El cuento por su autor
“El samurái” está basado en un conocido médico forense. Lo que me interesó no fue la historia del personaje real sino su discurso, el modo en que hablaba de su experiencia laboral y del contacto cotidiano con la muerte violenta. También me inspiró la figura que este personaje encarnaba socialmente, la del experto en una materia tan particular, y más que la sabiduría o la competencia por la que obtuvo un amplio reconocimiento la pulsión que atravesaba oscuramente sus palabras, las rutinas que anestesiaban las emociones y a la vez descubrían el espectáculo de la muerte. Recopilé registros de entrevistas periodísticas y de apariciones televisivas del personaje para documentarme y me propuse ser fiel a esa voz –a su tono, a su ritmo, a su fascinación por lo macabro- y acentuar marcas de estilo oral para observar cómo esa voz se erige en voz de autoridad y cómo la mirada científica –o en todo caso legal- y el rigor de la disciplina son indisociables en un punto de la curiosidad morbosa y del gusto por la truculencia. Ese es el tema, para mí, del cuento.
El samurái
¡Cuidado con los quemados, porque parecen iguales! Cuando me tocó la explosión de Laboratorios Rosenthal yo tenía diecisiete cadáveres en el suelo, en la morgue. Diecisiete, ni uno menos. Esa noche hubiera puesto un cartel en la entrada de calle Viamonte, un cartel con la frase no hay lugar. ¡Diecisiete cadáveres, y eran todos iguales! Los parientes estaban a los golpes en la puerta porque lógico, querían los cuerpos de sus familiares. Me hacía acordar a la película La noche de los muertos vivos, cuando los zombis quieren entrar a la casa donde están el muchacho y la muchacha. Pero la realidad supera a la ficción, los muertos los teníamos adentro, en el suelo, no había dónde pisar, ¿y quién iba a identificarlos? Los quemados son todos iguales por afuera, todos muestran la misma característica, tienen cara de tortuga, los dientes por encima de la comisura de la boca, el cabello adquiere un tono rojizo, el iris un color azul, las cabezas se revientan, los brazos se amputan y tienen una forma en pico de pato.
A mí me gusta filmar la guardia, por eso tengo la película completa de las autopsias por la explosión de Laboratorios Rosenthal. A veces la muestro en casa porque viene una visita, porque siempre hay algo nuevo para comentar. Puede ser un colega, puede ser el periodismo, tomamos algo y vemos las autopsias. Y en los juicios la película produce un efecto contundente, usted puede ver los hechos. Al juez se lo convence con las pruebas pero también con la forma clara en que usted expone, si el juez le pregunta qué quiso decir, sonó. Y se lo convence con la buena presencia. Por eso al perito lo quiero de traje y corbata en la sala de audiencias y con su traje de cirujano, su delantal de hule, su cofia, sus botas de goma y, si es delicado, si le pica la nariz, su máscara con filtro de carbón en la sala de autopsias. Sí, el olor es muy difícil de definir, hay que pensar en el olor de la basura pero muy concentrado, hay que pensar en un depósito de basura muy podrida y llevarlo a la enésima potencia. Pero un perito es un samurái, no lo quiero de jeans y camisa informal. Si le gusta andar de jeans y camisa informal se queda en su casa. Hay que cuidar la vestimenta y también el lenguaje. El juicio oral es la hora de la verdad, para usted es como si tocaran campanas a rebato. El público de un juicio oral es exigente, el público quiere que el perito use trajes oscuros, se fija en el color de la corbata, se fija si los zapatos están lustrados. El perito tiene que saber de oratoria, cuando el juez lo llama usted sale de la sala o del laboratorio y está en un escenario. El perito es como un buen actor que dice su libreto sin necesidad de apuntador porque tiene el sumario en la cabeza y no se queda callado ante las preguntas del fiscal que tiene a su izquierda o de la defensa que está a su derecha, al perito que tiene pánico en la escena y se queda callado me gustaría darle un golpe en la nuca por tonto.
