Cuando los medios de prensa de la ciudad de la Plata dieron a conocer la noticia de que el busto del poeta Francisco López Merino había sido robado por desconocidos, se refirieron al suceso como acto sacrílego. Es que aquella cabeza de bronce emplazada en 1930 en el Paseo del Bosque dos años después de que Panchito se pegara un tiro en los diáfanos baños del Jockey Club, era uno de los principales símbolos de la historia oficial de la cultura de la capital de la provincia de Buenos Aires. La primera hipótesis surgida fue que el delito estuvo motivado por la alta cotización del metal, pero meses después comenzó a circular la versión de que los profanadores habían actuado después de la lectura de Tilos secos, diagonales rotas: Agonía y resurrección de la poesía en la Ciudad de La Plata.
Razones para creer en ese rumor hay muchas, y una de ellas es que este ensayo de saludable inteligencia beligerante, escrito con rigor histórico y humor necesario por el escritor y poeta Horacio Fiebelkorn, insta a la fechoría, al menos a esa fechoría que anima a toda buena literatura: jamás permitir que se enfríe el bronce de las ideas.
Atizando el caldero de la reflexión que nunca pierde temperatura a lo largo de las 100 páginas de tesis, Fiebelkorn analiza de qué manera las elites dominantes platenses construyeron y fortalecieron una tradición cultural de aldea basada en tópicos somnolientos como la arquitectura, el perfume eterno de los tilos en otoño o la defensa de la vieja etiqueta “La Plata: Ciudad de los poetas”, con el propósito de establecer “un modo de ser escritor” y “una forma de habitar la ciudad anclada en la pertenencia al cuadrado fundacional”. Desde Dardo Rocha en adelante en el libro de Fiebelkorn cobran todos, pero fundamentalmente cobran aquellos intelectuales que extendieron certificados de buena conducta para la formación de un canon local en pos de un inverosímil “modo de ser platense”.
En su “revisión crítica del modo en que el mundo poético platense se vio a sí mismo a lo largo de su historia”, el autor detecta y muestra cómo junto al programa político cultural de la ciudad (ciudad a la que Fiebelkorn eternizó en aquel verso “El eterno huevo de la ciudad huevo, la curvatura de una avenida incomprensible”), la poesía platense acompañó con una “visión sacra de la escritura que solía derrapar en una bobada seudo metafísica que confunde emoción con sensiblería y donde no tiene acceso el pulso vital colectivo, la lengua plebeya, y la libido popular”.
Es que de eso se trata precisamente este ensayo: de la eterna historia de las dos ciudades. La ciudad visible del “discurso autocelebratorio e institucional”, del centro fundacional, de los monumentos, de las altas casas de estudio, y del reclamo de un crecimiento urbano acorde a los trazados fundacionales, es decir una ciudad deliberadamente encorsetada. Del otro lado la ciudad ausente, omitida, la del verso libre y la estrofa de la canción, la ciudad del rock y del dibujo, de la pintura, la danza y del arte callejero, una ciudad despierta al lenguaje popular, erótica, atenta a las nuevas coordenadas artísticas, una ciudad que asume una importa cultural urbana bonaerense con sus numerosas influencias del interior y del exterior, en fin, una ciudad puerto como anota con claridad el autor, para anunciar como idea concluyente de su estudio que en el presente hay “un renacer de la literatura local” y “una nueva sensibilidad poética”.
Afirma Fiebelkorn: “Lo voy a decir más fuerte: hay una re-fundación poética de La Plata. Esto es algo que comenzó hace varios años e involucra a autores, editores y lectores. Es un sujeto colectivo que construyó un ecosistema literario propio, cosa que no había en la ciudad desde hacía mucho. Los autores de la región publican sus obras en editoriales locales, pero el dato nuevo es que estas editoriales tienen proyección nacional dentro del espacio de la edición independiente, por fuera del circuito de las grandes corporaciones de la industria editorial. Es así como los libros editados en La Plata están presentes en librerías, ferias y centros culturales de todo el país. Y autores que producen en la región o han vivido aquí mucho tiempo, obtienen premios nacionales o internacionales. Los nacionales no proceden de sociedades de escritores que acostumbran galardonarse a sí mismas. Ahora La Plata es un lugar al que los escritores suelen visitar. Años atrás no quería venir nadie, pero ahora sí. Porque se convirtió en una plaza fuerte, como Rosario, como Bahía Blanca. Dicho sea de paso, todas ciudades con puerto”.
Para mostrar los certeros cortes de su tesis, Fiebelkorn afiló la hoja de su cuchillo contra todas las estatuas platenses, principalmente contra los incluidos en esa gran bolsa llamada “La Escuela de La Plata” una “etiqueta cuya autoría intelectual corresponde a los poetas del 40” (remarca el autor) y que más tarde se convertirá en un modelo de lectura para los relatos históricos de las clases dominantes. En este sentido, Guillermo Pilía, autor de Historia de la literatura de La Plata y la poeta Ana Emilia Lahitte con su ensayo Cinco poetas capitales, son quienes reciben las mejores cortes argumentales de Fiebelkorn. El primero por las notorias y deliberadas omisiones en el campo de la poesía, y la segunda por querer forzar una idea de tradición platense cercando a los límites de la comarca a poetas tan distintos y notables como Oteriño, Castillo, Mux, Ballina y Preler.
Tilos secos, diagonales rotas –editado por un sello independiente– es un contraprograma de lectura histórica, social y política de la poesía en La Plata. El otro lado del mapa, el lado más blanco donde las coordenadas traslúcidas no le impidieron a Fiebelkorn –siempre con pulso seguro– anotar ideas, cruzar lecturas y dibujar otros escenarios; ese otro lado del mapa donde la escritura es libre de discutir –sin ataduras ni mezquindades– todo lo que no consigna la cartografía oficial.