La película que más me marcó es 24 hour party people (o Manchester 1970-1990: la fiesta interminable en su traducción al castellano) de Michael Winterbottom.

La vi cuando tenía 13 años en el que era el Village Recoleta. Era verano y me llevó la hija de un colega estadounidense de mi papá y una amiga de ella. Ellas tendrían entre 20 y 30 años y estaban de visita o viviendo en Buenos Aires por un tiempo. Las recuerdo rubias y divertidas. Parece que yo ya hablaba inglés, o algo nos podíamos comunicar.

Ellas eligieron la película. No recuerdo nada de la experiencia en el cine. Lo que sí recuerdo es que me obsesioné con la película y la fijación se mantuvo al mismo nivel por al menos los tres años siguientes. Un fanatismo apasionado, devoto, sufrido, que solo me pasaba en la adolescencia, principalmente con la música. A los 8 años había sido Shakira: me sentaba a escuchar el cassette de Dónde están los ladrones en bucle mientras leía las letras del folleto y me aprendía los raps. A los 10 años, cuando me sentía completamente desubicada en mi cuerpo gigante de mujer entre los cuerpos correctamente aniñados de mis compañeras de colegio, me salvó Korn con la oscuridad de su sonido y la rabia de su voz. A los 13 años descubrí a Bob Dylan y me poseyó: hasta el día de hoy me sé la letra de al menos cuarenta de sus canciones (si las escucho al mismo tiempo). Con el cine creo que este fervor solo me pasó con 24 hour party people. Tal vez con El señor de los anillos, también, pero 24 hour… me definió y me identificó de otra manera. La sentía mía.

Primero, fue algo del humor de ese protagonista, el empresario y conductor de televisión Tony Wilson interpretado por Steve Coogan, que le hablaba a la cámara. Vivía en el presente del relato pero también era un narrador de lo que iba pasando, con una visión retrospectiva. Estaba embebido en la acción dramática y a la vez era un comentador que venía del futuro y sabía más que todos. Era inteligente y a la vez medio tonto, un genio y a la vez ridículo. Era un poco tierno. “Se tomaba a sí mismo en serio de una forma que es totalmente imposible tomarse en serio.” El tono me volaba la cabeza. Mientras escribo esto reconozco que algo de eso está en mis películas: el relato en tiempo presente pero también el comentario, lo autoconsciente, la búsqueda del humor, lo ingenioso, lo tierno.

Luego, el mundo que contaba: la escena underground de Manchester entre las décadas de 1970 y 1990, del punk a la música electrónica y la cultura rave. Con esta película descubrí Joy Division (luego reconfigurada como New Order), Happy Mondays, Buzzcocks, Stone Roses, bandas que hasta ese momento no me había cruzado ni en MTV, ni en Tower Records ni en la Rolling Stone, mis reservorios de educación musical en esos tempranos años 2000. Está claro que la música y sus creadores y creadoras eran un lugar de identificación para mí, como para tantxs adolescentes. Creo que la industria musical es la que produce las imágenes más atractivas, con sus íconos de rebeldía, de coolness y de sexo, que nos hacen fanatizarnos, sobre todo a esa edad.

24 hour party people también narraba, como su título indica, la noche, la fiesta y las drogas, y ese imaginario tan asociado al rock me generaba deseo, quería un pedacito de eso para mí. Esta película alimentó al punto del empacho toda la fascinación idealizada que yo tenía por ese mundo.

Finalmente, está el aspecto formal de la película y su naturaleza difícil de clasificar. Su premisa se basa en contar la historia real alrededor del sello discográfico Factory Records y más tarde del club The Haçienda, pero el film toma del documental y la ficción lo que le sirve y lo mezcla sin pudor. Material de archivo real es montado en el mismo flujo que la ficción sin distinciones, sin categorizaciones. Cerca de la idea de collage, distintos tipos de registros, de texturas y de perfiles de color son yuxtapuestos en un mismo nivel. No es el punto de vista de un personaje el que lleva las riendas del relato, por más que el protagonista Tony Wilson parezca conectar todo. Es la narración de la película la que maneja los hilos sin camuflarse, y por eso puede permitirse incorporar materiales exógenos con libertad narrativa. Para mí es fascinante cómo el protagonista cumple el rol de una voz en off desde el in, desde el campo, y cómo esto se solapa con el hecho de que es presentador de televisión (también lo fue en la vida real). La forma entera de la película pareciera inspirarse en la idea de un programa de televisión, con un conductor que nos guía, dentro de la acción pero a la vez siendo un performer con un pie afuera. Esta decisión tiene sentido porque la historia que se busca contar desde un principio sobrepasa a los personajes y a sus conflictos personales.

La película transmite una libertad y un espíritu de juego que me atraía. En ese momento no era consciente del aspecto formal, pero hoy en día puedo ver que algo de esa desfachatez me marcó. El humor no estaba únicamente en los personajes, en el tono de la actuación y de los diálogos, sino también en la forma y en el acercamiento a los materiales.

Melisa Liebenthal nació en Buenos Aires en 1991. Dirigió las películas Las lindas (2016), Constanza (2018) y Aquí y allá (2019), todas premiadas y proyectadas en diferentes festivales alrededor del mundo. El rostro de la medusa (2022), su segundo largometraje y su primera incursión en la ficción, tuvo su estreno mundial en la última edición del festival internacional de cine de Mar del Plata, donde obtuvo el premio Astor Piazzolla (ex aequo) a la mejor dirección de la Competencia Internacional y el premio ARGENTORES al mejor guion de largometraje argentino de todas las competencias. Se proyecta todos los viernes de enero a las 20 en el museo MALBA en CABA