El cuento por su autor
Como el cuento publicado el año pasado en este suplemento, “Propiedad privada” forma parte de un proyecto –la terquedad de un proyecto– de cuentos que trabajan sobre continuidades, reversiones y encadenamientos con textos clásicos de la literatura argentina contemporánea –una tierna forma de la ofensa a nuestros maestros–, y que, como todo proyecto, uno nunca sabrá en qué termina. Por ahí andan el inevitable Borges, Hemingway, Piglia, Forn, Castillo, Soriano. Otra porfía: la de amarrar corrientes tan presuntamente opuestas. Caer en “Casa tomada” era de un facilismo extremo. Quizás sea por eso que la cosa fluyó de manera tan sencilla, tanto que hace pensar si no es que uno termina dándose la licencia de estar errando feo el vizcachazo. Que un cuento plantease, en su interpretación, desde la crítica al peronismo –el famoso fórceps– al incesto, pasando por la máxima anarquista de que la propiedad es robo, puede hacer que cualquiera de nosotros caiga en la trampa. Y hay trampas, a qué negarlo, en las que está buenísimo caer.
Propiedad privada
“Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias”
Julio Cortázar
Elegimos esta casa porque se parecía a la otra. Fue una búsqueda dilatada, casi agotadora, pero que emprendimos con serenidad y dedicación. Sabíamos muy bien lo que queríamos y queríamos dejar lo ante posible el hotel en el que nos alojamos durante un tiempo, después de la huida, y por el que tuve que empeñar el reloj pulsera para poder pagar la cuenta.
Para Irene y para mí, que ya estábamos entrando en los sesenta, era necesario alejarnos de la gran ciudad, salir de la abrumadora vida capitalina en la que habíamos nacido y crecido, rodeados por las mieles de nuestro abolengo, y cambiar por una ciudad pequeña, menos ruidosa como esta, donde todo queda cerca, donde hay el saludo cotidiano, la mano en alto del que no te conoce, pero al menos te supone, aún en la distancia, cercano.
El negocio cerraba por donde se lo mire, tanto en lo económico como en lo edilicio. Claro que para eso tuvimos que extenuarnos en largos trámites, lograr que el banco reconociera como nuestra la cuenta sin los papeles que la avalaran, papeles que, por supuesto, ya habíamos dado por perdidos, y hacer que nos depositaran el dinero de los campos en la nueva sucursal.
La empleada de la inmobiliaria que nos la ofreció, una joven sobria, de buena oratoria, que parecía hacer una semblanza de cada uno de los temas que desplegaba así fuera arquitectura soviética, historia del arte o plomería, nos contó que la propiedad había pertenecido a un grupo de muchachos libertarios, casi al borde de la ley, que habían vivido durante unos años en comunidad bastándose con los recursos que la naturaleza les brindaba, como si de los Walden bonaerenses del siglo XX se tratase. Alguien, de quien apenas llegamos a conocer su identidad, la entregó en su nombre.
Ese mismo día firmamos el boleto de compra-venta, abonamos la primera suma y nos mudamos con lo puesto. Después vinieron la elección y adquisición de muebles y vestuario, la aclimatación a la nueva geografía hogareña, la búsqueda de una estética sencilla, funcional, que a Irene siempre tan bien le ha venido.
***
Hay que decir, a todo esto, que la casa resultaba generosamente grande para los dos. Quizás la buscamos así para recordar aquella otra, quizás para bastarnos a nosotros mismos en la respiración necesaria que exige la convivencia de dos que se conocen mucho y que se quiere como nosotros nos queremos.
Se ingresaba desde la calle por un zaguán, que dejaba a un lado la única habitación con salida a la calle y, al otro, el recibidor donde teníamos el juego de sillones y la biblioteca. El zaguán desembocaba en un amplio pasillo, templado por el sol de la mañana, un tanto fresco para nuestro gusto durante la noche, al que miraban las dos habitaciones, pasillo que a su vez comunicaba con la cocina, todo lo confortable y espaciosa que podía serlo para nuestras necesidades. Ahí estaban la mesa, las cuatro sillas (dos en vano, por supuesto, ya que hacía años que omitíamos cualquier tipo de contacto social, y de cuyos respaldos solíamos colgar la bolsa de las compras, las chalinas de Irene, alguna campera de hilo mía), la estufa a leña con la que templábamos el ambiente y sobre la que solíamos cocinar, una cocina suplementaria a garrafa, la heladera y una alacena para vajilla y comestibles.
En el cuarto que daba a la calle instalamos depósito y taller, sellada con un candado su salida al exterior. Yo ocupaba la primera habitación; Irene, la siguiente, porque desde esa se accedía al baño, pero era en el recibidor donde pasábamos la mayor parte del tiempo. Yo, leyendo: novelistas y cuentistas norteamericanos, algunas crónicas de la América profunda que fui comprando a diferentes viajantes, el semanario regional que recibíamos los martes o algún autor uruguayo de los que iba descubriendo en la biblioteca del pueblo. Irene, a su pasión por el tejido, le había sumado la confección de adornos en bambú, por lo cual la cercanía con el taller le venía de maravillas, lo que colaboraba para que nuestra nueva vida doméstica fuera encontrando, poco a poco, sus espacios de sosiego.
