entró en la sala adormecida/ Arrastrando el silencio a pasos lentos…/ Los sueños son tan quedos que una herida/ Sangrar se oiría. Rueda en los momentos/ Una palabra insólita, caída/ Como una hoja de Otoño… Pensamientos/ Suaves tocan mi frente dolorida,/ Tal manos frescas, ah… por qué tormentos/ Misteriosos los rostros palidecen/ Dulcemente?... Tus ojos me parecen/ Dos semillas de luz entre la sombra,/ Y hay en mi alma un gran florecimiento/ Si en mí los fijas; si los bajas, siento/ Como si fuera a florecer la alfombra!”, se lee en uno de los poemas de Los cálices vacíos, que puede considerarse una antología de la obra de la poeta uruguaya realizada por ella misma, que incluye veintidós poemas inéditos, uno de ellos, introductorio, escrito en francés. Otro poema, a modo de ejemplo, titulado “Rebelión”, se erige como un cuestionamiento a ciertas convenciones poéticas: “La rima es el tirano empurpurado,/ Es el estigma del esclavo, el grillo/ Que acongoja la marcha de la Idea./ No aleguéis que es de oro! El Pensamiento/ No se esclaviza en un vil cascabeleo!/ Ha de ser libre de escalar las cumbres/ Entero como un dios, la crin revuelta,/ La frente al sol, al viento. Acaso importa/ Que adorne el ala lo que oprime el vuelo?”.
Bajter plantea que en seis o siete años de escritura la poeta uruguaya “renovó la lírica hispanoamericana y creó la portentosa imagen femenina que reverberaría en otras mujeres: en Gabriela Mistral, en Alfonsina Storni, en Juana de Ibarbourou”. Delmira no fue a la escuela, no jugó con otros chicos, no salió sino hasta los dieciséis años a tomar clases de francés y de pintura. Se podría afirmar que siguió al pie de la letra el consejo de Darío: “Si el genio es una montaña de dolor sobre el hombre, el don genial tiene que ser en la mujer una túnica ardiente”. Vilariño advierte que en los tres libros que publicó Delmira hay una progresión en la calidad poética, en la hondura de su experiencia y en las maneras intensas y desnudas de decirla. “Pero como no hay antecedentes en la poesía previa, y como allí está Darío, admirado y amado, podemos considerar la hipótesis de que sus transgresiones, las libertades que se tomó para expresar su erotismo, las osadías de su escritura fueron en cierto modo posibles por aquel erotismo y por aquellas osadías, aunque fueran muy otras. O tal vez fue más bien una actitud, una libertad lo que el gran poeta hizo posibles. Una libertad difícil, si se consideran las circunstancias, el rechazo a que se exponían sus versos en aquella sociedad convencional, de lecturas pocas y púdicas. Sin embargo, ni personal ni literariamente parece haber existido tal rechazo”, aclara Vilariño, otra de las descomunales poetas uruguayas.
Delmira encendió la chispa de una poesía del cuerpo “como campo agónico de lo erótico”. Su desgarrada hermosura lírica sigue iluminando.