El cuerpo llega con una nota donde la policía dice, supongamos, Juan Pérez fue hallado óbito el 20 de abril a las 4.30 en la vía pública, supongamos. El cuerpo de Juan Pérez descansa en la mesa de Morgagni. Morgagni fue un médico italiano que le dio el nombre a ese instrumento de trabajo que tenemos. Se desviste el cuerpo, se le toman fotos, se lo pesa, porque para eso tenemos una balanza como las de los carniceros. Cantá, le digo al ayudante en esos momentos, cantá el peso. Porque si no aflojás por algún lado se hace muy duro, hay que estar ocho, diez, doce horas, y en esa profesión no tenemos fines de semana ni feriados. Que no se entienda mal, vivimos entre los muertos. El cuerpo de Juan Pérez, que a eso iba, se abre de mentón a pelvis con el cuchillo. Se extraen los órganos y se los pesa. Y cada uno de los datos queda asentado en el protocolo, que es un cuadernillo tipo multiple choice con casilleros para cada parte del cuerpo humano. El ayudante anota el nombre, el número de procedimiento, el día y la hora en un trozo rectangular de cartón y el obductor corta el cuero cabelludo, lo retira hacia adelante y el cráneo queda a la vista. El ayudante toma un serrucho, corta la parte superior del cráneo, saca el cerebro de Juan Pérez y se lo da al obductor, que lo troza, lo pica, lo desmenuza bien desmenuzado en busca de lesiones. A renglón seguido examinamos el tórax, el ayudante separa cada costilla con un cuchillo de carnicero y recoge sangre con un cucharón, y el obductor extrae los pulmones y las vísceras, eso se hace con las manos y se deposita en un frasco, un frasco de mayonesa, para examinar en el laboratorio. Por último se cose el cuerpo con hilo blanco, el cuero cabelludo vuelve a su lugar y un juez dirá cuándo puede retirarlo la familia, si es que se presenta la familia, porque más de una vez los cuerpos quedan abandonados y entonces decimos que son donantes anónimos a la ciencia.
El trabajo puede llevar media hora, una hora, y que pase el que sigue. Pero qué ocurre, las cosas también se complican, depende de cómo llega el cuerpo de Juan Pérez, si está fresco, si lo rescataron después de pasar una semana en el Riachuelo, si me lo traen carbonizado o impregnado en cal. Porque existe la creencia, común en los delincuentes inexpertos, de que la cal disuelve un cuerpo. Con todos los adelantos de la tecnología, existe también la creencia de que el fuego puede borrar los rastros de una muerte violenta. Y a mí un cadáver me habla y me habla hasta por los codos, un cadáver me dice cuál fue la causa de su muerte, un cadáver siempre guarda secretos que son invisibles a los ojos del inexperto, del que no sabe cómo hablar con los muertos.
Pero qué ocurre, yo no abro un cadáver para ver qué tiene. No quiero echar un vistazo, yo no abro un cadáver al tun tun. Para eso me quedo en mi casa. No, tengo que saber lo que busco, y lo que busco en una autopsia médico legal son rastros. Los rastros del victimario. Porque el victimario se fue y me dejó a la víctima en el lugar del hecho. Entonces lo tengo que traer de vuelta al lugar del hecho, y cómo hago. Bueno, me interesa la causa de la muerte, la noxa que la produjo. Me interesa la hora de la muerte. Me interesa la naturaleza de los golpes si hay golpes, la trayectoria de los disparos si hay disparos. Me interesa la posición de la víctima. Y todo esto no tiene nada que ver con Sherlock Holmes fumando su pipa en Baker Street mientras el bueno del doctor Watson toma apuntes. Ni con el final de las novelas de Agatha Christie donde Hércules Poirot explica las minucias de un homicidio ante un auditorio compuesto por bellas mujeres y atentos caballeros. Nada que ver. Por eso le digo que la realidad no se compara, por eso le digo al perito ojo con mezclar los garbanzos.
