El cuento por su autor

Cuando mostré este cuento en un taller, una compañera dijo que le venía muy bien para ilustrar un trabajo sobre estrago materno. Eran tiempos de pandemia, lo hacíamos por zoom. Entendí “el trago materno”. Me imaginé una madre alcohólica. Me vi inscripta en una tradición gloriosa: “Mamá” de Lucia Berlin, “Dilema doméstico” de Carson McCullers, “La chica de al lado” de Anna Kazumi-Stahl. Pero... esta madre no toma alcohol..., dije desde mi cuadradito. El sonido no llegó porque lo tapó otra compañera que preguntaba qué era estrado materno ¿Algún tipo de tarima en los juicios por cuota alimentaria? ¿Un podio al que suben las madres que reciben un premio? ESTRAGO, ESTRAGO, decía nuestra compañera y como nadie terminaba de entender lo escribió en el chat. A mí ya me caía mal porque había dicho que mis textos de autoficción le servían como ejemplo de la histérica de Lacan. Por eso justamente me esforcé en llevar cuentos que no tuvieran nada de autobiográfico. Igual le servían para algo. Cuando me desconecté de la clase googleé “estrago materno”. Leí: “término introducido por Jacques Lacan para dar cuenta de las consecuencias del Deseo de la Madre sobre el hijo. En su Seminario XVII nos dice: ‘el Deseo de la Madre no resulta indiferente. Siempre produce estragos’. La madre lacaniana es esencialmente insaciable, omnipotente, es el Otro primordial bajo cuyas fauces se aloja el hijo”. Me sorprendió muchísimo la palabra fauces. Y tuve que admitir que la compañera tenía razón.


Bebé tiene un mal día

Bebé había llegado el 25 de diciembre. No por su cuenta. Magela había hecho un buen esfuerzo para que naciera. Pujo tras pujo de su cuerpo, ya no tan joven, pero asiduo practicante de natación y pilates. Una diosa, realmente.

–No lo alces, no –Magela sacó a Bebé de los brazos de Nenuca y volvió a ponerlo en el moisés.

–Pero mirá cómo llora, venga con la tía Nenuca.

–Llora por llorar –se interpuso unos centímetros más entre Nenuca y Bebé– está entrando en la adolescencia –hizo la sonrisa de agente de real estate que había sido.

Nenuca se apartó.

Después de un rato de moverse, Bebé se volvió a dormir.

Bebé había llegado en el momento justo. Las visitas de Nenuca, o del resto de las chicas, tenían algo de serie repetida, de temporada ya vista. Le tocaban siempre las mismas cartas, siempre sacaba lo mismo en los dados. Alberto se había cansado del home-office y arrancaba para Capital temprano. El parquet se había vuelto frío, el pasto verde y húmedo, el cielo celeste, en el aire no había olor a nada. Hasta que llegó Bebé.

–¿Vas mañana a lo de Gándara? –Nenuca estiró las piernas bronceadas sobre el sillón de cuero blanco.

–No sé, tengo que ver con Alberto.

–Alberto es el que más va a querer ir.

–¿Por?

–Va a estar Benegas.

–Y eso qué.

–Querida, la gente se mata por estar en una fiesta con él –dijo Nenuca saliendo del hundimiento del sofá– Nunca sabés, trago va, trago viene ¿Qué te pasa? ¿No querés que tu marido haga negocios? –iba a decir algo más pero se calló cuando la empleada golpeó la puerta ¿Había pedido señora? Sí, Vero, gracias. Magela agarró la bandeja con dos vasos de jugo de naranja y hielo. Le alcanzó uno a Nenuca. La empleada se retiró con suavidad.

–Poneme un poco de Winston, Magela por favor, del que guarda Alberto.

Magela se acercó al bargueño y volvió con la botella friselada. Llenó el vaso de jugo con un chorro transparente.

–Gracias, mi vida.

–No es que no quiera.

–Qué.

–Que Alberto haga negocios –volvió hasta el bargueño sin la botella y lo cerró– es que a Bebé no le gusta salir de noche.

–Es un bebé, Magela.

Tuvo ganas de ir a abrazarlo, pero le dio miedo de que Nenuca lo agarrara.

–No te veo de nuevo en Remax, Magela eh.

–Te juro que no me molestaría, estaría todo el día con Bebé.

–Caminando por el microcentro llena de carpetas... 35 grados a la sombra... la gota de aire acondicionado que te cae en la frente.

–Qué mala.

