La escalera del salón de la casa de la calle French de la familia de Federico Klemm tiene más anécdotas y mitos que escalones. Como en los decorados de telenovelas, o mejor como en las escenografías de las óperas, “la escalera actúa casi como un segundo escenario dentro del escenario”, como escribió en 2020 Sergio Durántez Cuéllar en su Arquitectura a escena: la escalera como elemento simbólico en la ópera.
En las fiestas que Klemm organizaba en su casa, esa escalera era el festín especial, donde sucedían sus performances operísticas, solo o acompañado, para interpretar "áreas" con sus típicos vestuarios estrambóticos, o “muchas veces, Federico bajaba la escalera cantando totalmente en pelotas”, según cuenta Víctor Richini de esas jornadas donde el alcohol convertía la noche en bacanal en ese decorado sin decoro.
Para nadie pasaba desapercibido lo que sucedía en esos escalones, ni siquiera para quienes escapaban por las ventanas de la casa porque Federico escondía las llaves para tener de rehenes durante su show lírico a todo el público invitado a la casa paterna. No todos coincidían en su gusto por la ópera o en su talento para el canto. Su amiga Marta Minujín recuerda que “Federico tenía una voz hermosa, cantaba esas óperas privadas de manera impresionante. Eran un flash esos shows. Él hacía de hombre, y José Luis López, de mujer.”
Pero la represión del odiado padre alemán, más que la de su querida madre checa, era un desafío para interpretar el rol femenino en full drag. “Los padres le habían prohibido que José Luis se vistiera de mujer en la casa, entonces si hacían Carmen, por ejemplo, Federico podía vestirse de torero, pero él no de Carmen. ¿Y cómo lo resolvía? Se iba al baño de visitas que estaba en planta baja y se hacía un vestido de papel higiénico. Y era genial”, ahora recuerda Dalila Puzzovio, otra de las más de 120 voces que pueblan el libro de Rodrigo Duarte, que bajo el título Klemm, intenta restituir, peldaño por peldaño, la densidad de la vida de un ícono pop contada por amigos, amantes, artistas y adversarios.
Ópera obrera
El libro da una pista para pensar que la sensibilidad hacia la ópera había nacido en su Checoslovaquia natal, cuando Klemm recuerda que a los 2 años fue a ver un espectáculo de títeres donde también se representaban óperas. Pero la fascinación, según sus propias palabras, comenzó en Buenos Aires en 1958, en el cincuentenario del Colón, especialmente al ver una puesta de Otelo.
Estudió canto y la década siguiente empezaron sus fiestas que, según pasaban los años, se convirtieron en una forma de resistencia política. “Él ya había empezado a hacer esto en los años sesenta, pero más tímidamente, para menos gente. En los años setenta fue la profesionalización -digamos- de su carrera de cantante de ópera hogareño”, dice Jorge Pondal, aunque otros opinan que frente a la avanzada de la represión sobre él, fue que decidió forzadamente para sobrevivir profesionalizarse en el ámbito privado más que seguir interviniendo en los lugares públicos. Porque los vestuarios que usaba para interpretar ópera en su escalera no diferían tanto de su ropa de calle, lo que lo convirtió en blanco fácil del insulto homófobo y de la represión policial.
“Me acuerdo de que trabajó en una ópera mía y cuando salió a la calle se lo llevaron preso al segundo, por la pinta”, también recuerda Minujín. La teatralidad Klemm no reconocía los límites de lo privado y lo público, de lo espectacular y lo cotidiano, todo fue una misma perfomance sin interrupción. Su yiro era un escándalo siempre. Esa transgresión continua, eso de ser el figurín extraño en cada lugar que habitaba, le valió tantas detenciones policiales como para dejarle una marca indeleble: varios testimonios hablan de la noche de tortura en una comisaría donde le arrancaron parte del cuero cabelludo. La calvicie provocada, la herida capilar, no la saldó reprimiendo su teatralidad sino potenciándola: la peluca que eligió usar terminó siendo parte fundamental de su estilo. Fue rubio natural y artificial, fue un personaje fuera de escena.
“Si hay una figura para recordar entre las locas del Colón era ese rubio gigante, remilgado, que permanecía de pie durante toda la obra en tertulia, porque no entraba sentado. Sus gestos eran siempre solemnes y se la veía solo los días en que tocaba Wagner. Por eso le pusimos La Válkiria”, recuerda uno de los testimonios del libro “Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura” de Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, que Duarte cita para dar cuenta de la forma de pertener o crear comunidades de resistencia sexual que tenía Klemm en ese período, ya sea en los baños del Colón usados como teteras, en las fiestas en la casa paterna o en sus viajes a Brasil, donde coincidía con otros argentinos que huían de la dictadura, como el cantante Federico Moura.
El artista Eduardo Giménez recuerda a Klemm en Brasil “volviendo a la casa en colectivo y dónadoles la mano a los obreros que subían para ir a trabajar en las ogras y cantándoles fragmentos de ópera. Federico se movía con total libertad en Río, podía ser ahí todo lo excéntrico que quería.”
Las chetas y los chongos
Viajar en bondi cantando ópera podría ser una de las maneras de trazar el recorrido biográfico de Federico Klemm que propone Duarte. Porque hay que decir que Klemm no se quedó en ese lugar posible de querer visibilizar otra sensibilidad en su propio lugar de pertenencia. “Ser homosexual en las manzanas cercanas a la casa de Borges y presentarse al mundo con naturalidad y desparpajo no era poca cosa”, destaca Mario Mactas y es verdad que ese gesto alcanza para reconocer su impronta disruptiva. Pero Klemm siempre buscó amplificarse, exagerar lo máximo posible, que su registro llegue a lo más alto y lo más bajo o, mejor, a un lugar ambiguo que oscile entre ambos extremos, una ambigüedad que también se puede traducir en incertidumbre en quienes lo observan.
