El último chico adorable con el que salí tenía algunos momentos de oscuridad en los que caía, con la contundencia de una revelación, en la certeza de que estaba gordo. Solía pasarle cada vez que pensábamos en comer, aunque no hubiera una propuesta real, cualquier comida imaginaria le apretaba el gatillo. Un día la revelación fue especialmente oscura porque se dio cuenta de que faltaba poco para un evento de verano en el que se había imaginado a sí mismo con un cuerpo distinto del que tenía. Al evento debía ir bien vestido, y él soñaba con la turgencia de sus músculos debajo de la camisa, con la presión de sus nalgas en la costura del pantalón. Según sus cálculos, debía llegar a ese evento con otra piel, la metamorfosis era su máximo deseo.
Pero no consideraba las limitaciones del caso: trabajaba muchas horas y, al terminar, le faltaba energía para ir al gimnasio. Además, disfrutaba mucho de comer rico, mil veces más de lo que podía disfrutar de comer fit. Se ponía muy triste y me hacía acordar a mí mismo hace no tanto, a mí mismo desde siempre, cuando era un nene gordo y ya hacía cálculos imposibles para la transformación.
No es fácil desear un cuerpo explosivo. A la variable energética se le interpone una variable económica: tener “alto lomo” implica invertir en un centro de entrenamiento, la supervisión de al menos un profesional y la compra de suplementos dietarios. Encima, los alimentos ricos en proteínas, fundamentales para el crecimiento muscular, son los más caros. Durante el año, el éxito de los malabares con los que sorteamos las limitaciones se puede disimular bajo la ropa. Pero cuando las temperaturas suben, y cada vez suben más temprano en nuestras latitudes, los putos sentimos la vieja presión interminable del Gran Cuerpo Gay. Una suerte de necesidad histórica de compensar el hecho de haber sido —seguir siendo— indeseables en la imaginación heterosexista.
El cuerpo del deseo
La posibilidad de acaparar el deseo en nuestros cuerpos puede ser vista como una construcción boreal del siglo XX, harta de ejemplos provistos por artistas como Tom of Finland, Jean Cocteau y Duncan Grant, entre otras maricas de cuerpos mundanos; sus chongos de papel, emasculados hiperbólicamente, terminan, como sus creadoras, entregando el culo en el subte o en la trastienda de un bar mugroso. Los avatares de esa imaginación homosensible son policías, maleantes, obreros de la construcción, trabajadores portuarios, estudiantes precoces y prostitutos expertos. Figuras que huelen a garche clandestino e hipnotizan a quien las mira con la promesa de verse materializadas a la vuelta de cualquier esquina.
Podríamos convenir, incluso, que esta voluptuosidad sucia nos llega de más atrás, de las guerras áticas que en nuestras cabezas comidas por la historiografía europea se nos aparecen como puro erotismo sanguinario. Aquiles llora la muerte de Patroclo porque eran amantes. Iban juntos al combate porque esto garantizaba que el guerrero, al velar doblemente por la integridad propia y la del amado, lo diera todo todísimo en el campo de batalla. Más acá de la patria y de la gloria de Zeus, estaba el cuerpo joven y sensual de Patroclo, la tumba física en cuya intimidad Aquiles moría y renacía cada noche. En fin, gay sex since forever.
Con la centrifugación de las redes sociales, la mugre de la representación gay quedó tan lavada que se destiñó. El Gran Cuerpo salió de los campamentos griegos y de los bares sórdidos de Londres, y se transformó en una figura pública de proporción universal. La gracia no está ya en la complicidad guerrera ni en el polvo callejero, sino en la acumulación de likes. El cuerpo perfecto que imagina la contemporaneidad de los reels no necesariamente coge. Es una cosa brillante, pulida, un cuerpo de mármol que se exhibe en Instagram como en un museo y que, igual que el David desde hace tanto tiempo, nos enseña qué es la belleza. De este lado de la pantalla, el cuerpo real, tan frágil, se resiste a su propia tragedia: no es como se muestra, tiene hambre, está fatigado, sufre dolores por los cambios de rutina, se descompone, ¡ay! Pero eso no aparece en la lupita de Instagram, no es #bodypositive.