–Rebajándote la comisión para vender un monoambiente en Once... –Nenuca se sirvió Winston en lo que le había quedado de hielo– planchando el trajecito a las dos de la mañana para levantarte a las seis, no te veo Magela, eh –se reía.

–¡Mala! –la pellizcó en las costillas y Nenuca se rió más todavía. Agitaba sus pies mitad blancos mitad bronceados.

De pronto se escuchó el llanto de Bebé. Magela fue hasta el dormitorio y se inclinó sobre el moisés. Estaba acurrucado del lado derecho y fruncía la carita. Lo alzó muy despacio por las axilas, lo hamacó como para airearlo, le sopló la pelusa de la cabeza.

–Ya está, mi amor.

Se fue calmando.

–Llora porque quiere venir conmigo, venga con su...

–Qué hacés –Magela giró para acostar a Bebé.

–Vine a...

–Señora –dijo la empleada.

–Sí, Vero, gracias, vamos para allá –dejó a Bebé en el moisés–. Vení, vamos –cerró la puerta– Llevanos más jugo, Vero ¿si?

Nenuca volvió a zambullirse en los almohadones de cuero: –Vos tenés alguna locura hormonal, Magela, si no, no te entiendo.

–Es que está fastidioso. Pronto te dejo que le hagas upa otra vez, te lo prometo.

–Hace una semana que me decís lo mismo.

–Te lo prometo.

Magela se sentó al lado de ella, le empujó el hombro con el suyo, le dio un beso en la boca de sorpresa.

–Agghhh, salí asquerosa –Nenuca se rió y se pasó la manga del remerón por toda la cara– tomo el último y me voy.

–Va a haber que llamar al Melex que te lleve –Magela le sirvió dos chorros de Winston en el jugo de naranja helado.

***

Cuando por fin Nenuca se fue, abrió el dormitorio. Bebé dormía, pero tenía el pelito muy transpirado, en mechones pegoteados, la frente caliente y una mueca todo el tiempo como si fuera a llorar.

–Señora –volvió a decir la empleada desde la puerta.

–Te dije que no entrés así, la puta madre, me hacés asustar.

Verónica bajó la cabeza.

–Disculpame –dijo Magela.

–No, señora, está bien, pero va a haber que hacer algo.

–¿Compraste lo que te dije?

Verónica sacó de su bolsillo una bolsita de plástico hecha un bollo.

–¿Te hicieron problema?

–No, dije que era para el perro.

–¿Te reconocieron?

–No, si me fui hasta la Centenario.

–Bueno, andá nomás.

–Se lo ve agitado, señora.

–Andá nomás.

Magela se dio vuelta, abrió la bolsa y sacó una cajita con una pomada.

***

–¿Todavía no te cambiaste?

Alberto miró a Magela que estaba hundida en la cama, con una remera larga hasta las rodillas. La luz de la tele le dibujaba formas raras en la cara.

–Qué hacés, mi amor –le dijo acercándose.

–No voy, Albert –Magela se estiró y rodó hacia el costado.

–¿Qué? –Alberto prendió la luz.

–No tengo ganas.

–No es un tema de ganas, hay que ir. Vos y el nene... –se agachó, se aflojó la corbata, le acarició el pelo– Dale, belleza, si siempre me hacés quedar bien.

–No puedo, Albert, te juro.

–¿Pero qué tenés? ¿Vos sabés la gente que va a ir? ¿Por qué me hacés esto, Magela?

–Bebé tiene un mal día.

–Yo lo veo lo más bien –estiró la cabeza hacia el moisés– Mirá qué tranquilo.

–Ay Albert, no me hagas ir.

–Vos venís conmigo o te arrepentís de por vida, Magela, así nomás.

Magela se puso un vestido de lamé cruzado que le dejaba parte de la cintura a la vista, la piel bronceada, unas sandalias plateadas altas con pulserita en el tobillo. Se recogió el pelo con una hebilla de carey. Levantó a Bebé del moisés, lo balanceó y le sopló el cuerpito, vamos mi amor.

Todos esos viejos mirándole el escote. Aunque prefería que la miraran a ella y no a Bebé. Se las había ingeniado para que Monona no lo sacara del cochecito a la entrada, pero después, cuando le empezó a caminar atrás –plegalo Magela, no vas a poder pasar así entre la gente, plegalo un ratito, después si querés lo volvés a abrir en el jardín– tuvo que alzar a Bebé, dejar que una empleada plegara el cochecito y atravesar el living con Bebé a upa. Sentía brazos por todas partes, qué lindo, qué precioso está, lo tocaban o querían arrancárselo. Empezó a poner mala cara y a caminar más rápido.

