La singular discusión entre Juan Grabois y Jorge Lanata es una de las piezas excepcionales desde la que se puede examinar nuestro presente (político, moral, intelectual, comunicacional). El tema que se trataba, como en una verdadera discusión, no es posible discernirlo claramente porque había varias dimensiones en juego. Primero, la cuestión de la “delincuencia infantil”, tal como es reglada por los teoremas comunicacionales reinantes, como un peligro social que debe provocar un ajuste en las líneas de la represión, los códigos penales y otros instrumentos jurídicos, sobre todo en relación a la edad de imputabilidad. En segundo lugar –si es que podemos desglosar de este modo las cuestiones–, cómo se produce un acto escénico televisivo y como puede discernirse en él una separación entre lo fácticamente ocurrido y el aparato de teatralización de la realidad como recurso último de la televisión central, que retrocede hacia el auto de fe y el vodevil. O si no, a la competencia con la Iglesia por el control de las imágenes morales por parte del Monopolio Comunicacional. El discurso moral, en este caso muy marcadamente, se sostiene en un plano interno de “inmoralidad” que funda en última instancia la dialéctica de las empresas comunicacionales.
Y en tercer lugar, un debate que siempre es presentado como un match. No en vano la televisión hace décadas centra su atención en esta palabra, la vida convertida en un disputa fugaz con puntaje para los ganadores/perdedores. La tragedia involuntaria en nombre de la alegría planificada, anticipo cruel del orden global de las meritocracias. Comentaremos sin un orden particular las cuestiones que aquí se suscitan. El idioma de Lanata es el de la refutación denigrante, el desenfado lingüístico sin autocontención y el insulto directo, manejado con una alta vocación escénica y con el objetivo de destruir biografías y reputaciones, las puras, impuras o las del “ancho camino del medio”. Lo teatral-retro no solo está en los micrófonos antiguos, los pesados cortinados kitch, sino en la autodescripción de una biografía personal cuya privacidad estalla en fuegos de artificio de una gozosa impudicia. Una subjetividad con grados vodevilescos; la marioneta que se burla de sí misma. El personaje de la ultraderecha que condena al “progresismo” que precedió algún capítulo de su vida por sus propias contradicciones, como quien sacude con fastidio un sobretodo demasiado usado. Luce un grado de independencia porque tiene un alto, sutil y sofisticado grado de sumisión. Es el personero “independiente” con facultad de denigrar más allá de toda frontera, con un aire de mercenario que se jacta de serlo a la manera de un suicidio ficcional ante las cámaras. Él y la doctora Carrió son personificaciones actorales y electroacústicas adecuadas al nivel de representación dramática a la que llegó la televisión. Mejor dicho, al nivel de “televisión” –o de “redes”– a la que llegó a la política y quedarse allí. La “formatearon”, para emplear su mismo lenguaje.
Todo en virtud de asestar fuertes golpes a los movimientos populares (o al “populismo” como traba mitológica del albedrío social) pero con un arsenal más sofisticado que lleva más allá de este concepto, destinado a una “malditización” sistemática, salida del gabinete del doctor Caligari. Es decir, pensar sobre este concepto ya solo implica exorcizar y violentar las formas del pensamiento y de la conciencia. La encierran en sus miedos y fetiches. Carrió y Lanata hacen distintas actuaciones en términos del “populismo”, pues si a Morales Solá le basta con decir “no se puede convivir en el Parlamento con la inmoralidad”, vaya, es un hombre áulico que sentencia desde un sillón desde donde la fulminación tiene espíritu burocrático. Pero Carrió actúa con el mismo fin desde el barro. Hace tiempo que definió al populismo como un mecanismo que hacía imposible sus supuestas finalidades: si desean “elevar a las masas” en su programa oficial, decía, no podían hacerlo, pues entonces perdían su “clientela”. En este acertijo, obviamente, el populismo trabajaba entonces para perpetuar la pobreza. Pero hace poco, no obstante, dijo que había que hacer como Evita. “Hablarle verdaderamente a los pobres”. Y por lo tanto ella era “evitista”. O sea, incurría en el mismo mal que había diagnosticado en los “populismos” anteriores. Está en disputa aquí cierto tipo de apelación evangélica, pero por medio de una violencia icónica, llamémosla así, que fluctúa entre las bajas emociones y las altas herejías.
Igual choque con su propia teoría de la “grieta” tiene Lanata, teoría que muchos adoptaron como si fuera dicha en serio, cuando es tan solo una sentencia de tipo exorcizante, de evocaciones satánicas. Implica decir que alguien encarnado en el Mal origina abismos dantescos donde arden los honestos ciudadanos. El concepto de Grieta, concepto hollywoodense para películas de terror, o para predicadores apocalípticos, es para construir un precinto para Cruzados que destruyan realmente las bases populares del compromiso social. Pero todo en nombre de un mito de unificación y regulación por parte de las Empresas (comunicaciones y gubernamentales). Estas se definen como la regla unívoca para juzgar el Bien y el reconocimiento de dónde se halla la virtud social, aprovechando un momento de la historia en donde parece ya se abandonó la efectiva facultad de juzgar. Se trata pues de atacar en nombre de la Grieta, para producir incesantes grietas con su lenguaje destructivo, bruñido en el sarcasmo más brutal. Se le adjuntan gracejos venenosos, fundados en razonamiento soeces, con los que todos los moralistas de la derecha argentina conviven tranquilamente. No problem. Total, con esas sonoridades del “bas-fond” se aplasta el peligro mayor.
¿Es posible penetrar en este sistema poderoso, que se dice “independiente” y está resguardado por lo que de buen grado llamaríamos el capitalismo de las imágenes, aparato formidable que explota a las personas “llevándolas” al cadalso, preparado bajo la inspección de apariencia inocente de un movilero. Este fue un nudo dramático de la discusión Grabois-Lanata. ¿Quién conduce a un sector muy dañado de la población hacia el patíbulo? El autor del concepto de Grieta, actúa al solo fin de levantar el Tribunal contra los “perturbadores”, aquellos que investigan pedagogías alternativas para los que además de vivir entre múltiples acechanzas, sufren toda clase de trastornos en sus deseos y formas de vida. De fantasías tristes, éstas pasan a ser transformadas en arquetipo del Mal infiltrado en los adolescentes. ¿Quién lleva a los niños adónde? Es una gran discusión. Pero en el gran debate entre Grabois y Lanata se jugaba también otra cuestión de enorme importancia: qué significa discutir, cómo se puede penetrar con una conciencia militante en una fortaleza semántica protegida por poderes que ellos nunca declaran. Mientras tanto, se asombran de que otros tengan signos de militancia en sus biografías, que hablen en nombre de organizaciones territoriales y sociales. A las que los grietólogos en seguida convierten en sospechosas. En medio del áspero momento de la Argentina bajo el “dictum” neoliberal, Juan Grabois sostuvo una discusión fundamental, no solo por lo temas en danza, sino porque se metió en el corazón del Leviatán. Una discusión en el límite, que hizo temblar a la estructura impávida de la Grieta y a su ensoñación monolítica.