En La salvación de lo bello, librito piola para hojear en el verano, Byung Chul-Han señala: “Lo pulido, pulcro, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. Es en lo que coinciden las esculturas de Jeff Koons, los iPhones y la depilación brasileña. ¿Por qué lo pulido nos resulta hoy hermoso? Más allá de un efecto estético, refleja un imperativo general: encarna la actual sociedad positiva. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia. Sonsaca los ‘me gusta’. Toda negatividad resulta eliminada”. Apenas transcribo esta cita, noto que recibí, por tercera vez esta semana, una invitación a probar el nuevo sistema de depilación de un centro de estética para gays que permanentemente intenta conducirme al Lado Lampiño de la Fuerza. Me pregunto si la invitación es lanzada por igual a todas las personas a las que esa cuenta sigue, o si los cuantiosos pelos de mi torso —ahora con canas, ¡para colmo!— me vuelven un target especial.
No me saco la duda, eventualmente voy a bloquear al centro de estética igual que bloqueo, de vez en cuando, las imágenes que me hacen sentir mal conmigo mismo. A veces no encuentro otra salida del viejo loop. Para salir definitivamente de él, tendría que irme de Instagram y, desde luego, no lo voy a hacer. En verano, ese loop es un centro de gravitación más difícil de rehuir. El museo está abierto a toda hora, las esculturas se multiplican en la lupita, en las historias y en el feed, son tersas, incorruptibles, nada les cuesta, viajan mucho, ¿de qué viven? Sus cuerpos parecen el producto instantáneo de un prodigio. No hay historia, no hay proceso, solo hay resultado.
¿Cómo se mide tu peso en likes?
Entro a un perfil, apenas lo hago me pregunto para qué, es que el pibe es rubiecito y se ve perfecto. Tiene ojos claros, ojos muertos, quince mil likes. El último chico adorable con el que salí likeó la foto. Con razón, pienso, esta es la medida de su angustia. Ah, LPM, ¡yo también la likeé!, ni me acordaba de haberla visto. ¿Cuántas veces habré hecho lo mismo? Miro la foto de nuevo y me siento incómodo. El rubiecito sube siempre la misma imagen, como si no se diera cuenta, una al lado de la otra para subrayar la repetición. Se mira a sí mismo, habla de sí mismo, se transforma a sí mismo en hashtag, en algoritmo.
Tal vez este sea el problema del Gran Cuerpo Gay contemporáneo, esencialmente distinto de sus versiones previas: solo puede imaginarse a sí mismo. La narrativa sorda no repara en su propia limitación, tan chata, tan pequeñita, pura actualidad. Y nosotres, ¿qué imaginamos? Capaz deba consolarnos el hecho de que podemos pensar en otras cosas, la rebeldía de hacer fotos que muestren algo más que una pose repetida hasta asesinar la gracia, la transgresión de desbaratar la expectativa gay con un gesto indebido, una risa boba, una idea descabellada. Capaz debamos ir al gimnasio cuando tengamos tiempo y ganas para hacerlo, ya que el pecado no es ejercitarse sino hacerlo sin placer. Capaz tengamos que comer sin culpa esos nachos con queso que van tan bien con la birra de verano, bajonear el pote entero de helado, probar qué onda el tereré con azúcar. Capaz tengamos que sumarle a la vista el placer del tacto, explorar texturas menos tersas, más reales, volver al azar de los cuerpos como se vuelve a un paisaje que nos da paz.
Y recordar, como una lección clave, que de este lado de las pantallas todos los cuerpos son igualmente capaces del dolor y del placer. Todos los cuerpos tienen una historia particular que se inicia en la genética y nadie sabe dónde termina. No hay nada espontáneo, no hay prodigio. Todos los cuerpos tienen un recorrido tan largo como las horas de nuestra ansiedad.