Pero a veces me cuesta creer lo que estoy contando, como si me lo inventara. Por ejemplo cuando tengo que detallar lo que encuentro en el ano o en la vagina de alguien que fue ultrajado o que participó en una orgía. La hipoxia provoca una sensación muy especial en el momento del orgasmo y de pronto, entonces, tengo un tipo con una bolsa de plástico en la cabeza o un lazo en el cuello, un tipo que viene atado como una morcilla. O tengo una mujer con una botella o con un envase de aerosol en la vagina o en el ano. Pero qué ocurre, todos los cadáveres tienen los anos dilatados, y eso no significa que haya existido una violación. Y me tocan casos muy dolorosos. Autopsias de chicos. Por eso hay que ser estoico y vaciar la mente. Ser un bambú. ¿El bambú cómo hace? ¿Cómo hace? El bambú no enfrenta al viento, no, se deja mecer. Los chicos vienen violados, estrangulados. Pero el bambú se deja mecer. Y si yo encaro al enemigo, voy a perder. Me encuentro con mujeres despedazadas. Pero qué ocurre, yo no pienso esta mujer podría ser mi hija, no pienso esta mujer podría ser mi señora. No, porque si yo pensara así me quedaría paralizado delante del enemigo. Si me dejo mecer, voy a romper el hechizo. Si me dejo mecer, va a llegar el momento justo para vérmelas con ese adversario.
De pronto estoy en mi casa y mi señora me dice te llaman por teléfono. Porque no tengo domingos ni feriados. La gente dice se vienen las fiestas de fin de año, pero qué fiestas. Se vienen las tragedias. No las fiestas, se vienen las tragedias. A veces no llego a levantar la copa y tengo un llamado, en navidad y en año nuevo hay muchos suicidios, hay más peleas callejeras, hay viejas rencillas que se recuerdan y ajustes de cuentas. A veces llego con la comida atravesada al lugar del hecho, pero no tengo problemas de estómago. En cambio no puedo asistir a un velorio ni asomarme a un entierro. Qué curioso, el perfume de las flores me hace mal, me produce arcadas. Qué curioso, porque en la sala de autopsias no necesito nada cuando abro el cuerpo y siento el olor que viene en oleadas, un olor que no tiene comparación, en comparación un basural muy podrido es un ramo de rosas.
Si me preguntan yo digo que lo mejor es el crematorio. Hay que ver cómo queda el cadáver de un obeso, totalmente hinchado, las uñas y el pelo siguen creciendo. Una anciana después de pasar bajo tierra unos años, llena de gusanos, se la regalo. Por eso digo que lo mejor es el crematorio, y dejarse mecer por el viento, ser un bambú. Un quemado que se sentó sobre una palangana llena de combustible es irreconocible. ¡Pero cuidado con los quemados! El cadáver quemado, como el putrefacto, puede engañar al inexperto. No hay que prejuzgar, no hay que dejarse llevar por las apariencias. He visto cadáveres quemados y cadáveres putrefactos que se conservaban muy bien por adentro, que eran hermosos para hacer una autopsia. Y siempre que estamos ante un quemado en el lugar del hecho tenemos que pensar por qué comenzó el incendio y por qué motivo la víctima no pudo escapar. Por lo general son lisiados, viejos, niños. ¡Cuidado con el viejo y con el niño! Porque hay un incendio y el niño se asusta y se esconde en un armario, el viejo se asusta y se encierra con llave en el baño, y cómo se lo explico a los bomberos. Cuidado porque tengo que determinar si me quemaron un cadáver o si el viejo, el lisiado, el niño estaba vivo al ser quemado. Cuando un sujeto está vivo al ser quemado respira en ese medio, entonces qué ocurre, respira monóxido de carbono y traga partículas de negro de humo.
Pero una cosa es un incendio donde tengo un niño y un anciano óbitos y otra muy distinta una catástrofe con diecisiete cadáveres en el suelo de la morgue. A no confundirse, le digo al perito, porque esto no se ha visto en ninguna película. ¿Cómo identifico diecisiete cadáveres que presentan el mismo aspecto? Y tengo a los familiares que golpean la puerta, que la están por tirar abajo. Como en La noche de los muertos vivos, pero qué ocurre, los muertos están conmigo y parecen todos iguales. ¡Cuidado con la realidad y con la ficción!