No tengo pretensión alguna de colocarme en el altar de las almas bellas, pero lo cierto es que no logro sentirme incluido en la frase “todos somos culpables” cuando, en estos días, se habla del asesinato de Fernando Báez Sosa.
Aquella sentencia, creo, no posee ningún valor explicativo, ni jurídico, ni sociológico, ni psicológico. Que en el universo de las hipótesis cualquiera pueda ser víctima de un crimen e, incluso, que todos abriguemos impulsos hostiles en nuestra intimidad, no autoriza a realizar tal afirmación.
La cocina de las causas siempre es compleja y la escala para medir responsabilidades no puede diluirse en una “salsa criolla” o en un Cambalache. Por caso, aun cuando la práctica del rugby haya tenido alguna participación, y de allí que si decimos “los rugbiers” de inmediato hoy pensamos en los acusados, tampoco seremos justos si enviamos a todos sus practicantes al banquillo.
Tampoco resulta verosímil, y carecería de toda utilidad argumentativa, sostener que todos somos culpables del atentado contra Cristina Fernández de Kirchner. Y en un terreno más banal, que hasta ha sido motivo de memes, tampoco es cierto que todos hayamos ganado el Mundial de fútbol.
Algo de todo esto ya expuse hace unos tres años en estas mismas páginas. En efecto, si bien es pertinente presentar algunas razones genéricas (alcohol, odio de clase, machismo, adolescencia, rugby), las circunstancias delimitadas por quiénes lo hicieron, cuándo, dónde, qué, cómo y por qué, no pueden ser despojadas de su singularidad.
En todo caso, propongo analizar la frase “todos somos culpables” como expresión de un síntoma. ¿Síntoma de qué? Pues bien, tamaña acusación universal es expresión de que en una sociedad ha sido perturbado el establecimiento de responsabilidades singulares, éticas y jurídicas.
Dicho de otro modo, el análisis se bifurca y va hacia un lado si buscamos responder la pregunta ¿por qué lo mataron?, mientras se dirige en otro sentido si el interrogante es ¿por qué pensamos que todos somos culpables?
Supongamos que el juicio concluye con una condena máxima, la que recibe el nombre de perpetua. E imaginemos, entonces, el saldo que dejará. Desde luego, no habrá condena (ni puede haberla) que resuelva el infinito dolor de los padres de Fernando. Pero aquí el problema que nos planteamos es otro: ¿aquel desenlace judicial logrará apaciguar las pulsiones vengativas que irremediablemente se encienden ante una injusticia así? Y también, ¿tendrá algún efecto en el sentido de la ejemplaridad de la pena?
¿Cuánto dolor y lucha hubo y hay para llevar a cabo los juicios por delitos de lesa humanidad de la última dictadura cívico-militar?; ¿cuántas deficiencias y defecciones se esconden tras la causa AMIA? ¿Cuántas omisiones y tergiversaciones hay en la investigación por el atentado contra la actual vicepresidenta?
Quiero, entonces, insistir: decir “todos somos culpables” es la expresión que da cuenta de cuánto fracasa la respuesta de la justicia, por acción u omisión, por complicidad o negligencia.
“Todos somos culpables” es, además, un derivado de otra historia: la de una sociedad en la que se ha buscado instalar la teoría de los dos demonios para justificar la tortura, las desapariciones y la apropiación de niños y niñas.
Únicamente en un plano abstracto y ahistórico podemos decir que “todas las violencias son iguales”. La abstracción y la ausencia de historicidad no anula el valor que tenga esta última afirmación, sino que le da el lugar que debe tener.
Sin embargo, en contexto, las violencias no son todas iguales, pues si igualamos lo que es diferente cometemos otro acto de violencia. Las diferencias son múltiples: a) los motivos; b) la frecuencia e intensidad y c) por último, que en ciertos sectores la violencia le es intrínseca, está en su naturaleza: Trelew, bombardeo de Plaza de Mayo, dictadura, violencia policial, exilios, desempleo, “meter bala”, “ellos o nosotros”, bolsas mortuorias, guillotinas, y un largo etcétera.
No es lo mismo, además, la violencia de quien tiene poder que la violencia del oprimido. No es lo mismo la violencia de quien está siempre protegido por la ley (y por el Poder Judicial) que la violencia de quien está desamparado y excluido de todo orden de protección legal.
Que “la violencia es mala, venga de donde venga” no quiere decir que todas las violencias sean iguales. Freud puso en cuestión esto mismo cuando indicó que la “libertad” no es un ideal, a menos que se trate de una rebelión que busca justicia.
Recordemos algo más que sostuvo Freud: “lo imperativo del mandamiento «No matarás» nos da la certeza de que somos del linaje de una serie interminable de generaciones de asesinos que llevaban en la sangre el gusto de matar, como quizá lo llevemos todavía nosotros. Las aspiraciones éticas de la humanidad son una conquista de la historia humana; y han devenido después, en medida por desdicha muy variable, en el patrimonio heredado de la humanidad que hoy vive”.
Coincido plenamente con esta reflexión de Freud, pero será un error, nuevamente, aplicarla como fundamento del “todos somos culpables”. Tal como él lo señala, es variable la medida en que cada quien asume el mandamiento, en que cada quien sostiene los imperativos éticos.
Pero aquí hay algo más: si bien el proceso judicial específico debe preguntarse por qué mataron a Fernando, las preguntas sociológicas y psicológicas pueden dirigirse en otro sentido: no tanto a plantearse el interrogante por la causa de la violencia sino sobre aquello que le hace de freno: los imperativos.
Tal es la propuesta freudiana, la de indagar por qué ocurre algo diverso de la inmediata extinción de lo vivo y, por extensión, por qué en los vínculos puede aparecer una legalidad diferente de la aniquilación del prójimo. Nos preguntamos, espantados, por qué ocurren determinadas atrocidades, pero la teoría freudiana jerarquiza el interrogante inverso: cómo puede crearse un universo complejo en que predominan la ética, la solidaridad y la ternura.
La noche del asesinato uno de los acusados, en lugar de decir “se murió” dijo “caducó”, expresión que evidencia no solo la deshumanización de la que fue víctima Fernando, sino que también nos interroga por el estado psíquico de quien se expresa así. Si bien se habló de la conducta en masa de los acusados, el rasgo de estas violencias no está en el tándem masa-pérdida de individualidad sino en la desubjetivación. Otro de los acusados afirmó: “La vida nos jugó una mala pasada”, así como también hablaron de llevarse un “trofeo” y de que para que una noche sea memorable debe haber golpes.
En suma, la justicia debe hacer su tarea, debe definir quiénes son los culpables, su grado de participación, por qué lo hicieron, etc. En cambio, en el más allá del caso singular, las preguntas serán otras, ya no sobre el porqué de la violencia, el porqué de la muerte, sino cómo sostener la vida, singular y colectiva. Si no, el riesgo no será que todos seamos culpables, sino que todos seamos víctimas.
Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.