Algo que ganamos en esta nueva vida fue, sí, el patio. Reducido pero acogedor, un rectángulo de unos ocho metros por diez, nos permitió no sólo disfrutar de las tardes de mate al sol, sino también hacer quinta, donde cultivamos tomates, ajíes, cebollines, morrones, chauchas, lechuga, zanahoria y algunos condimentos como albahaca, orégano, romero y estragón. Hasta fuimos a la ferretería para hacernos de las herramientas y lo abonos necesarios.
Los miércoles salíamos día de compras. Nos separábamos en la esquina e Irene se dirigía a la verdulería y la carnicería. Siempre tuvo un ojo clínico para seleccionar cierta mercadería (“la grasa de la carne debe ser blanca”, “nunca compres una fruta machucada”), cualidad que, aun a fuerza de perseverancia y observación, nunca pude adquirir. Yo me aplicaba al almacén, los alimentos envasados y las bebidas: algo de vino para la cena, el coñac para mí, un licor de huevo para ella, que siempre fue su debilidad.
Así fue que Irene terminó teniendo como pretendiente al verdulero, un hombre bajito, de modales tibios y boina escocesa que la cortejaba con su cautela y el obsequio de alcauciles o algún plantín para que sembrásemos en la huerta. Por mi parte, y aunque me genere cierta zozobra admitirlo, recibía miradas propositivas de la bibliotecaria, sobre todo cuando de lo que se trataba era de indagar en los anaqueles del fondo y el olorcito a moho tibio y papel antiguo nos envolvía mágicamente como en una nube de irrealidad.
De todos modos, esas circunstancias no pasaban de ser una mera anécdota, curiosidades desprovistas de intriga, ya que con Irene habíamos consentido, silencioso pacto mediante, seguir otorgándole los votos a nuestro matrimonio de hermanos.
***
Nunca supimos cómo empezó, o sí, pero la sola repetición de los hechos nos tomó tan de sorpresa que la asumimos imposible y quizás por eso nubló toda capacidad de conjetura o raciocinio. Se nos volvió inverosímil la sencillez con que los hechos ejercieron el don de la duplicación.
Fue un atardecer de primavera, casi entrado noviembre.
El bullicio de las voces, la fanfarria de metales y percusión acompañada por algunos estallidos de pirotecnia daban a suponer el arribo de un circo, el agasajo a algún club de fútbol o una festividad patronal que, a causa de nuestra inacción social, desconocíamos.
-¿Escuchás? –dijo Irene desde el taller.
Yo leía a Arregui, arrellanado en el sillón.
-Escucho –respondí, sin levantar la vista del papel.
-Será algo pasajero, nomás –agregó ella, y siguió calando y pegando caña.
La cosa tendió a calmarse, pero a la media hora la turba, o lo que nosotros, abstraídos en lo nuestro como estábamos, sospechamos era una turba, volvió a pasar frente a la puerta.
-Los ganó el entusiasmo –dijo Irene, con una media sonrisa, señalando con un golpe de ojo en dirección de la vereda. Eran cerca de las ocho, hora de cocinar.
Estábamos de sobremesa cuando oímos una serie de susurros seguidos de un ruido seco, impreciso pero seco, que se repetía de manera pausada. Nos dio a pensar que manoteaban los picaportes, el del zaguán o la piecita taller.
-¿Tiene candado? –pregunté.
-Tiene –aseguró Irene. Le temblaba la voz.
-¿Llave?
-También.
Me llegué hasta el otro extremo del pasillo. Una hendija dejaba filtrar los haces de la luz de calle. Cerré la puerta que daba al recibidor y regresé a la cocina. Aun así, nos llegaban los ecos de lo que parecía ser una conversación.
-¿Entraron? –la pregunta, ahora, era de Irene
-Me parece que sí.
-¿Otra vez?
-Otra vez.
-Quedémonos un rato acá, a ver qué pasa.
Irene estaba con la chalina azul que tanto le gustaba; lo recuerdo porque me quedé hipnotizado con el entretejido de hilo, como si en esos huecos que se abrían entre los puntos hubiera una respuesta que, por nosotros mismos, no llegábamos a encontrar.
Cuando vimos que el picaporte de la puerta al otro del pasillo subía y bajaba, lenta, repetidamente, decidimos proceder. Irene fue por los abrigos a las habitaciones, yo recogí unas pocas cosas de la alacena y la heladera y nos escabullimos al patio. Pusimos tranca del lado de afuera y quedamos expectantes de lo que se oyera más allá. Los ruidos se hicieron estridentes en un principio y luego se apaciguaron.
Giramos y nos quedamos observando el patio. Ahí estaban las verduras y hortalizas que habíamos sembrado, con tanta aplicación, a fines de septiembre y principios de octubre. Apoyados sobre el tapial, descansaban azada, regadera, rastrillo y pala.
El crepúsculo ganaba terreno sobre el azul rosáceo del cielo, y una bandada de pájaros se apiñaba en las ramas del plátano. Aún no refrescaba, pero lo haría. Para esa primera noche nos servirían el techo de la galería como reparo y las pocas prendas que Irene había rescatado, hasta que pudiéramos inventarnos algo con las bolsas de arpillera y unas láminas de cartón corrugado que amontonábamos, nunca supimos por qué, en la galería.
-Al menos podremos observar las estrellas –dijo Irene, buscando mi abrazo, mientras nos recostábamos de cara al cielo.