¿Genial o mamarracho? ¿Estafa o éxtasis? ¿Y por qué no las dos cosas mezcladas? Los opuestos no solo se atraen, se funden en una sustancia indiscernible. La polémica como percepción más que como elaboración posterior. Nada puede igualar eso en potencia queer. “Federico siempre mezclaba, ponía a dos polistas, con uno que tiraba fuego por la boca y dos modelos, un empresario al lado de freaks fabulosos... porque Federico conocía a tantos freaks que te preguntabas: “¿Esta gente vive acá o vino en un charter?”. Le gustaba mucho ese entrecruzamiento. Recuerdo que una vez le dijo a Amalita que ella tendría que mezclar más en sus fiestas, porque en sus parties eran todos empresarios, o todos artisas, o todos amigos. Y él le decía: “Pero, Amalita, ¡tenés que mezclar, la diversión está en mezclar!”. Por eso varias personas recuerdan que sus fiestas eran de señoras bien y de chongos, y en medio todo un gentío en general poblado por artistas de distinto linaje o ninguno.
Cuando las fiestas pasaron a ser en la Fundación Klemm, entonces ya la mezcla extrema de gente no le alcanzaba y alquiló animales salvajes, pumas y tigres. “A Federico le gustaba esa mezcla de lo bello y lo siniestro”, dice Adriana Rosenberg recordando esa ya mítica velada de ferocidad cruzada, que en el libro se relata con lujo de detalles tétricos y cómicos. De su alianza homoerótica con Robledo Puch y su secuaz, que lo convierte en un personaje de Genet, a ser protagonista de una versión de Hamlet en el Instituto Di Tella hasta ser premiado por Menem, pasando por performances en Cemento o de altenar en carácter de millonario con empresarios de la más alta burguesía vernácula o con la vanguardia artística renovadora y la televisión basura es una biografía que demuestra la posibilidad constante de cruces impensables.
Huellas digitales
Cuando María Callas vino a presentar Medea (1969) de Pasolini a Mar del Plata, Klemm y su amigo Víctor Bichini estaban en la puerta de un hotel junto a un muchedumbre que esperaba la llegada de la diva lírica, pero cuando apareció no pudieron alcanzarla, ni hablar con ella. Si embargo, recuerda Bichini que “Federico logró transformar ese desplante en una foto personal para impresionar a sus visitas de por vida, porque tomó una foto general de ese pandemonio que salió en la revista Vosotras y oscureció a todo el mundo menos a la Callas y a él, que se había colocado cerca de ella. Federico, por supuesto, la exhibía como su foto con Callas, pero ¡era una foto robada y trucada!”.
Tal vez esa anécdota genial fue el momento en que Klemm descubrió las posibilidades de la fotografía y los medios para amplificar su sensibilidad, para crear otra mezcla que le permitiera romper los lugares estancos, crear otro escenario, otra escalera. “La fotografía, el collage y lo digital nos permiten ingresar en temáticas ya visitadas con una nueva libertad”, dijo Klemm para la revista Ramona. “Federico fue una especie de bisagra entre el mundo analógico y el mundo digital. Fue una especie de pionero del arte digital pre-Photoshop” dijo el artista Guillermo Kuitca. Si su programa de cable "El Banquete Telemático" fue su opus máximo para muchas personas, la forma de salir del campo del arte para convertirse en ícono pop, fue porque vio ese discurso menor como una nueva ópera, en el sentido wagneriano de Gesamtkunstwerk, de obra de arte total.
Y con solo ver un par de programas y entender que el pastiche es su modo de ser, las técnicas del videoarte como superposición, las incrustaciones, son manera de crear esa multiplicidad cruzada con la teatralidad gestual y verbal de Klemm y compañía. El collage de voces que es la estructura que plantea Rodrigo Duarte en su libro es también la forma del banquete convertido en tenedor libre, una estética del desborde, un volumen mixturado difícil de digerir.
La poesía del hombre y la nada
Franco Torchia, con su testimonio en el libro, defiende cuando Klemm fue al programa Intrusos y dijo que su sexualidad era “nada”, como una postura proto-queer. Es verdad, y se puede leer, primeramente, como una desconfianza de las categorías, un posicionamiento donde esa mezcla que constituye nuestros deseos sea no solo imposible de nombrar sino de llenar, el deseo sexual como un vacío, una investigación de cero. Tal vez, para él la sexualidad “escapa a toda regla de conceptualización”, como escribió en una de las últimas obras de su vida. Porque el grupo Los Sultanes, que fue bautizado por los medios “cumbia gay”, se acercó a Federico Klemm, quien fuera una influencia para la teatralidad marica propia de la banda.
Según cuenta su cantante, Federico se puso a disposición diciendo que había pasado escuchando todo el verano “Estoy saliendo con un chabón", el gran hit de Los Sultanes, cuya letra recicla el lenguaje y los códigos de las locas. Para su nuevo disco, la banda le pidió si quería participar en una nueva canción llamada "Sueño", y Klemm escribió un breve poema que recita al final a modo de spoken word. El disco y la canción fracasaron, a más de veinte años de existencia hoy en youtube no llega ni a las 900 escuchas. El poema de Klemm, que grabó en 2001, dice: “El amor, exento de convencionalismos, escapa toda regla de conceptualización. El amor se vuelve sustento de nuestra aparente felicidad concentrando todos nuestros anhelos e ilusiones. El amor se vive, el arte se vive, es la razón de la vida y la poesía del hombre”.
Al año siguiente Klemm murió. De la ópera a la cumbia, pisó el último o el primer escalón, según desde que lado se mire la escalera.