A principios del siglo XX Giovanni Papini recomendaba abrir en la universidad cátedras de ignorética, la ciencia de todo lo que no sabemos. Si hubiésemos seguido su consejo, el estudio de la Ucronía estaría ahora mucho más avanzado.
Es una tarea pendiente. Apenas se utiliza siquiera esa palabra. Los especialistas en ciencia ficción la usan de vez en cuando, los historiadores casi nunca y, aunque aparecía en el Grand Larousse del siglo XIX, las ediciones actuales la han suprimido. La acuñó en 1876 el filósofo francés Charles Renouvier, basándose en el modelo de la Utopía a la cual, trescientos sesenta años antes, el canciller de Inglaterra Tomás Moro dio un nombre que iba a tener mayor fortuna. A la utopía, del griego ou-topos: que no está en ningún lugar, le corresponde la Ucronía, ou-cronos: que no está en ningún tiempo. A un espacio y, en consecuencia, a una ciudad, a leyes, a costumbres que solo existen en la mente de legistas y urbanistas insatisfechos se superpone un tiempo igualmente regido por el capricho y, en consecuencia, una historia. Sin embargo, el prefijo privativo es fuente de confusión y la analogía entre ambos enfoques resulta menos evidente de lo que parece.
El libro fundacional de Renouvier, titulado Ucronía, tiene dos subtítulos: uno bueno, otro no tanto. El bueno define claramente la disciplina que me gustaría examinar aquí: Esbozo apócrifo del desarrollo de la civilización europea, no tal como ha sido, sino tal como habría podido ser. De eso se trata: de la historia, si hubiera sucedido de otra manera.
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Nadie siente la necesidad de hacer coexistir dos universos en un mismo espacio. Hay suficiente sitio más allá como para abstenerse de amenazar el statu quo entre lo real y lo imaginario.
El mismo solo se ve comprometido si, por ejemplo, un parisino de 1985, en lugar de decir que todo era mejor en la Antigüedad griega, que todo será mejor en 2985, que todo es mejor en Papúa, en China o en Marte, describe una sociedad completamente distinta a la suya, conforme a la idea que se hace de lo mejor –o de lo peor, da igual- y se empeña en fechar el cuadro afirmando que se trata de París en 1985. Es en ese momento cuando estalla el escándalo: entramos en Ucronía.
Domina entonces un descontento diferente. Napoleón fue derrotado en Waterloo, murió en Santa Elena. Es intolerable –al menos, eso es lo que piensa el ucronista- y seguimos padeciendo las consecuencias de esa desgracia. Hay que rectificar ese desacierto de la historia. Anular lo que ha sido, sustituirlo por lo que debería haber sido (si uno se encarga, en nombre de una firme convicción, de leerle la cartilla a la Providencia), o de lo que habría podido ser (si uno se limita a experimentar una perspectiva mental, sin volverse militante).
El propósito de la utopía es modificar lo que es o, al menos, proporcionar los planes de tal modificación. Se trata de algo de lo más razonable y a ello se dedican, por caminos muy diferentes, tanto los hombres que construyen civilizaciones como quienes las ansían mejores y confían sus sueños al papel. El propósito de la ucronía, escandaloso, es modificar lo que ha sido.
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En el mundo en que vivimos, en la historia en la que estamos encerrados, la ucronía se remonta a una pregunta absurda y mal planteada. Aristóteles tiene razón, no es otra cosa que el ensueño de un vegetal. Vale la pena leerla por su valor en sí, al margen de lo literario. No para conocer nuestro universo sino el universo de sus autores. Para descubrir en ellos otras civilizaciones, otras batallas, otros libros, otros acontecimientos heroicos o cotidianos. La seriedad de la investigación no se ve mermada por el hecho de que su objeto no haya tenido posibilidad de existir. Las mismas razones nos empujan a emprenderla, el mismo resultado nos espera: el conocimiento desinteresado, que constituye una modalidad erudita del placer.
Fragmentos de El estrecho de Bering, ensayo de Emmanuel Carrere de 1986, que ganó el Grand Prix de la Science- Fiction y Anagrama publica por primera vez directamente en la Colección Compactos.