–¿Lo puedo acostar? –dijo cuando llegó al dormitorio de la planta baja.

–Pero si está despierto, mirá qué hermoso, ¡hola Matéus! ¡Hola bebé!

–Está cansado, no durmió bien.

–Magela –Alberto le habló desde la puerta pronunciando por única vez y con claridad su nombre–, la Señora de Benegas quiere conocer a Mateo.

–Dame un segundo, Albert –agarró la cartera que acababa de dejar sobre la cama y le preguntó a Monona por el baño.

Subió las escaleras con Bebé en brazos. Cerró la traba detrás de ella. Estaba agitada. Acostó a Bebé boca abajo sobre la funda del inodoro, blanca, llena de puntillas. Se quedó un rato con las manos apretadas sobre la boca. Después respiró hondo. Abrió la cartera y sacó la pomada. La puso sobre la mocheta y con mucha suavidad desabrochó el pantaloncito. Abrió el pañal. No tuvo fuerza para mirar de frente. En la colita de Bebé, que era apenas del tamaño de su mano, había una boca abierta, de contorno rojo y centro amarillo, rodeada de una hinchazón rosada que bajaba hasta la pierna. Se arrodilló. Perdón mi amor, lloró. En un segundo volvió a sentir todo junto: el olor hermoso de Bebé, los pellizquitos al cambiarlo, mimos, besos, la pielcita de Bebé en contacto con su mejilla, con su nariz, su boca. Se paró firme, como si la retaran. Abrió la pomada y la pasó por la herida. Bebé arqueaba la nuca hacia atrás, quería levantar la cabeza. Volvió a vestirlo, lo dejó un ratito más sobre la tapa del inodoro. Se enjuagó los ojos. Se arregló el pelo. Lo alzó y salió.

–Ella es Magela Báez Castex.

–Ah, claro –dijo Benegas mirándola y buscando enseguida, más lejos, a Alberto, que le sonrió–, claro.

–Un gusto conocerlo.

–La vi en la embajada hace unos meses, usted no se acuerda. Estaba de encargo y todavía no había llegado este chiquitito –bajó sus ojos hasta Mateo.

–Miralo qué hermoso que está, vení, vení –Magela sintió pasos rápidos y manos que le tocaban el hombro– Pasámelo Mage.

–No –lo cubrió con su cuerpo.

Sus amigas la miraron.

–Mirá ese gordo por favor –una de ellas estiró la mano.

–¡Dejalo! –dijo Magela y le sostuvo la vista mientras respiraba fuerte– Tiene un mal día, perdón. Perdoname.

–A lo mejor si lo alzo yo... –una señora sin arrugas, absolutamente sin arrugas, vieja, sí, con el escote agrietado, una retícula de piel quemada por el sol, pero la cara lisa, tirante, los labios hinchados, la Señora de Benegas, Alberto que mira de lejos y la Señora de Benegas que quiere alzar a Bebé.

–Sí... sí, por supuesto –dice Magela y se lo pasa.

Bebé se comporta. Evidentemente esas manos, tan resecas como el escote, tan naranjas junto a su carita, no están en contacto con la zona de dolor.

El cuerpo de Magela se afloja. Alberto la mira y levanta la copa a su salud.

–Siempre le digo a Goyo que me gustaría adoptar –la Señora de Benegas habla sin dejar de mirar a Bebé–. Hay un montón de chiquitos con necesidades y nosotros tenemos mucho amor para dar. Los sacás de la calle, además, de los peligros.

–Cierto, sí.

Bebé apoya su carita en el pecho de la Señora de Benegas, se le pega algo de maquillaje naranja o marrón. Simulando una caricia, Magela le pasa un dedo para limpiarlo. La carita hierve, los ojos están cerrados. La Señora lo sostiene con dos manos enormes y huesudas. Cuando Magela roza sin querer una de ellas luego de limpiar a Bebé se impresiona. Están heladas. Seguramente Bebé encuentra alivio en recostarse sobre ese cuerpo frío.

La Señora de Benegas vuelve a hablar y exhala un olor feo. Los ojos, muy maquillados, son casi todo pupila negra: –Juntan diez o doce chiquitos, les hacen decir que tienen hermanitos discapacitados.

–Sí, sí –Magela intenta reprimir el impulso de estirar los brazos.

–Los papelitos ya los tienen escritos, son fotocopias, las reparten y juntan monedas. Al final de día si contás es un montón de plata, pero no va para ellos, sabés –la Señora de Benegas se reacomoda en su silla alta, cambia a Bebé de posición.

