Arte sordomudo
No pude evitar desentenderme del motivo de su desvelo porque, aunque por un instante, me sedujo terriblemente el arte de la escena. Casi cuatrocientos años de historia se revelaron en ese instante. Desde la quietud del claroscuro de Rembrandt hasta la cinemática de los hermanos Lumière escaneando su figura. Algo bellísimo. Casi en blanco y negro. Era obvio que entregarme a ese filtro era un refugio premeditado a manera de protección prematura por lo que se vendría. Fue como disponerme a disfrutar un poco antes de que arrasara el huracán. Los últimos instantes del naufragio, diría. Como los violinistas del Titanic. Volví a enfocar sus ojos enfocados en mí y esa resaca existencial que cargaba su mirada no dejaba dudas de que la había pasado muy mal mientras yo dormía inocente. Así nomás, mientras se vestía y seguía gritando con enorme facilidad, se fue dando un terrible portazo. Un instante antes que se terminara de cerrar la puerta con fuerza, alcancé a divisar sus ojos desencajados que me miraban por arriba de sus hombros. Pensé que así funciona la fotografía. Un instante grabado en una película sensible. Una décima antes del portazo que vendría a ser el obturador. Portazo u obturador que terminó por desvelar al edificio entero.
Es por allá
Pero un día conoció a una mujer algo entrada en años como él y aparentemente agradable. La invitó un fin de semana a un camping en Santa Rosa de Calamuchita y allá fueron. Ninguno de los dos se prometió nada, pero se animaron y fueron. ¿Qué podría salir mal? Casi ni hablaron en todo el viaje de ida. Tal vez por miedo a decir tonterías y arruinar la cosa de entrada, tal vez por miedo a conocerse del todo apenas empezaba algo… No quisieron darse pistas de algo que los frenara para siempre. Era obvio que a esa edad ya todas las cartas estaban echadas, era obvio que a esa altura de la vida la posibilidad de coincidencia era ínfima y era obvio también que, si algo fuera posible, iba a ser resultado de negociaciones que costarían una eternidad. Con todo eso en la cabeza, pero con algo de esperanza, viajaron casi en silencio.
Ferretería “El Desánimo”
-Buenas tardes señor, necesito arreglar una manguera que tengo en el jardín casa que pierde. Sé que venden unos apósitos para emparcharla.
-Mire, yo le aconsejaría que no lo arregle. Déjelo así, no pierda tiempo. ¿Para qué? Nadie la va a felicitar, nadie la va a recordar, las cosas se van a seguir rompiendo, el sueldo le seguirá sin alcanzar para nada y todo terminará en el más triste de los olvidos, que es el olvido en vida. Que la olviden después de su muerte, vaya y pase, pero que la olviden en vida… ¿Y encima usted quiere arreglar una manguera? Tómese un vino y piense en mudarse a Marte donde no hay jardines y a usted no la registra nadie… Basta de parches, es toda una metáfora de su vida sin sentido. No emparche más nada. Haga un cambio sustancial.
-Este…
-Y déjeme tranquilo que ya cierro. Mándeme una selfi subiéndose a la nave
Levántate
Con el pueblo totalmente feliz por el «triunfo» de Panchito, la noche se fue consumiendo y en el baile ya tocaban los últimos acordes de una jornada histórica para Villa Guillermina. Tanto había sufrido ese pueblo en esos años que esta victoria los reivindicaba y les marcaba a fuego que la vida a veces era justa con los humildes. Obviamente, entre los acordeones y la borrachera general, Gastón y el Rulo Jorge desparecieron enseguida para no ofrecer ningún tipo de explicación de nada a nadie y dejar que el propio pueblo y sus habladurías alimentasen solos el mito de la gran victoria de Pancho. Todos inventaban algo como «habiéndose enterado de cosas que sólo ellos sabían». Y fantaseaban y fantaseaban. En definitiva, la leyenda ya se había echado a rodar. A la otra semana la gente esperó un poco, a la otra semana un poco menos, a la otra menos y así la algarabía se fue apagando y el pueblo empezó a asumir que Pancho algún día volvería más triunfal que nunca y Villa Guillermina estaría todavía allí, atrás de la curvita de la Forestal, esperándolo, para rendirle culto eterno. Todo el pueblo menos una persona. Erminda. Ella no estaba dispuesta a sufrir tanto una espera… por segunda vez.
Lo que se dice una final
La final no se circunscribía a los 90 minutos del partido, sino que se empezaba a jugar desde el domingo del último partido de zona hasta el minuto cero del domingo siguiente. Había cuestiones institucionales que resolver. Primero que nada, dónde se jugaba. En una situación normal, la cancha de la final era neutral y ambos equipos viajaban al pueblo que tenía la cancha en mejores condiciones. Todos visitantes en definitiva. Pero en este caso, General Bermúdez tenía una única entrada al pueblo que comunicaba con una única ruta que pasaba por ahí. Jugasen donde jugasen, las hinchadas se iban a cruzar en los viajes y fuese cual fuese el resultado, resultaría una obvia carnicería caminera. Antes, durante y más aún después, con un ganador y un perdedor, sería una verdadera invitación a la masacre. Qué cancha y qué árbitros serían las primeras cuestiones que la liga departamental deberían resolver. Ahí jugaban más que nada la muñeca, las billeteras y los campos aledaños que hubiese que sacrificar de los dirigentes. Y el otro punto a jugarse antes del partido, eran todas las cuestiones en las que los hinchas pudieran torcer de antemano y por izquierda, el rumbo normal de los acontecimientos. Llámense amenazas, sobornos, robos, intimidaciones de todo tipo y secuestros a diestra y siniestra. A propios y a extraños. Imagínense una liga departamental sin instituciones nacionales, sin policía, sin TV, sin VAR, sin FairPlay, sin alambrados perimetrales profesionales, sin el menor escrúpulo por nada de parte de las autoridades y con árbitros temiendo por su propia vida. ¿Qué puede salir bien de todo esto? En fin, el clima previo a la final histórica era ese. En los pueblos del interior todo parece tranquilo pero, cuando hay que dirimir algo serio, no hay leyes que valgan. Y ahí aparece todo lo que está guardado.
Carta a la arena catalana
Estimada Gabriela: Venga a bailar aquí. Hemos visto su trabajo. Le ofrecemos un contrato por cinco años junto a los mejores bailarines de Catalunya. Gira por toda Europa. Irresistible. El amor no es para siempre y una carrera sí que lo es, pensó Gabriela tal vez. Y buscó y atesoró todos los argumentos que fortalecían el vaso medio vacío de su vida en común con Felipe. Necesitaba autoconvencerse de que la pérdida implícita en su decisión no fuese tan pesada. Las luces nuevas mitigarían un poco el dolor hasta que el tiempo pasase y, como sucede con el mar que va y viene, se borraría la cara de Felipe en la orilla de la arena y se desvanecería para siempre. Felipe sabía que su injerencia en el momento de Gabriela era devastadoramente nula. Y por supuesto que así debía ser. Ningún esfuerzo por detener sus sueños era lo que la nobleza obligaba, pero todo el esfuerzo para que nada de eso sucediese y rompiese su corazón estaba a flor de piel.
Reality-reality
El magnate, que evidentemente iba a festejar algo, fue sirviendo uno por uno el whisky infectado en los vasos de cada miembro. Hace levantar la copa y hace seña de que esperen antes de brindar, mientras señala la puerta de atrás. Puerta por la que entran dos tremendos guardaespaldas llevando a la rastra al hombre que se había robado la carpeta. Cabe decir que el hombre entraba con su cara totalmente ensangrentada con visibles muestras de maltrato, por decirlo de alguna manera. Al ser arrastrado con su cabeza colgando, ya casi no se sabía si escuchaba, si podía hablar, si estaba consciente o si su vida simplemente estaba por finalizar. El magnate lo señalaba como muestra aleccionadora de lo que sucede si hay traición en esas altas esferas. En el más absoluto silencio y con un visible nudo en la garganta en varios de los presentes, empezaron a beber del whisky más IVA, con total incomodidad. La incomodidad del que no puede tolerar lo que presencia, pero más aún al ver que eso mismo puede sucederle si se sale de la línea un solo milímetro. Víctimas del cinismo y de la perversidad disciplinadora mezclada con la más absoluta impunidad del mandamás, cada miembro fue tragando como pudo un sorbo del whisky, simulando sonrisas, devoción y acatamiento. La sonrisa del magnate coronó la escena con el vaso en alto. Y todos bebieron.
Un loco amor
¿Quién podría prestarle atención a algo tan desubicado como un pianista de frac y un piano de cola en medio de un sanatorio? A pesar de todo, Jorge, el pianista, continuaba firme. Ilusionado en encontrar la persona que lo escuchase y reparase en él. Se había propuesto cobrar esa esperanza además del sueldo. Lo soñaba, en medio de tanta gente enferma, como mínimo, como para no volverse loco. Pensaba que si esa persona esperable se percataba de su existencia en ese contexto, iba a ser claramente el amor de su vida. Ni más ni menos. A todo o nada.
-Quien me escuche y recale en mí es porque habrá atravesado todos los inconvenientes y escollos de cualquier mente indispuesta e insensible en las condiciones más adversas. Esa será sin dudas la persona con quien pasaré el resto de mis días —pensaba Jorge, y esa ilusión lo sostenía.
En definitiva, aún a sabiendas de un éxito incierto y con altas probabilidades de fracaso, esperaba todos los días que llegase el día. Tocaba y tocaba, en medio de gente anónima, angustiada, distante y distraída. Y el día, para Jorge, llegó. Seis de la tarde. Interpretaba a Chopin muy consustanciado, y en medio de gente fastidiada, desconforme y al borde del colapso nervioso porque los turnos se retrasaban un máximo de tres minutos, alcanzó a ver por arriba del piano que una mujer se acercaba directamente a él. No viene al caso describirla. Porque lo importante es que, a contramano de todo, venía en dirección al piano. Jorge se tensó. Años de espera y tal vez ese era precisamente el momento del cambio en su vida para siempre.
Libro editado por Homo Sapiens Ediciones.