–Pero tranquila –le dice a Magela–, si está lo más bien conmigo, ¿no es cierto? ¿No es cierto mi amor? Este va a ser un rompecorazones. Mirá esas pestañas. Mirá cómo coquetea. Me hace caídas de ojitos. Caídas de ojitos, ¿eh? ¿eh corazón? ¿quién es un bebé lindo? –y lo hace saltar sobre su escote arrugado y lo envuelve otra vez con las manos huesudas. Los dedos abiertos de radiografía.

Magela siente un vahído y va a buscar a Alberto. Se agarra de la manga de su traje, del brazo con el que sostiene el whisky mientras habla.

–Con Ethereum no, con Ethereum no tenés límite para minar, o sea, sí, pero no lo vas a alcanzar en tu puta vida –todos se ríen como de un gran chiste.

–Albert.

Él mueve el brazo hacia un costado para librarse de ese peso que no parece reconocer. ¡El gordo se creía que iba a minar los 18 millones él solo!, siguen las carcajadas.

–Albert, por favor vamonós.

Entonces se pone serio, la mira. Mira al tipo con el que habla. La vuelve a mirar.

–¿Qué tenés? –le toca el mentón con delicadeza.

–Por favor.

Las manos de la Señora de Benegas ya envolvieron por completo a Bebé, que duerme sobre su pecho. Magela se apura.

–Nos vamos, perdón, no me siento bien.

Alberto la alcanza y se disculpa con Benegas, le recuerda una asesoría de algo, crowdfunding, mecenazgo, y Benegas, mientras Magela le saca el bebé de las manos a su esposa, mueve la cabeza como diciendo que no, que ahora no, que no necesita nada.

–Qué mierda pasó Magela –le dice Alberto apenas suben al auto.

Magela no contesta. Está reconcentrada en Bebé.

–No te duermas –lo agarra por debajo de las axilas y lo hace saltar sobre sus piernas– no te duermas.

Alberto maneja rápido, en silencio.

Bebé vuelve de su ensoñación y empieza a temblar. Hace un sonido bajito y parejo, una í estirada, que a través de los temblores se escucha como una especie de cascabel.

–Qué le pasa –dice al fin Alberto sin dejar de mirar la ruta.

–Tiene frío –dice Magela– Apurate.

–¿Paro en La Trinidad?

–No. No, yo en casa lo voy a arreglar, Vero me va a ayudar. Vero me va a saber ayudar.

–Qué tiene, Magela.

Magela abriga a Bebé con su cuerpo. Aunque tirite, lo siente hirviendo. Vamos mi amor, vamos.

***

Verónica apaga la tele que había prendido sin pedir permiso. Se asusta cuando ve a Magela salir corriendo hacia el dormitorio. Alberto en cambio viene hacia ella.

–Qué pasó.

–Con qué, señor... –y como él se queda ahí y no parece que vaya a moverse, baja la voz y le dice–¿con Mateo?

–Sí. Qué pasó.

–¿Cómo está?

– Mal. Qué pasó.

–La señora... no sé.

–Qué, Verónica.

–No fue a propósito.

–Qué cosa.

–Ella lo estaba cambiando, contenta... besandolé... Yo la vi señor, estaba besandolé nomás.

–¿Y qué pasó?

La muchacha se refriega las manos y aprieta los labios.

–Estaba besandolé y –mira al dormitorio y después a Alberto– y le dio una tarascadita, señor, pero muy suave.

–¿Una qué?

–Muy suave, muy suave, si apenitas le sacó sangre. No sé por qué no se cierra.

Alberto va hacia el dormitorio.

–¿Cuándo fue esto? –grita por el pasillo.

Abre la puerta.

–Cuándo fue esto...

Magela puso a Bebé arriba de la mesa y lo desvistió. Le habla, le dice cosas inaudibles, le despeja la frente. Sobre el costado izquierdo se prolonga una línea violácea hacia toda la pierna.

–Temblaba pero ya no tiembla más –le dice a Alberto– ya no tiembla, no tiembla.

–Mi amor qué hiciste.

–¡No lo toques!

–Dejame ver, Magela.

Alberto le agarra las manos duras, las aparta de Bebé y se las retiene. Mira a Bebé. Mira a Verónica –Pero... ¿por qué?

–Eran besos nomás, señor, no fue a propósito.

–Magela ¿qué te...?

–Porque es hermoso. Porque lo amo. ¡Porque es lo más hermoso que hay en el mundo! ¡Porque me muero de amor por él! –grita Magela y llora. Alberto la abraza. Piensa si en La Trinidad aceptarán la misma explicación.